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—Me he enterado hace poco —respondió Aldo— de que un antepasado mío que fue monje en este priorato descansa aquí y estoy buscando su tumba.

Ella alzó hacia aquel hombre de tan noble aspecto pese a los pantalones manchados de tierra y la camisa abierta, arremangada sobre unos brazos morenos y musculosos, unos ojos que parecían vincapervincas.

—¡Cuánta razón tiene! —exclamó—. No hay que abandonar a los pobres muertos. Preocuparse por el lugar donde descansan y manifestarles respeto es un deber piadoso. Sin duda Dios permitirá que la encuentre.

Dicho esto, esbozó una pequeña reverencia y prosiguió su camino bajo el sol, con la amplia falda azul bordada en amarillo revoloteando alrededor de sus redondeadas pantorrillas.

—¿Adonde crees tú que va? —susurró Adalbert al verla adentrarse en el bosque, en dirección al estanque.

—Supongo que a su casa.

—El sendero no lleva a ninguna parte salvo al borde del agua, y no hay ninguna casa por ahí.

—Quizá se trate de… una cita. Es una jovencita encantadora.

—Es posible, pero de todas formas tengo curiosidad por saber adonde va. ¿No te has fijado en que parecía estar soñando despierta? Hasta su voz sonaba algo lejana cuando ha aprobado tu comportamiento.

Adalbert ya había salido tras ella y Aldo se encogió de hombros.

—Después de todo, ¿por qué no? Así descansaremos.

Y siguió a su amigo.

Escondidos entre los árboles, vieron a la muchacha rodear la mitad del estanque para llegar a la parcela de bosque que quedaba al otro lado. Como no sabían cuánto pensaba adentrarse en la espesura, no se atrevieron a acercarse a la orilla del estanque. Si los veía, podía asustarse.

—He visto bien el sitio por donde ha entrado —dijo Aldo—. Esperemos un poco. Luego iremos a ver.

Sentados sobre la hierba al pie de un fresno, permanecieron un cuarto de hora largo escuchando cantar a una curruca.

—Vamos —dijo Aldo después de haber mirado su reloj de pulsera.

Acababa de hablar cuando la joven salió del bosque para volver sobre sus pasos.

—¡Corre! —susurró Adalbert—. Y apresurémonos a reanudar el trabajo.

—¿Te has fijado? Ya no lleva las flores. Me gustaría saber dónde las ha dejado.

—Intentaremos encontrarlas después. No debe de haber ido muy lejos…

Cuando la joven llegó a donde estaban trabajando, ya se habían puesto de nuevo manos a la obra.

—¡Cuánto trabajan! —observó—. ¡Y con este calor!

—A usted no parece asustarla, señorita. ¿Podemos charlar un momento?

—Me gustaría mucho, pero tengo prisa. Mi madre está esperándome. Quizá volvamos a vernos pronto.

Los saludó haciendo un ademán con la cabeza y dedicándoles una bonita sonrisa y desapareció entre las ruinas. A buen seguro todavía no había llegado a la carretera cuando los dos hombres se dirigieron de nuevo hacia el estanque y se adentraron en el bosque dejando señales con ayuda de los cuchillos, pues por allí ya no había camino. De pronto, detrás de unos matorrales, distinguieron una mancha clara: las flores de la muchacha. Pero hasta que no vieron el lugar donde las había depositado no tuvieron la impresión de haber sido guiados por una mano invisible y de que esa jovencita rubia posiblemente era una enviada del cielo: casi totalmente oculta bajo unas zarzas que habían apartado un poco, había una ancha piedra enmohecida pero en la que aún se podía leer un nombre grabado: Julius.

Maquinalmente, Morosini apoyó una rodilla en el suelo para apartar mejor la maleza y dejar más a la vista la inscripción.

—¿Esto es el cementerio del priorato? Herr Doktor nos ha mentido —dijo con amargura.

