Iluminado únicamente por el admirable candelabro de siete brazos colocado sobre el altar y por dos grandes cirios al pie de los escalones que lo sostenían, el venerable santuario dejaba sumidos en la oscuridad sus pilares y sus bóvedas góticas, pero la sobriedad de lo que descubría sorprendió a Morosini. Tan sólo el tímpano del tabernáculo presentaba un bonito motivo vegetal que se repetía en los escasos capiteles poco iluminados.
En ese decorado a la vez austero y misterioso, la alta silueta de Jehuda Liwa se alzaba como un altorrelieve. Inclinado sobre el Indraraba, el Libro de los Secretos, que había colocado junto a los rollos de la Tora, leía atentamente, pero se incorporó al oír el ligero ruido de los pasos del visitante. Éste observó que, bajo la larga capa negra, llevaba las vestiduras blancas de los difuntos.
Impresionado, Morosini se detuvo en el centro de la nave. La voz profunda del rabino lo invitó a avanzar hasta el pie de los peldaños.
—No estás en una iglesia —añadió—. Debes cubrirte la cabeza. Coge el casquete que está a tus pies y póntelo.
—Le pido disculpas. Lo sabía, o sea que mi comportamiento es imperdonable, pero esta noche siento un gran desasosiego.
—Lo sentiremos por una cuestión menor si, como indica tu carta, has encontrado lo que buscabas. Supongo que no ha sido fácil… ¿Cómo te las has arreglado? Es un trabajo duro abrir el panteón de una capilla principesca.
—El cuerpo ya no estaba en la capilla.
En unas pocas frases, Aldo reprodujo el camino seguido desde su marcha de Praga. Sin olvidar mencionar el incendio del pequeño castillo y la desaparición de Simón Aronov. El gran rabino sonrió:
—Apacigua tus temores: el depositario del pectoral no ha muerto. Incluso puedo decirte que ha venido aquí.
—¿A esta sinagoga?
—No, al barrio de Josefov, donde tiene un amigo. Te recuerdo que, por nuestro bien común, es preferible que no nos veamos. Y añado que es inútil buscarlo: nada más llegar, volvió a marcharse. No me preguntes dónde ha ido, lo ignoro. Ahora, dame la piedra maldita.
Aldo desplegó el pañuelo blanco que envolvía la joya y la ofreció en la palma de su mano, donde inmediatamente apareció un resplandor rojizo. El rabino acercó sus dedos huesudos, cogió la joya y la miró fijamente. Después la elevó como si quisiera ofrecerla a alguna divinidad desconocida. En el mismo momento, una voz vulgar sonó con la violencia de un disparo:
—¡Déjate de tonterías, vejestorio, y dame eso!
Aldo se volvió bruscamente y miró con estupor la forma grotesca de Aloysius Butterfield surgida de la oscuridad como un gnomo maléfico. El gran Cok que oscilaba entre él y Jehuda no tenía nada de tranquilizador.
El personaje disfrutaba sin ningún pudor de la sorpresa que había provocado:
—No te esperabas esto, ¿eh, principito? No hay que tomar nunca a papá Butterfield por tonto, y por si te interesa saberlo, hace bastante que andamos detrás de ti. Pero no estamos aquí para charlar. ¡Tú, dame esa piedra!
La voz de bronce retumbó, multiplicada por las profundidades del edificio:
—Ven a buscarla si te atreves.
—¡Que te crees tú que voy a ir a buscarla! Y tú, Morosini, no te muevas, si no, dejo seco a tu amigo.
Aldo, que se preguntaba dónde podía haberse metido Adalbert, intentó ganar tiempo.
—¿Cómo se las ha arreglado para entrar? ¿Nadie ha tratado de impedírselo?
—¿Te refieres al de la pipa? Ha recibido un buen golpe detrás de las orejas y por el momento duerme como un angelito…, si mi compañero no ha considerado conveniente rematarlo.
—¿Qué compañero?
—Lo reconocerás. Lo viste en el Europa y un poco antes en Venecia: tomó un café a tu lado y el de Rothschild en el Florian.
