—Lo sé. Un amigo mío ejerce esa profesión y no tiene ninguna clase de escrúpulos.
—Y sin embargo, lo que ellos hacen es infinitamente más grave. Sacan los cuerpos de los difuntos para exponerlos a la curiosidad pública en toda su miseria. Tú sólo tendrás que retirar la piedra, sin turbar el sueño de Julio, y una vez que lo hayas hecho ese sueño será más plácido. Pero no podrás hacerlo solo. No sé qué vas a encontrar allí: una losa de piedra, un sarcófago… ¿Puede ayudarte alguien?
—Contaba con este amigo egiptólogo, pero parece que va a tardar.
—Espera un poco. Si no viene, te daré una carta para el rabino de Krumau. Él encontrará a alguien que te ayude.
—Por cierto, ¿dónde está Krumau?
—Más de cuarenta leguas al sur de Praga, en el alto valle del Moldava. El castillo, que pertenece al príncipe Schwarzenberg, fue durante mucho tiempo una fortaleza a la que han añadido construcciones más agradables. La capilla está en la parte antigua. No puedo decirte nada más. Ahora te acompañaré hasta la entrada de los jardines…, pero no te vayas sin haber venido antes a verme. Intentaré ayudarte todo lo que pueda.
Cuando hubo regresado al coche, Aldo permaneció un rato sentado al volante, sin moverse. Se sentía aturdido, abrumado por esas horas vividas fuera del tiempo. Necesitaba inmovilidad y, sobre todo, silencio, y a esas horas de la noche era absoluto, profundo, parecía fuera del tiempo también.
Después encendió un cigarrillo y lo saboreó con tanta voluptuosidad como si llevara días sin fumar. Se sintió apaciguado y pensó que ya iba siendo hora de volver al hotel. El automóvil recorrió las pendientes del Hradcany y condujo a su dueño hacia el mundo más prosaico de los vivos.
Eran más de las tres de la madrugada cuando llegó al Europa, sumido en la penumbra. El bar estaba cerrado, lo que le produjo un gran placer: temía un poco ver aparecer a su pesadilla americana, con una sonrisa estereotipada y una jarra de cerveza en la mano. Todo estaba en calma. El portero de noche lo saludó y le dio su llave, acompañada de un papel doblado por la mitad que estaba en el casillero.
—Hay un mensaje para su excelencia.
Morosini desdobló el papel y estuvo a punto de gritar de alegría:
Estoy en la habitación 204, justo al lado de la tuya, pero, por el amor de Dios, déjame dormir. Me contarás tus calaveradas mañana.
Era de Vidal-Pellicorne.
Morosini se habría arrodillado de buen grado para dar gracias al Señor. Era un alivio inmenso saber que Adalbert estaría con él para afrontar la prueba que lo esperaba. Se dirigió hacia el ascensor muy animado. De repente, la vida le parecía mucho más bella.
Morosini acababa de abrir los ojos cuando Adalbert entró en su habitación precedido de una mesa con ruedas con un copioso desayuno para dos. Dado que las efusiones eran raras entre ellos, el arqueólogo miró primero a su amigo, sentado en la cama, y luego las elegantes prendas dejadas de cualquier manera con mirada crítica.
—Lo que me imaginaba. No te aburriste.
—¡Ni un momento! Primero Don Giovanni, en el Teatro de los Estados, y luego una impresionante audiencia imperial, seguida de una interesante conversación con un hombre del que no estoy seguro que no tenga tres o cuatro siglos de existencia. Y tú, ¿de dónde vienes? —añadió Aldo poniéndose a buscar las zapatillas.
—De Zúrich, donde Théobald me ha transmitido tu mensaje. Fui para ayudar a Romuald, a quien la policía suiza recogió una mañana a orillas del lago en un estado bastante lamentable.
Aldo, que estaba poniéndose la bata, se quedó inmóvil.
—¿Qué pasó?
—La típica encerrona. Me extraña que un viejo zorro como Romuald se dejara atrapar. Quiso seguir a «tío Boleslas» y se encontró en compañía de cuatro o cinco bribones que le dieron una paliza y lo abandonaron, dándolo por muerto, en un carrizal. Afortunadamente, él es fuerte y los suizos saben curar a la gente. Recibió un buen golpe en la cabeza y tiene varias fracturas, pero saldrá de ésta. Lo he hecho repatriar a París, a la clínica de mi amigo el profesor Dieulafoy, custodiado por dos robustos enfermeros. En cualquier caso, estoy en condiciones de decirte una cosa: tío Boleslas y Solmanski padre son una sola persona.
