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—No te preocupes. Llevaré cuidado.

A partir de ese día, una vez que Adalbert se hubo marchado a París, una curiosa atmósfera se instaló en el palacio Morosini, convertido en una especie de templo del silencio. Anielka salía mucho con la camarilla americana, aunque ya no se atrevía a llevarla a casa. Aldo se concentraba en sus negocios y de vez en cuando hacía un corto viaje. Curiosamente, no volvió a ver a Ethel Solmanska: cuando, dos días después de su conversación, preguntó por ella en el hotel del balneario, le dijeron que la joven se había marchado repentinamente tras haber recibido un telegrama. No había dejado ninguna dirección a la que enviar el correo, que era prácticamente inexistente. Después de eso, Aldo fue a Roma para asistir a una subasta y también para tratar de encontrar el rastro de Sigismond. Una pérdida de tiempo. Pese a los numerosos conocidos que tenía en la Ciudad Eterna y a unas discretas indagaciones en los grandes hoteles, fue imposible enterarse de nada. Nadie había visto ni oído hablar del conde Solmanski. Había que resignarse.

—Debería guardar eso —dijo Guy Buteau—. Y sobre todo no perder las esperanzas respecto al futuro.

Morosini cerró el estuche de piel blanca, lo guardó en la caja fuerte y sonrió a su viejo amigo.

—Si usted lo dice, Guy… Pero reconozca que las cosas van mal. El procedimiento de anulación no ha avanzado ni un milímetro. Anielka, que padece náuseas de lo más evidentes, sólo se levanta de la cama para ir al sofá y viceversa; y cuando por casualidad me encuentro a Wanda, me mira con una mezcla de reproche, temor e incluso horror, como si estuviera envenenando a su señora. Para acabar, Simón Aronov ha desaparecido y el rubí, tres cuartos de lo mismo. ¡Un triste balance!

—Sobre este último punto, permítame que le dé un consejo: tenga paciencia. Hasta ahora ha tenido mucha suerte en este asunto, y la suerte no hay que forzarla. Espere simplemente que suceda algo, y si por desgracia no tuviera que ver nunca más al Cojo de Varsovia, sería mejor abandonar el proyecto y dejar que la Historia prosiguiera su camino.

—Eso lo veo muy difícil, Guy. Si de verdad la suerte del pueblo judío depende de ese pectoral, no tengo derecho a abandonar, y si me enterase de que Simón ha muerto, intentaría continuar. Sé dónde está el pectoral, ya que lo tuve en mis manos. Lo malo es que soy incapaz de encontrar en las bodegas y los sótanos del gueto de Varsovia el camino que conduce a su escondrijo secreto. Y debo añadir que Vidal-Pellicorne comparte mi determinación. Ninguno de los dos está dispuesto a darse por vencido. Por el momento, lo importante es recuperar ese maldito rubí, que debe de estar en manos de los Solmanski. Y eso es posible conseguirlo.

—En tal caso, no tengo nada más que decir. Me contentaré con rezar por usted, querido muchacho.

Ese apelativo cariñoso que no había empleado desde que Aldo era un adolescente, indicó a este último cuánta inquietud y ternura inspiraba a su antiguo preceptor. Por lo demás, éste no se equivocaba al pensar secretamente que la suerte aún podía sonreírle.

Esa noche, bastante tarde, sonó el teléfono. Aldo y Guy estaban en la biblioteca fumando un cigarro ante el primer fuego del otoño, cuando Zaccaría fue a decir que el señor Kledermann llamaba desde el hotel Danieli preguntando por su excelencia. Era el último nombre que Morosini esperaba oír y no se movió.

—¿Kledermann? ¿Qué querrá? —dijo, nervioso—. ¿Anunciarme la boda de Lisa?

Su voz súbitamente tensa pero vacilante hizo que el señor Buteau levantara las cejas, sorprendido y divertido a la vez.

—No tendría ningún motivo para hacer tal cosa —repuso con una gran suavidad—. ¿Acaso no recuerda que es un gran coleccionista y usted uno de los anticuarios más famosos de Europa?

—Exacto —masculló Aldo, un poco incómodo por haber exteriorizado el temor secreto que lo habitaba desde las pasadas Navidades: enterarse de que Lisa ya no se llamaba Kledermann—. Voy a atender la llamada.

