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El americano dejó escapar un suspiro que agitó la planta más cercana.

—De acuerdo… Pero lo cierto es que siento simpatía por usted. Hagamos una cosa: olvidemos ese asunto, pero tomemos al menos una copa juntos.

—Si se empeña… —cedió Aldo—, pero más tarde. Estoy deseando darme un baño y cambiarme.

Finalmente pudo reunirse con Adalbert, que esperaba discretamente delante del ascensor.

—Pero bueno, ¿se puede saber qué le has hecho a ese tipo para que se pegue a ti de ese modo?

—Ya te lo dije: se le ha metido en la cabeza comprarme una joya para su mujer…, y además parece que le soy simpático.

—¿Y eso te parece suficiente? No me gusta nada tu americano.

—No es «mi» americano, y a mí me gusta tan poco como a ti. Pero, aun así, le he prometido tomar una copa con él antes de cenar. Espero que después nos libremos de él.

—En ese caso, me pregunto si no sería mejor que fuéramos a cenar a otro sitio. Lo digo por si se encuentra tan a gusto que se empeña en compartir la cena con nosotros.

Eso fue exactamente lo que pasó, pero esta vez Adalbert se interpuso como tan bien sabía hacer, empleando un tono a la vez perentorio y desdeñoso gracias al cual se convertía en un hombre completamente distinto. Se levantó, saludó secamente a Butterfield y le dijo a Aldo que recordara que esa noche estaban invitados en casa de uno de sus colegas arqueólogos. Aquello fue milagroso y el americano no insistió.

Unos minutos más tarde, los dos amigos recorrían en calesa el puente Carlos en dirección a la isla de Kampa, donde encontraron refugio en un restaurante a la vez arcaico y encantador de la vieja plaza discretamente recomendado por el recepcionista del Europa: El Lucio de Plata.

—Supongo —dijo Vidal-Pellicorne dejándose caer sobre el respaldo del banco cubierto de cojines rojo y oro— que después de la noche que hemos pasado habrías preferido, como yo, ir a acostarte.

—No. Tenía intención de salir después de cenar. Así será más sencillo: cuando volvamos, le pediré al cochero que pare en la plaza de la Ciudad Vieja y tú me esperarás en el coche.

Adalbert frunció el entrecejo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer?

Aldo se sacó del bolsillo una carta que había escrito en su habitación antes de salir.

—Acercarme a casa del rabino para meter esto por debajo de la puerta. Le pido que nos veamos lo antes posible. Estoy impaciente por que esta maldita piedra sea exorcizada. Desde que la tenemos, temo que suceda una catástrofe en cualquier momento.

—Yo no soy supersticioso, pero confieso que esta vez me siento incómodo. ¿Dónde está?

—En mi bolsillo. ¡No querrías que la dejara en la habitación!

—En la habitación no, pero en la caja fuerte del hotel sí. Está para eso.

—Creo que no hubiera podido dejar de temer que el Europa se incendiara esta noche.

Pese a la gravedad del tema, Adalbert se echó a reír y vació de un trago su copa de vino.

—Vamos a tener que hacer algo pronto. Te veo muy afectado, amigo.

Sin embargo, a Adalbert se le quitaron las ganas de reír cuando, de regreso en el hotel, se percató de que habían registrado su habitación. Con mucha habilidad, eso sí, pero el arqueólogo tenía una vista de lince y no se le escapaba ningún detalle. Naturalmente, Aldo también había tenido visita, de modo que, pese al cansancio, los dos hombres tomaron todas las medidas destinadas a asegurarles la noche de sueño que tanto necesitaban. Una vez puertas y ventanas estuvieron debidamente atrancadas —gracias a Dios, la noche era suave y bastante fresca, sin el habitual bochorno del verano—, se metieron por fin en la cama sin olvidar poner un arma debajo de la almohada.

En cuanto al rubí, Aldo lo metió en uno de los elementos estilo Gallé que componían la araña. Protegidos de este modo, durmieron como benditos.

