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Herr Doktor Erbach no se parecía nada a los bibliotecarios que Morosini e incluso Vidal-Pellicorne habían visto hasta entonces. En realidad, incluso podía resultar sorprendente que hubiera obtenido todos los títulos, o casi, de la Universidad de Viena, teniendo en cuenta lo mucho que su aspecto evocaba el de un maestro de danza o un clérigo cortesano del siglo XVIII: cabellos blancos y alborotados revoloteando sobre el cuello de terciopelo de una levita acampanada, puesta sobre unos pantalones con trabillas y una camisa con chorreras y puños de muselina —todo ello espolvoreado con un fino polvo de tabaco—, gafas con montura metálica apoyadas en la punta de una nariz ligeramente respingona, mirada chispeante y sonrisa afable, el encargado de los libros parecía permanentemente a punto de esbozar un paso de baile apoyándose en el bastón, alrededor del cual, más que caminar, giraba.

Recibir a un egiptólogo acompañado de un príncipe anticuario no pareció sorprenderle más de la cuenta. Lo hizo de tan buen grado y con tanta solicitud que Morosini pensó que debía de aburrirse mucho en aquel inmenso castillo que el puñado de criados que vieron no conseguía llenar.

—Han tenido suerte de encontrarme aquí —dijo al reunirse con sus visitantes en el encantador salón chino al que habían conducido a éstos—. También me ocupo de las bibliotecas de los otros castillos Schwarzenberg: la de Hluboka, donde la familia reside casi siempre, ésta y la de Trebon, cuya importancia es menor. He venido a Krumau para clasificar la ingente correspondencia del príncipe Félix cuando era embajador en París en 1810, en el momento de la boda de Napoleón I con nuestra archiduquesa María Luisa. ¡Una trágica historia! —añadió, suspirando, sin pensar ni por un instante en ofrecer asiento a sus visitantes—. Usted que es francés —dijo, volviéndose hacia Adalbert—, seguro que conoce el drama que vivió la familia en esa terrible época: el incendio de la sala de baile improvisada en los jardines de la embajada, en la calle Mont-Blanc, durante la recepción ofrecida en honor de los nuevos esposos, que provocó un horrible pánico y en el que nuestra desdichada princesa Paulina, la más exquisita de las embajadoras, pereció entre las llamas buscando a su hija… ¡Qué suceso tan abominable!

Había soltado todo aquello sin respirar, pero después de «abominable» se permitió exhalar un profundo suspiro que Aldo aprovechó sin vacilar:

—A nosotros también nos interesa la Historia, como debe de imaginar —dijo—, pero nuestro propósito no es preguntarle sobre la gloriosa andadura de los príncipes Schwarzenberg, tan espléndida que…

—¡Y que lo diga! La princesa Paulina incluso ha entrado en la leyenda. Dicen que, justo en el momento en que expiraba, su fantasma se apareció aquí, en Krumau, al aya que se ocupaba de su hijo pequeño. ¡Pero los tengo de pie! Por favor, caballeros, tomen asiento.

Mientras señalaba dos elegantes silloncitos Luis XVtapizados en satén azul y blanco, él se instaló en un tercero y prosiguió:

—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí, la desdichada princesa Paulina! Si lo desean, podrán admirar su retrato con traje de baile en los grandes aposentos donde muchos soberanos. Feliz de tener público, se disponía a comenzar una interminable digresión cuando Adalbert decidió intervenir y pilló la ocasión al vuelo:

—Precisamente hemos venido y nos permitimos molestarlo, Herr Doktor, por sus soberanos. Creo que ha llegado el momento de que le exponga el motivo de nuestra visita: mi amigo el príncipe Morosini, aquí presente, y yo mismo deseamos recopilar documentos sobre las residencias imperiales y reales del antiguo Imperio austro-húngaro.

Las cejas del bibliotecario, que había aprovechado la interrupción para coger una pizca de tabaco de una preciosa tabaquera, se alzaron hasta la mitad de la frente mientras él levantaba en señal de advertencia una mano blanca y cuidada, digna de un prelado.

—¡Permítame, permítame! Por vasto y noble que sea, Krumau no ha sido nunca residencia imperial, aunque sus príncipes hayan sido soberanos.