—No lo creo. A mi entender, la mentira se remonta a mucho antes, a los orígenes. A los monjes debía de hacerles tan poca gracia como al propietario del castillo semejante vecindad. Prometieron enterrar a Julio en sus tierras y una noche fueron a buscarlo. El conde se dio por satisfecho con eso. Lo que a él le interesaba era que se lo llevaran y no se preocupó de nada más; seguramente se limitó a pagar generosamente, y los santos hombres, en lugar de dar a ese desdichado la sepultura cristiana que se les pedía, lo enterraron aquí, lejos de todo, como al réprobo que siempre fue.

—¡Y aún gracias que no lo arrojaron al estanque!

—Seguramente eso habría sido demasiado para su conciencia temerosa. En cuanto a nosotros, de no ser por esa jovencita, habríamos podido pasar mucho tiempo buscándolo. Su gesto y el ramo son conmovedores, y ahora me avergüenzo un poco de lo que vamos a tener que hacer.

—Coincido contigo, pero no tenemos elección. Nos las arreglaremos para borrar toda huella de nuestro paso. Esa muchacha debe de soñar con este desconocido abandonado en su tumba romántica y no quiero estropear su sueño. En lo que se refiere al rubí, si está aquí, cosa que empiezo a dudar, Julio reposará más serenamente cuando lo hayamos liberado de él.

La noche era oscura, densa, calurosa. La puesta del sol no había hecho que refrescara el tiempo. Adalbert se había quedado junto a la tumba mientras Aldo regresaba al albergue para anunciar a Johann que un granjero con el que habían trabado amistad les ofrecía hospitalidad esa noche.

—Volveremos mañana, no se preocupe… Pero me gustaría que me diese dos botellas de su excelente vino de Melnik para ofrecérselo a nuestro anfitrión.

El semblante consternado del hospedero, que temía la competencia, había recuperado enseguida la tranquilidad. Incluso había propuesto añadir una botella de aguardiente de ciruela («¡Aquí es muy apreciado!») que Aldo se había guardado mucho de rechazar. Se lo llevó todo y, antes de reunirse con Vidal-Pellicorne, pasó por una frutería para comprar melocotones y albaricoques. Con el estómago lleno, esperaron que cayera la noche observando el cielo, donde negros nubarrones se desplazaban lentamente.

—Si todo eso nos cae encima, quedaremos empapados, lo que no nos facilitará la tarea —suspiró el arqueólogo.

—Por consejo de nuestro anfitrión, he traído los impermeables. Por lo menos nos servirán para disimular el estado en el que nos encontraremos mañana.

Pero ningún rugido lejano, ningún relámpago fugaz anunciaba todavía el diluvio. Cuando se hizo totalmente de noche, los dos hombres tiraron al mismo tiempo el cigarrillo que estaban fumando, cogieron el material y se dirigieron al lugar donde debían realizar la horrible tarea, pero hasta que no llegaron a su destino no encendieron las linternas sordas, cuya luz les era indispensable.

Contrariamente a lo que temían, la lápida no les dio mucho trabajo: estaba simplemente depositada sobre el suelo. Después había que cavar. Lo hicieron relevándose, después de haberse santiguado.

—Quizá tengamos más problemas con el ataúd —murmuró Aldo—. La madera de teca no se pudre fácilmente y pesa mucho… Venecia entera está construida sobre ese tipo de madera.

—Todo depende de la profundidad.

Pero afortunadamente los monjes, impacientes por librarse de su endiablado fardo, habían hecho el trabajo deprisa y corriendo. Lo habían enterrado a muy poca profundidad, contando con que la calidad excepcional de la madera y la lápida evitara que los animales del bosque se sintieran atraídos. Aproximadamente a un metro, el pico de Adalbert encontró una resistencia.

—¡Creo que lo tenemos!

Trabajando con denuedo y prudencia a la vez, retiraron toda la tierra que cubría la larga caja negra, junto a la cual Adalbert bajó con una linterna: las armas imperiales en metal deslustrado aparecieron en la tapa. Por suerte, ésta se había mantenido cerrada por su propio peso y unos pasadores de hierro oxidados que no ofrecieron gran resistencia a las tijeras y las tenazas del arqueólogo.