A la mañana siguiente, Aldo encontró una carta en la bandeja del desayuno. Una nota del recepcionista explicaba que una joven la había llevado a las siete de la mañana. Era de Jehuda Liwa.

Esta noche, a las once, en la sinagoga Vieja-Nueva. La paz esté contigo.

La paz, Morosini la deseaba desde que se hallaba en posesión del rubí fatal. No es que sintiera remordimientos por haber turbado el sueño eterno de Julio; estaba seguro de que, por el contrario, el joven descansaría más tranquilo sin la piedra. Pero la joya en sí misma despedía una atmósfera angustiosa, cargada de todo el horror y de toda la miseria que su posesión desencadenaba. Y cuando se disponía a salir, Aldo tuvo que obligarse a recuperar la gema maléfica de su escondrijo de cristal. Más valía no dejarla allí por si a las camareras se les ocurría limpiar la araña a fondo. No obstante, se serenó pensando que, por la noche, cuando volviera con ella, la piedra maldita habría perdido por fin su poder.

Dedicaron el día a hacer que realizaran en el coche los ajustes necesarios con vistas a un largo viaje y a pasear por la ciudad; después decidieron cenar en la cervecería Mozart. Eso les evitaba a la vez soportar las preguntas indiscretas de Butterfield cuando se encontraran con él en el hotel y ponerse el ritual esmoquin, demasiado elegante y llamativo para moverse por el viejo barrio judío.

Hacía una noche bonita y agradable, y cuando los dos hombres salieron de la cervecería las calles y las plazas estaban llenas de gente. Durante la temporada estival, Praga solía vivir una fiesta perpetua y tranquila. Iluminados por lámparas de acetileno en las que parecían reflejarse las estrellas del cielo, los vendedores de pepino, en zumo o a tiras, de salchichas de rábano blanco y de cerveza hacían magníficos negocios sobre un fondo musical en el que los antiguos aires bohemios alternaban con el tema de Smetana que evocaba el Moldava y que era más conocido que el himno nacional. Una mujer que decía la buenaventura, de ojos llameantes y largos cabellos negros mal sujetos por un pañuelo amarillo, intentó cogerle la mano a Aldo, pero éste la retiró suavemente:

—Gracias, pero no tengo ganas de conocer mi futuro —dijo en francés.

Esa lengua no debía de resultarle familiar, pues respondió con un gesto de fastidio que hizo tintinear sus pulseras de plata y meneó la cabeza dejando escapar un suspiro de pesar.

—Quizás hagas mal —comentó Vidal-Pellicorne—. Era una buena ocasión para averiguar algo sobre lo que va a sucedemos.

Unos instantes más tarde, la entrada de la ciudad judía los engullía y la oscuridad les hacía parpadear deprisa. El agradable olor de las salchichas a la plancha y la menta fresca desapareció para ser sustituido por el tufo de una carnicería y el de una prendería que quedaban una enfrente de otra. Dos faroles de un amarillo sucio trataban de iluminar la calle de adoquines mal unidos. Luego, los ojos de los dos hombres se acostumbraron y no tardaron en distinguir el muro del viejo cementerio y las bolas temblorosas de los árboles que protegían las estelas, cuya increíble acumulación hacía que ese campo de muerte pareciera un mar gris y encrespado. Y de pronto, una deliciosa fragancia acarició el olfato de los visitantes nocturnos: la de los saúcos y los jazmines del cementerio. Cuando llegaron, la masa negra y puntiaguda de la antigua sinagoga apareció frente a ellos.

Al acercarse, vieron que un hilo de luz amarilla se filtraba por la puerta entreabierta.

—Entra tú solo —susurró Adalbert—. El rabino no me conoce.

—¿Y qué harás tú mientras tanto?

—Montar guardia. Eso nunca está de más, y este barrio no ofrece ninguna diversión.

Para confirmar su determinación, se sentó tranquilamente en los gastados peldaños y se puso a cargar la pipa. Aldo no insistió y empujó la puerta sobre la cual, en una ojiva, una higuera extendía sus ramas bajo un cielo sembrado de grandes estrellas. La hoja gimió pero se abrió sin dificultad.