Al cabo de un momento, la voz precisa del banquero zuriqués decía:

—Le ruego que me disculpe por molestarlo a una hora un poco tardía, pero acabo de llegar a Venecia y no tengo planeado quedarme mucho tiempo. ¿Puede recibirme mañana por la mañana? Me gustaría marcharme por la tarde.

—Un momento.

Aldo bajó al despacho para consultar su agenda. Ésa era al menos la excusa que se dio a sí mismo para que los latidos desacompasados de su corazón tuvieran tiempo de apaciguarse. Además, desde allí podía seguir hablando.

—¿Le va bien a las once?.

—Perfecto. A las once, entonces. Le deseo que pase una buena noche.

Fue una noche agitada. A la vez excitado y ligeramente inquieto, Aldo tuvo algunas dificultades para conciliar el sueño, pero acabó por descubrir que, en el fondo, se alegraba de recibir una visita que quizás aportara un poco de vida a una casa que se había vuelto singularmente sombría. La propia Celina ya no cantaba nunca, y eso hacía que las doncellas, impresionadas, parecieran desplazarse sobre suelas acolchadas. Así pues, a la hora convenida estaba de punta en blanco: con un traje príncipe de gales gris oscuro, iluminado por una corbata en tonos oro viejo, fingía estar absorto en el examen de un precioso collar antiguo de coral y perlas finas cuando Angelo Pisani abrió ante Moritz Kledermann la puerta de su gabinete. Aldo se levantó inmediatamente para recibirlo.

—Encantado de volver a verlo, querido príncipe —dijo el banquero estrechando cordialmente la mano que éste le tendía—. Usted es sin duda alguna el único hombre capaz de aclararme un pequeño misterio y de ayudarme al mismo tiempo a satisfacer mis deseos.

—Si está en mi poder, lo haré con mucho gusto. Siéntese, por favor… ¿Le apetece un café?

El banquero suizo, cuyo aspecto era el de un clergyman americano vestido en Londres, dispensó a su anfitrión una de sus contadas sonrisas.

—Me tienta. Sé que en su casa lo hacen especialmente bueno. Su ex secretaria me ha hablado mucho de él.

Por toda respuesta, Morosini llamó a Angelo para que se ocupase de que se lo sirvieran. Luego se sentó y, afectando indiferencia, preguntó:

—¿Cómo está?

—Bien, supongo. Ya sabe que Lisa es un ave migratoria que no da señales de vida con frecuencia, excepto a su abuela, con la que seguramente está ahora. Por cierto, ¿estaba satisfecho de sus servicios?

—Más que satisfecho. Fue una colaboradora insustituible.

Bajo las gafas con montura de carey, los ojos oscuros de Kledermann, parecidísimos a los de su hija, lanzaron un destello que iluminó su cara afeitada de rasgos finos y desapareció enseguida.

—Creo que aquí se encontraba muy a gusto —dijo— y lamento que las circunstancias me llevaran a dejar al descubierto su inocente estratagema… Pero no he venido a Venecia para hablarle de Lisa. La razón es la siguiente: dentro de quince días mi mujer celebrará su… cumpleaños coincidiendo con el aniversario de nuestra boda. Con ese motivo…

La llegada de Zaccaría con el café ayudó a Morosini a superar un ligero mareo: después de Lisa, oír hablar de Dianora, su antigua amante, era lo último que deseaba. Debidamente servido por Zaccaría, cuyos gestos solemnes ocultaban una viva curiosidad —él también le tenía mucho cariño a «Mina» y la llegada súbita de su padre constituía un acontecimiento—, Moritz Kledermann reanudó su discurso interrumpido.

—Con ese motivo, deseo regalarle un collar de rubíes y diamantes. Sé que quiere tener unos bonitos rubíes desde hace tiempo, y el azar, por decirlo de algún modo, ha traído hasta mis manos una piedra excepcional, seguramente procedente de las Indias, a juzgar por el color, pero sin duda muy antigua. Sin embargo, pese a mis conocimientos en historia de las joyas, y reconocerá que son amplios, no consigo averiguar de dónde ha salido. El hecho de que se trate de un cabujón me hizo suponer por un momento que podía ser otro resto del tesoro de los duques de Borgoña, pero…