—¿No perteneció al emperador Rodolfo II?

El amable rostro se transformó en una máscara de dolor.

—¡Dios mío! Tiene razón, y lo sé de sobra, pero lo cierto es que tanto los habitantes de este castillo como los de la ciudad se esfuerzan en olvidarlo. ¿De verdad insisten en que les hable de él?

—Es indispensable para nuestra obra —dijo Aldo—. Pero, si le resulta demasiado penoso relatar la horrible historia del bastardo imperial, no se preocupe, porque ya la conocemos. Lo que nos falta son sobre todo fechas y emplazamientos. El castillo, evidentemente, no era como es ahora, ¿verdad?

—Evidentemente —dijo Erbach, aliviado—. Enseguida los llevaré a visitar lo que queda de esa época. En cuanto a las fechas, el emperador sólo fue propietario de Krumau una decena de años. En 1601 obligó al último de los Rozemberk, Petr Vork, cargado de deudas, a venderle la propiedad, y en 1606 se la regaló a… don Julio, a raíz de un escándalo sin precedentes. Debería decir más bien que se la asignó como residencia confiando en que el alejamiento bastaría para hacer olvidar sü conducta. Y puesto que saben lo que pasó, me limitaré a decirles que, después del horrible drama del que fue triste protagonista, el bastardo, encerrado en sus aposentos transformados en prisión, murió súbitamente el 25 de junio de 1608. Tras su muerte, el emperador conservó el castillo hasta 1612, fecha en la que se lo regaló a uno de sus fieles amigos y consejeros, Johann Ulrich von Eggenberg…

—Once años, en efecto —lo interrumpió Adalbert—. Pero, volvamos un instante, por favor, a ese Julio al que yo no conozco tan bien como el príncipe Morosini. Tenemos entendido que fue enterrado en su capilla y nos gustaría que nos mostrara su tumba.

El bibliotecario puso cara de disgusto.

—Hace mucho que ya no está aquí. Como imaginarán, el nuevo propietario no tenía ningún interés en conservar semejante vecindad, sobre todo porque algunas de sus sirvientas estuvieron a punto de morir de miedo al ver el fantasma ensangrentado de un hombre desnudo. Habló del asunto con el superior de los minoritas, cuyo convento está abajo, en el barrio de Latran, y le rogó que se hiciera cargo del difunto, a quien la proximidad de hombres santos quizá convencería de permanecer tranquilo, pero éste temía provocar un tumulto en la ciudad, cosa que a buen seguro se produciría si los restos del loco asesino fueran a reposar allí. El drama era todavía demasiado reciente.

—Entonces, ¿qué hicieron con él? —preguntó Morosini, preocupado—. ¿Lo arrojaron al río?

—¡Oh, príncipe!… ¡Ese miserable era, pese a todo, de sangre imperial! Después de mucho reflexionar, el superior tuvo una idea: a cierta distancia de la ciudad había un pequeño priorato dependiente de su convento, que ya no estaba habitado pero donde todavía se celebraba misa en fechas señaladas. La tierra, por supuesto, era tan sagrada como podía serlo la de nuestra capilla de San Jorge o la del monasterio. A Johann Ulrich von Eggenberg le pareció una idea excelente, pero acordaron actuar en el más estricto secreto. De modo que el pesado ataúd de madera de teca fue transportado de noche al cementerio del priorato, donde no se enterraba a nadie desde hacía mucho tiempo…

—Y que se encargarían de que volviera al estado salvaje —dijo Vidal-Pellicorne, sarcástico—. Así, el muerto desaparecería de la faz de la tierra.

—No se atrevieron a llegar hasta ese extremo. Según lo que he leído en los archivos del castillo, pusieron sobre la tumba una lápida con su nombre en latín grabado: Julius. Pero se las arreglaron para que la vegetación creciera a su alrededor a fin de que el secreto quedara mejor preservado. Se trataba de evitar que la sed de venganza turbara el sueño del difunto… Bien, les he contado todo lo que sé —se apresuró a añadir Erbach, enjugándose el rostro con un gran pañuelo.