—Ya nos lo parecía… ¿Y sigue en Zúrich… mi encantador suegro?
—No lo sabemos. Romuald lo siguió hasta una villa en el lago, pero es imposible saber qué ha hecho después de eso. Por si acaso, he mandado una larga carta a nuestro querido amigo el superintendente Warren. Cuando hay una alianza, debe compartirse todo, hasta los dolores de cabeza.
—Tu carta seguro que le ha dado uno de campeonato.
Sentado a la mesa, Adalbert, que había pedido una auténtica comida en la que el breakfast inglés se unía a las delicias vienesas, estaba atacando unos huevos con beicon después de haberse servido una gran taza de café.
—Ven a comer —dijo—, esto va a enfriarse. Mientras, me contarás tu velada con todo detalle. Tengo la impresión de que debió de ser pintoresca.
—¡No te imaginas hasta qué punto! Y tu llegada ha sido providencial. Anoche, cuando volví, no andaba muy lejos de creer que estaba volviéndome loco.
Los ojos azules de Adalbert brillaron bajo el mechón rubio y rizado que se empeñaba en caer encima.
—Siempre he pensado que tenías cierta tendencia.
—Ya veremos cómo estás tú cuando haya terminado mi relato. Para que te hagas una idea, sé dónde está el rubí.
—¡No me lo puedo creer!
—Pues más vale que te lo creas. Pero, para recuperarlo, vamos a tener que transformarnos en saqueadores de tumbas: tenemos que violar un ataúd.
Adalbert se atragantó con el café.
—¿Qué has dicho?
—La verdad, muchacho, y no debería causarte ese efecto: un egiptólogo está acostumbrado a ese tipo de actividad.
—¡Tienes unas cosas! No es lo mismo una tumba de dos o tres mil años y una que se remonta a…
—Aproximadamente trescientos.
—¿Lo ves? No es lo mismo.
—No veo la diferencia. Un muerto es un muerto, y no es más agradable contemplar una momia que un esqueleto. No deberías ser tan tiquismiquis.
Vidal-Pellicorne se sirvió otra taza de café y se puso a untar de mantequilla una tostada antes de añadirle mermelada.
—Bueno, tienes que contarme una historia, ¿no? Pues cuéntamela. ¿Qué es eso de la audiencia imperial? ¿Has visto a otro fantasma?
—Podríamos llamarlo así.
—Está convirtiéndose en una manía —gruñó Adalbert—. Deberías llevar cuidado.
—¡Me habría gustado verte allí! Escucha, y no abras la boca para otra cosa que no sea comer.
A medida que avanzaba el relato, curiosamente el apetito de su amigo iba decreciendo, y cuando terminó, Adalbert había apartado su plato y fumaba, nervioso, con semblante grave.
—¿Sigues creyendo que tengo visiones? —preguntó Morosini.
—No, no…, pero es impresionante. ¡Interrogar a la sombra de Rodolfo II a medianoche en su palacio! ¿Quién es ese tal Jehuda Liwa? ¿Un mago, un hechicero…, el señor del Golem devuelto a la vida?
—Sé tanto como tú, pero Louis de Rothschild no debe de andar muy lejos de pensar algo parecido.
—¿Cuándo salimos?
—Lo antes posible —respondió Aldo, recordando de pronto a su cantante húngara, que sin lugar a dudas no tardaría nada en localizarlo—. ¿Por qué no hoy mismo?
No había terminado la frase cuando llamaron a la puerta y apareció un botones llevando una carta en una bandeja.
—Acaban de traer esto para su excelencia —dijo.
Presa de un horrible presentimiento, Aldo cogió la carta, dio una propina al chiquillo y miró el sobre por todos lados. Le parecía reconocer aquella letra extravagante y, por desgracia, no se equivocaba: en unas frases impregnadas de autosatisfacción que pretendían ser seductoras, la bella Ida sugería que se viesen «para hablar del delicioso pasado» en el restaurante Novacek, en los jardines de Petrin, en Mala Strana, el barrio que se extendía al pie del Hradcany.