—Está bien, no te preocupes. Asegura que los chichones en la cabeza nunca le han asustado. Lo verás enseguida.
—¿Y el rubí?… ¿Qué ha pasado con el rubí?
—Otra vez ha desaparecido. El hombre de las gafas negras huyó con él. Los de aquí han intentado encontrar su rastro, pero se diría que se ha desvanecido en el aire. Nadie lo ha visto.
—¡Dios mío! ¡Tantos esfuerzos para que dos miserables bribones, sin duda pagados por Solmanski, se lo lleven justo cuando…!
—Sólo queda uno. El americano que, en su locura asesina, disparó contra mí, fue abatido. Uno de mis sirvientes se encargó de él.
—Pero ¿cómo…?
El rabino tocó la frente de Aldo.
—Estás hablando demasiado. Cálmate. Tu amigo te lo contará todo.
Y esta vez salió. Una vez solo, Aldo examinó lo que le rodeaba. Entonces se dio cuenta de que lo que había tomado al despertar por la habitación de una clínica porque estaba decorada en blanco, parecía mucho más el dormitorio de una muchacha. Lazos de cinta azul sujetaban las grandes cortinas de seda blanca y, al incorporarse, cosa que le arrancó una mueca, vio dos silloncitos del mismo azul, un secreter de madera clara y, entre las ventanas, un espejo, una banqueta y una mesita con frascos sobre el tablero. Curiosamente, la estancia no tenía aspecto de estar habitada. Todo estaba demasiado ordenado, era demasiado perfecto, y no se percibía ninguna presencia: ni una flor en los jarrones de cristal, un pequeño secreter demasiado bien cerrado y, sobre todo, ni el menor rastro de perfume. En cuanto a la mujer que entró poco después de que se hubiera marchado el rabino, llevando un cuenco humeante sobre una bandeja, no tenía nada de jovencita: rondando la cincuentena, cara cuadrada y cabellos recogidos bajo un gorro tan blanco como el delantal, hacía pensar tanto en una enfermera como en una vigilante de prisión.
Sin una palabra, sin una sonrisa, arregló las almohadas de Aldo para incorporarlo y depositó la bandeja ante él.
—Perdone, pero no tengo hambre —dijo él, sincero y también poco tentado por la especie de gachas con leche que le habían llevado (se parecía bastante al porridge inglés), acompañadas de una taza de té.
Sin articular palabra, la mujer frunció sus pobladas cejas e indicó con un dedo perentorio que el herido no tenía otra cosa que hacer más que comer. Y acto seguido, salió.
Aldo, que habría dado su mano derecha por el buen café y los panecillos calientes de Celina, pensó que, si quería recuperar fuerzas —¡y le faltaban muchas!—, debía alimentarse. De modo que tomó una cucharada con prudencia, comprobó que estaba caliente, dulce, y que olía a vainilla. Y como, por otra parte, era incapaz de apartar él mismo la bandeja, comenzó a ingerir su contenido y se sintió un poco mejor. El té, había que reconocerlo, era un excelente darjeeling, o sea que, después de todo, habría podido ser peor. Estaba acabando de comer cuando la puerta se abrió para dejar paso a Adalbert, que desplegó una amplia sonrisa ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
—Parece que estás mejor. Tienes un poco de mal color de cara, pero supongo que con el tiempo eso se arreglará. En cualquier caso, tu aspecto es mucho mejor que el de ayer por la tarde.
—¿Ayer por la tarde? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Pronto hará cuarenta y ocho horas. Y los de aquí no te han escatimado sus cuidados.
—Les daré las gracias. Si he entendido bien, sigo estando en el gueto, ¿no?
—Se dice el barrio judío o Josefov —rectificó Adalbert en un tono doctoral—. Y puedes dar gracias a Dios, porque el doctor Meisel tiene unas manos de hada: la bala estaba a medio centímetro de tu corazón. No te habrían operado mejor en ningún gran hospital occidental.
—Por favor, quítame esto de encima y siéntate. Y dime cómo estás tú.
Adalbert retiró la bandeja, la dejó sobre una mesita, acercó uno de los sillones azules y se sentó.
