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Tras haberle dado el abrigo a un sirviente, Aldo siguió al imponente personaje por la vasta escalera de piedra después de haber sido informado de que el señor esperaba al príncipe en su gabinete de trabajo.

Cuando Morosini entró, el banquero estaba leyendo un periódico que le mostró inmediatamente con expresión preocupada:

—¡Mire! Es el hombre que me vendió el rubí. Está muerto…

El artículo, acompañado de una foto bastante mala, anunciaba que habían sacado del lago el cadáver de un americano de origen italiano, Giuseppe Saroni, buscado por la policía de Nueva York. Lo habían estrangulado y arrojado al agua después de haberlo torturado. Seguía una descripción que acabó de despejar las últimas dudas de Aldo, si es que todavía le quedaba alguna: respondía exactamente a las características del hombre de las gafas negras.

—¿Está seguro de que es él? —preguntó a Kledermann, devolviéndole el periódico.

—Absolutamente seguro. Además, ése es el nombre que él me dio.

—¿Cómo pagó? ¿Con un cheque?

—Claro. Pero ahora estoy un poco preocupado, porque empiezo a preguntarme si no será una joya robada. Si fuera así y encuentran mi cheque, puedo tener problemas.

—Es posible. En cuanto a lo del robo, puede estar seguro. El rubí se lo quitaron de las manos al rabino Liwa hace tres meses en la sinagoga Vieja-Nueva de Praga. El ladrón huyó después de haberme alojado una bala a medio centímetro del corazón. El gran rabino Jehuda Liwa también resultó herido, pero no de gravedad.

—Es increíble. ¿Qué hacía usted en esa sinagoga?

—En el transcurso de su larga historia, el rubí perteneció al pueblo judío y fue objeto de una maldición. El gran rabino de Bohemia debía liberarlo del anatema. Pero no le dio tiempo; ese miserable disparó, huyó, y fue imposible encontrarlo.

—Pero…, en ese caso, ¿el rubí es suyo?

—No exactamente. Yo lo buscaba para un cliente y lo había encontrado en un castillo cerca de la frontera austríaca.

—¿Cómo puede estar seguro de que se trata del mismo? Al fin y al cabo, no es el único rubí cabujón.

—Lo más sencillo es que me lo enseñe. Supongo que confiará suficientemente en mi palabra para no ponerla en duda.

—Desde luego… Se lo enseñaré, pero primero vayamos a cenar. Debe de saber por su cocinera que un soufflé no espera. En la mesa me contará su aventura.

El mayordomo acababa de anunciar que el señor estaba servido. Mientras bajaba la escalera con su anfitrión, que hablaba de caza, Aldo iba pensando en cómo presentaría la historia. Mencionar el pectoral, aunque fuera de pasada, estaba descartado. Y también su aventura sevillana, y las extrañas horas vividas junto a Jehuda Liwa. En realidad, iba a tener que hacer buenos recortes aquí y allá, pues seguramente el banquero zuriqués no creía en nada relacionado, de cerca o de lejos, con lo fantástico, el esoterismo y las apariciones. Como buen coleccionista de joyas, debía de conocer las tradiciones maléficas vinculadas a algunas de ellas, claro está, pero ¿hasta qué punto era permeable a lo que el común de los mortales consideraba leyendas? Eso es lo que había que descubrir.

El soufflé estaba en su punto y Kledermann, que debía de sentir un gran respeto por su cocinero, sólo abrió la boca para degustarlo mientras hubo algo en los platos. Pero, cuando los sirvientes los hubieron retirado, vació de un trago su copa, llena de un delicioso vino de Neuchâtel, y abrió el fuego.

—Si no he entendido mal, me disputa la propiedad del rubí.

—De hecho, no, puesto que usted lo ha comprado de buena fe, pero moralmente sí. Sólo se me ocurre una solución: me dice cuánto ha pagado por él y yo se lo doy.

—A mí se me ocurre otra más sencilla: le doy yo a usted lo que pagó por él en Bohemia, teniendo en cuenta, por descontado, los riesgos que corrió para conseguirlo.

