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—¡Qué vergüenza! ¡Esa mujer se comporta aquí como si estuviera en su casa! ¡Que salga, que vaya a ver a unos y otros, eso me da igual, es cosa suya, pero que invite a sus supuestos amigos, eso no lo soporto! Y desde que ha llegado esa cuñada…, no tengo nada contra ella, no, es extranjera, pero muy amable y bastante pánfila…, pues desde que está aquí, como decía, la «princesa» ha dado dos grandes recepciones en su honor. Pero ya te imaginarás que, cuando vino a anunciarme la primera, le dije lo que pensaba y que no debía contar conmigo para agasajar a su cuadrilla. Porque ahora tiene una cuadrilla, compuesta por unos cuantos pisaverdes que se la comen con los ojos, a ella y sus joyas, y por dos o tres cabezas de chorlito entre las que lamento constatar que está tu prima Adriana. A mí me parece que ésa ha perdido el juicio: lleva el pelo corto, enseña las piernas y de noche se pone una especie de camisas que no tapan gran cosa… Pero, volviendo a la primera fiesta, mi negativa a encargarme de organizaría no inmutó a la bella dama: lo encargó todo al Savoy, incluidos los camareros. ¡Personal extra aquí! ¿Te das cuenta? Un verdadero escándalo que me hizo llorar durante tres noches y enfadarme con Zaccaría, porque él se negó a abandonar su puesto y recibió a toda esa gente…

—Había que vigilar un poco —aventuró la voz tímida del mayordomo, cuya máscara napoleónica parecía caer cuando debía enfrentarse a los arrebatos de cólera de su esposa.

—Los ángeles y la Virgen se habrían encargado de hacerlo solos. Yo se lo había pedido y siempre me han escuchado. Así que deberías…

Aldo se decidió a participar en el combate:

—¡Para un momento, Celina! A mí también me gustaría que se oyese mi voz y tengo preguntas importantes que hacer. Pero antes ve a prepararme un café; hablaremos después. —Acto seguido, volviéndose hacia su viejo mayordomo, añadió—: Hiciste bien, Zaccaría. No puedo quitarle la razón a Celina; está en su derecho de negar sus servicios culinarios. Pero la casa la dejo en tus manos.

—Hicimos lo que pudimos, las muchachas y yo…, me refiero a las doncellas Livia y Prisca. Y el señor Buteau también me ayudó. Se instaló en su despacho e impedía el acceso allí y a la tienda.

—Os lo agradezco a los dos. Pero, dime una cosa: ¿cuándo ha llegado esa americana?

—Hace quince días. Su marido la acompañaba.

Aldo dio un bote en el asiento donde se recuperaba del cansancio de un viaje muy pesado para un convaleciente.

—¿Estaba aquí? ¿Sigismond Solmanski?… ¿Se ha atrevido a venir a mi casa?

—Bueno, no ha estado instalado en el palacio. Ni la condesa tampoco. Primero se alojaron en el Bauer Grünwald y luego, cuando él se marchó, su mujer se trasladó al Lido, que le parece mucho más alegre.

—¿Y adonde ha ido?

Zaccaría abrió los brazos en un gesto de ignorancia. Celina volvió en ese momento con una bandeja llena y anunció que las doncellas estaban preparando una habitación para el signor Adalberto.

—Si quieres hablar con la polaca, está aquí —añadió el genio familiar de los Morosini—. Espera despierta a su señora para ayudarla a… desvestirse. ¡Como si fuera un gran trabajo quitarse una especie de camisa adornada con perlas, debajo de la cual no lleva prácticamente nada!

—No, no merece la pena —dijo Morosini, consciente del temor que inspiraba a esa mujer consagrada a su señora hasta más allá de la muerte—. Nunca consigo sacarle más que una letanía incomprensible.

Se le estaba ocurriendo una idea de la que hizo partícipe a Vidal-Pellicorne: ¿y si fuera a saludar a la cuñada de su esposa momentánea para expresarle su pesar por no haber podido recibirla personalmente? Conocía lo suficiente a las americanas para imaginar que ésta apreciaría su gesto.