—Gracias a Dios, tengo la cabeza dura, pero ese bruto al que no oí acercarse golpeó con ganas y tardé bastante en recobrar el conocimiento. En realidad, fue ese extraordinario rabino el que me reanimó. Al principio, cuando lo vi creía que estaba soñando: parece salido directamente de la Edad Media.
—No me extrañaría. Nada de lo que sucede aquí podría sorprenderme. Pero háblame de Aloysius. Liwa me ha dicho que está muerto, que uno de sus sirvientes se había encargado de él.
—Sí, y no es el único misterio. Yo no vi nada porque estaban atendiéndome en esta casa, pero sé que disparó contra el rabino y lo alcanzó en un brazo. En cuanto a él, la gente del barrio lo encontró a la mañana siguiente, tendido delante de la entrada del cementerio; no presentaba ninguna herida aparente, pero se hubiera dicho que le había pasado por encima una apisonadora.
—Supongo que avisaron al cónsul norteamericano y que éste ha organizado una buena.
Adalbert se pasó la mano por los rubios cabellos con el gesto que le era habitual, aunque con más comedimiento que de costumbre: debía de tener aún el cráneo bastante sensible.
—Pues la verdad es que no —repuso, suspirando—. Para empezar, descubrieron que Butterfield, que no se llamaba Butterfield sino Sam Strong, era en realidad un gánster buscado en varios estados de Estados Unidos. Y además, cuando el cónsul llegó al barrio, creyó que estaba en un manicomio. No te imaginas el terror que reina aquí desde el descubrimiento de ese cadáver insólito. La gente dice que el Golem ha hecho justicia porque ese impío osó disparar contra el gran rabino… ¿Por qué pones esa cara? No me dirás que tú también crees eso…
—No…, claro que no. Es sólo una leyenda.
—Pero aquí las leyendas perduran, sobre todo ésta. La gente cree que los restos de la criatura de Rabbi Loew descansan en el desván de la vieja sinagoga y que se han reconstruido varias veces a lo largo de los siglos para hacer justicia o sembrar el temor al Todopoderoso.
—Lo sé. También se dice que nuestro rabino es descendiente del gran Loew, quizás incluso su reencarnación, que posee sus poderes, que ha penetrado en los secretos de la Cábala…
Mientras hablaba, Aldo recordó la extraña impresión de que un lienzo de la pared se había puesto en movimiento en el momento en que él perdía el conocimiento. Butterfield había cometido la mayor ofensa, no sólo por disparar contra el hombre de Dios, sino por insultarlo, y en el propio recinto de su templo. ¿Y no había dicho antes Liwa que su sirviente se había encargado de él? Pero el único sirviente que Aldo conocía era el que el otro día lo había conducido ante Liwa: un hombrecillo mucho más bajo que el americano y absolutamente incapaz de aplastarlo bajo su peso.
La entrada de un hombre con bata blanca y un estetoscopio alrededor del cuello interrumpió la conversación. Adalbert se levantó y retrocedió para permitirle acercarse a la cama.
—Éste es el doctor Meisel —dijo.
El herido sonrió y tendió una mano que el cirujano tomó entre las suyas, fuertes y calientes. Se parecía a Sigmund Freud, pero su sonrisa rebosaba bondad.
—¿Cómo puedo darle las gracias, doctor? —murmuró Morosini—. Por lo que me han dicho, ha obrado usted un milagro.
—Sí, manteniéndolo tranquilo. Mientras ha estado dominado por la fiebre, nos ha dado mucha lata. Dicho esto, no ha habido ningún milagro. Usted posee una constitución fuerte y puede dar gracias a Dios por ello. Veamos cómo va la cosa.
En un profundo silencio, examinó a su paciente a conciencia y cambió el apósito colocado sobre el pecho, todo con una extraordinaria delicadeza.
—Todo está perfectamente —dijo por fin—. Ahora, lo que necesita sobre todo es reposo para garantizar la cicatrización y recuperar fuerzas alimentándose bien. Dentro de tres semanas lo dejaré libre.
—¿Tres semanas? ¡Pero no puedo seguir molestando tanto tiempo!