El hombrecillo moreno con gafas de montura negra acababa de entrar en el círculo de luz y también iba armado. Aldo se sintió idiota. ¿Cómo había podido contentarse con pensar que lo había visto antes en alguna parte? Realmente debía de estar haciéndose viejo.
Butterfield estaba subiendo los peldaños de piedra, pero su aplomo parecía vacilar a medida que se acercaba al gran rabino, que permanecía muy erguido. Incluso se hubiera dicho que empequeñecía. El anciano sin embargo, no hacía ni un solo gesto, sus ojos oscuros lanzaban destellos y su terrible voz retumbó de nuevo:
—Estarás maldito hasta el fin de los tiempos si tocas esta piedra y nunca más conocerás el descanso.
—¡Basta ya! ¡Cállate! —ordenó el americano con un temblor que anunciaba un ataque de pánico. Pero el rubí estaba allí, en las manos del rabino, y la codicia fue más fuerte que el miedo. Le arrebató la piedra, retrocedió, resbaló al bajar de espaldas y cayó al suelo. El rubí se le escapó de las manos y se alejó un trecho rodando. Aldo iba a agacharse para recogerlo, pero el hombre de las gafas dijo:
—¡Todos quietos!
Sin apartar la mirada de Morosini, al que amenazaba con el arma, dobló las rodillas, cogió el colgante y se lo guardó en el bolsillo.
—¡Levántate! —ordenó a su cómplice—. Y larguémonos de aquí.
Desapareció con una rapidez pasmosa. Seguro de ser capaz de alcanzar y reducir sin dificultades a ese hombrecillo, Aldo se lanzó en su persecución. El otro se volvió y disparó. Alcanzado por la bala, Aldo se tambaleó y se desplomó justo en el momento en que sonaba otro tiro, disparado sin duda por Butterfield, repuesto de su caída. Antes de desvanecerse, el herido oyó rugir la voz del rabino, pero era como una llamada. Inmediatamente después sonó un grito terrible, un grito de espanto, y quien lo había proferido era el americano. La última impresión de Aldo antes de sumirse en las tinieblas fue que la pared de la sinagoga había empezado de pronto a moverse.
Cuando emergió de las profundidades, lo que le rodeaba le pareció tan extraño que creyó que había pasado al otro lado del espejo. Estaba acostado en algo que debía de ser una cama, como corresponde a un herido o a un enfermo, y esa cama se encontraba en una habitación clara que podía ser el cuarto de un hospital. Sin embargo, el ser humano que se inclinaba sobre él no parecía una enfermera: era el rabino Liwa con su larga y poblada barba, sus cabellos blancos y sus ropajes negros. Debía de estar en algún purgatorio, porque no se encontraba bien. Sentía un dolor en el pecho y unas vagas náuseas. Cerró los ojos con la esperanza de volver a las benefactoras tinieblas donde, privado de conciencia, lo estaba también de sufrimiento.
—¡Vamos, despierta! —ordenó con dulzura la voz inolvidable que habría podido ser la del Ángel del Juicio—. Todavía eres de este mundo y ya va siendo hora de que vuelvas a ocupar tu puesto.
El herido intentó hacer algo que esperaba que fuese una sonrisa y murmuró:
—Creía que estaba muerto.
—Podrías estarlo si hubieran apuntado mejor, pero, ¡alabado sea el Altísimo!, el proyectil no entró en el corazón y hemos podido extraerlo.
—¿Y dónde estoy?
—En casa de un amigo, Ebenezer Meisel, que es un hombre rico y un excelente cirujano. Ha sido él quien ha extraído la bala. Es mi vecino y nuestras casas se comunican, lo que me permite venir a verte cuando quiero… Volveré mañana.
Morosini comprendió que aquel arreglo presentaba la ventaja de no introducir a la policía en los asuntos del barrio judío y se alegró, pero ahora que estaba recobrando la lucidez las preguntas acudían en tropel, de modo que retuvo por la manga al rabino, que ya estaba dando media vuelta para marcharse.
—Un momento, por favor. ¿Tiene noticias del amigo que dejé en la puerta de la sinagoga y al que dejaron inconsciente antes de atacarnos?