Mientras tanto, tal vez Adalbert consiguiera enterarse de algunos detalles hablando con Anielka.

Al día siguiente, hacia las once y media llegó al embarcadero del Lido pilotando él mismo su motoscaffo y se dirigió a grandes pasos al hotel del balneario.

Si temía que le pusieran objeciones para recibirlo, sus temores desaparecieron enseguida. Apenas acababa de entablar conversación con el director, al que conocía desde hacía mucho, cuando vio llegar a una joven vestida de piqué blanco, empuñando una raqueta de tenis y con el cabello rubio, un tanto alborotado, a duras penas sujeto por una cinta blanca. Al llegar a la altura de Aldo, al que miraba con unos grandes ojos azules muy abiertos, se sonrojó, se puso nerviosa y, al tratar de hacer una vaga reverencia, estuvo a punto de enredarse los pies, calzados con calcetines y zapatillas blancos, con la raqueta.

—Soy Ethel Solmans… ka —dijo, insegura todavía sobre las terminaciones polacas, con una voz cuyo acento nasal made in USA su visitante deploró—. Y, según me han dicho, usted es… el príncipe Morosini, ¿no?

No parecía salir de su asombro y observaba con una curiosidad ingenua pero claramente admirativa la alta silueta elegante y con clase, el alargado rostro de perfil arrogante coronado de cabellos morenos delicadamente plateados en las sienes, los brillantes ojos azul acero y la indolente sonrisa del recién llegado, que se inclinó cortesmente ante ella:

—En efecto, condesa. Encantado de presentarle mis respetos.

—¿El… el marido de Anielka?

—Sí. Bueno, eso dicen —respondió Aldo, que no tenía ningún interés en explayarse sobre su curiosa situación conyugal con esa pequeña criatura, bastante parecida a un bello objeto decorativo y quizá sin mucho más cerebro—. Me he enterado de que había sido invitada a mi casa sin que yo estuviera allí para recibirla y he venido a presentarle mis disculpas.

—Ah…, bueno, no era necesario —balbució, sonrojándose todavía más—, pero es un detalle haber venido hasta aquí… ¿Nos… nos sentamos y tomamos algo?

—Sería un placer, pero veo que se disponía a jugar al tenis y no quisiera privarla de su partido.

—Ah, no se preocupe por eso —dijo ella, y dirigiéndose a un grupo de jóvenes que la esperaban a cierta distancia añadió, elevando el tono de voz hasta un registro impresionante—: ¡No me esperéis! ¡El príncipe y yo tenemos que hablar!

Había dicho el título pavoneándose, cosa que divirtió a Morosini. Luego tomó a éste del brazo y lo condujo hacia la terraza, donde pidió un whisky con soda en cuanto estuvo instalada en uno de los cómodos sillones de rota.

Aldo pidió lo mismo y a continuación pronunció un breve discurso sobre las exigencias de la hospitalidad veneciana y su vivo pesar por haberse visto imposibilitado de cumplir con ellas, sobre todo tratándose de una persona tan encantadora. Ethel, que no cabía en sí de contento, encontró totalmente natural la pregunta finaclass="underline"

—¿Cómo es que su marido la deja sola en una ciudad tan peligrosa como Venecia? Para una mujer bonita, se entiende…

—Oh, con Anielka no estoy sola. Además, siempre hay mucha gente a mi alrededor.

—Me he dado cuenta. De todas formas, supongo que su esposo vendrá a buscarla en los próximos días.

—No. Tiene que ver a varias personas en Italia relacionadas con sus negocios.

—¿Sus negocios? ¿A qué se dedica?

Ethel sonrió con una inocencia conmovedora.

—No tengo ni la menor idea. Algo de banca, de importación… Al menos eso creo. Nunca quiere ponerme al corriente; dice que esas cosas complicadas no están hechas para el cerebro de una mujer. Lo único que sé es que tenía que ir a Roma, Nápoles, Florencia, Milán y Turín, desde donde se marchará de Italia. Todavía no me ha dicho dónde debo reunirme con él.