Morosini reprimió un suspiro: tal como había sospechado, se enfrentaba a un adversario duro de pelar. La belleza de la piedra había causado su efecto y Kledermann estaba dispuesto a pagar por ella el doble o el triple si era necesario. Cuando se ha despertado la pasión de un coleccionista, es muy difícil convencerlo de que renuncie.

—Comprenda que no es una cuestión de dinero. Si mi cliente está tan interesado en el rubí es porque quiere poner fin a la maldición que recae sobre él y que afecta a todos sus propietarios.

Moritz Kledermann se echó a reír.

—¡No me diga que un hombre del siglo XX, deportista y culto, cree en esas pamplinas!

—Que yo crea o no carece de importancia —dijo Aldo sin alterarse—. Lo que cuenta es mi cliente, que es también un amigo. Él está convencido, y la verdad es que, después de todo lo que he descubierto de la trayectoria del rubí desde el siglo XV, le doy la razón.

—Cuénteme, entonces, todo eso. Ya sabe lo que me apasiona la historia de las joyas antiguas.

—Ésta empieza en Sevilla, poco antes de que fuera instituida la Inquisición. Reinaban los Reyes Católicos y el rubí pertenecía a un converso rico, Diego de Susan, pero la comunidad judía lo consideraba sagrado. Desde las primeras frases, Aldo notó que había despertado la curiosidad apasionada de su anfitrión. Lentamente, ciñéndose a la Historia y sin mencionar sus propias aventuras, se remontó en el tiempo: la piedra cedida a la reina Isabel por la Susona, la parricida; Juana la Loca y su pasión desmesurada; el robo y la venta de la joya al embajador del emperador Rodolfo II; el regalo de ésta por parte de Rodolfo a su bastardo preferido y, finalmente, la recuperación del rubí por él mismo y Vidal-Pellicorne «en un castillo de Bohemia cuyo propietario estaba sufriendo grandes reveses económicos». Del fantasma de la Susona, del enamorado de Tordesillas, de la evocación de la sombra imperial en la noche de Hradcany y de la violación de la tumba abandonada, ni una palabra, por supuesto. En cuanto a sus relaciones con el gran rabino, Morosini reveló simplemente que, siguiendo el consejo de Louis de Rothschild, había ido a hacerle algunas preguntas igual que se las había hecho a otras personas. Sin embargo, no dejó de insistir en los desastres que habían jalonado la trayectoria de la gema sangrienta.

—Yo mismo fui víctima de la maldición en la sinagoga, y el que se la vendió acaba de pagarlo con su vida.

—Eso es un hecho, pero… ¿no tiene miedo su cliente de esa presunta maldición?

—Es judío, y sólo un judío puede borrar el anatema lanzado por el rabino de Sevilla.

Kledermann guardó silencio unos instantes y luego dejó que una sonrisa maliciosa animara sus facciones un poco severas. Estaban tomando el café y ofreció un suntuoso habano a su invitado, al que dejó tiempo de encenderlo y de apreciar su calidad.

—¿Y usted le cree? —preguntó por fin.

—¿A quién, a mi amigo? Por supuesto que le creo.

—Sin embargo, debería saber de qué son capaces los coleccionistas cuando está en juego una pieza tan rara y tan preciosa. ¡Una piedra sagrada!… ¡Un símbolo de la patria perdida que encierra todas las miserias y todos los sufrimientos de un pueblo oprimido!… Yo quisiera creerle, pero de lo que usted acaba de referirme lo que se deduce es que se trata ante todo de una joya cargada de historia. ¿Se da cuenta? Isabel la Católica, Juana la Loca, Rodolfo II y su terrible hijo bastardo. Tengo piedras que no son ni la mitad de apasionantes.

—El hombre que me ha pedido esta joya no utilizaba ninguna estratagema. Lo conozco demasiado bien para sospechar una cosa así; para él es una cuestión de vida o muerte.