—¿Qué es eso?… ¡Dios mío!… ¡Es espléndido!
Tras quitarse el amplio abrigo ribeteado de zorro azul, a juego con el sombrero, lo dejó caer sobre la alfombra como si fuera un simple papel arrugado, se precipitó sobre el rubí y lo cogió antes de que su esposo pudiera impedirlo. Estaba radiante de contento. Con la piedra entre las manos, se acercó a Kledermann.
—¡Queridísimo Moritz! Nunca has vacilado en remover cielo y tierra para complacerme, pero esta vez me colmas de alegría. ¿Dónde has encontrado este maravilloso rubí?
Se había olvidado de Aldo, pero éste no estaba dispuesto a dejarse excluir: lo que estaba en juego era demasiado importante.
—Fui yo el primero en encontrarlo, señora. Su esposo se lo ha comprado, sin saber nada, por supuesto, al hombre que me lo robó. En este momento me disponía a darle lo que ha pagado por él —añadió, arrancando el cheque.
Dianora volvió hacia él sus ojos transparentes, que lanzaban destellos de cólera.
—¿Está diciéndome que pretende llevarse «mi» rubí?
—Yo sólo pretendo que se haga justicia. La piedra ni siquiera es mía. La había comprado para un cliente.
—Cuando se trata de mí, no hay clientes que valgan —dijo la joven con arrogancia—. Aparte de que nada garantiza que esté diciendo la verdad. Los coleccionistas como usted no vacilan en mentir.
—Cálmate, Dianora —intervino Kledermann—. Precisamente estábamos discutiendo el asunto cuando has llegado. No sólo no había aceptado el cheque del príncipe, sino que pensaba ofrecerle yo uno para compensarlo por los perjuicios sufridos a causa de un ladrón…
—Todo eso me parece muy complicado. Respóndeme con franqueza, Moritz, ¿has comprado esa joya para mi cumpleaños, sí o no?
—Sí, pero…
—¡Nada de peros! ¡Entonces es mía y me la quedo! La haré montar como a mí me…
—Debería dejar que su marido desarrolle ese «pero» —intervino Aldo—. Merece la pena. El hombre que le vendió la piedra acaba de ser encontrado en el lago… estrangulado. Y hace tres meses disparó contra mí y estuvo a punto de matarme.
—Dios mío…, ¡qué excitante! Razón de más para quedárselo.
Y Dianora se echó a reír en la cara de Morosini, que se preguntó cómo había podido estar a punto de morir de amor por esa loca. ¡Tanta belleza, y menos cerebro que un guisante!, pensó mientras miraba a la joven evolucionar por el gabinete de su esposo. Los años se deslizaban sobre ella como un agua vivificadora. Sobre su imagen actual, veía la de la Dianora que había conocido una Nochebuena en casa de lady de Grey. ¡Un hada nórdica! ¡Una sílfide de las nieves en la envoltura escarchada de su vestido del color de los glaciares, que tan tiernamente ceñía las curvas de un cuerpo juvenil tan arrebatador como el rostro! Había vuelto a verla dos veces: en Varsovia, donde habían recuperado por una noche las locas delicias de otros tiempos, y en la boda de Eric Ferráis con Anielka Solmanska. En aquella ocasión, Aldo no había sucumbido al poder de su encanto. Aunque únicamente porque era prisionero del de la bonita polaca. Esa noche no podía evitar pensar que se parecían de un modo peculiar.
Al igual que Anielka, Dianora seguía la nueva moda, al menos en su forma de vestir, pues había conservado intacta su magnífica cabellera de seda clara (¿quizá para no disgustar a un marido tan fastuoso?). El fino vestido de punto, de un gris azulado, mostraba hasta por encima de las rodillas unas piernas perfectas y permitía adivinar la gracia del cuerpo, todavía delgado y libre de trabas, que cubría. En ese momento, la joven pasaba un brazo por debajo del de su esposo dirigiéndole una mirada de tierna súplica. En cuanto a él, si un rostro había expresado alguna vez la pasión, era el de ese hombre de aspecto tan severo y frío. Quizá todavía quedaba una carta por jugar.
—Sea razonable, señora —dijo Morosini con suavidad—. ¿Qué marido enamorado podría aceptar con agrado ver a la mujer que ama en peligro? Y ése será su caso si se obstina en conservar esa terrible piedra.
Ella, todavía del brazo de Kledermann y con la mirada perdida en la suya, se encogió de hombros.
—¡No importa! Mi esposo es lo bastante fuerte, poderoso y rico para protegerme de cualquier peligro. Está perdiendo el tiempo, querido Morosini. Jamás, ¿lo oye?, jamás le devolveré esa joya. Estoy segura de que para mí será un verdadero talismán de felicidad.
—De acuerdo. Usted acaba de ganar esta batalla, señora, pero yo no pierdo la esperanza de ganar la guerra. Quédese el rubí, pero, se lo suplico, reflexione. No tengo por costumbre asustar a la gente, pero debe saber que conservándolo lo que va a atraer es la desgracia. Le deseo buenas noches… No, no me acompañe —añadió, dirigiéndose a Kledermann—. Conozco el camino y voy a volver al hotel a pie.
Kledermann se echó a reír y, soltando a su mujer, se acercó a su invitado rebelde.
—¿Sabe que está a unos cuantos kilómetros? Y los zapatos de charol no son precisamente el calzado más cómodo para andar tanto. No sea mal perdedor, querido príncipe, y permita que mi chófer lo acompañe. O, si no, déjeme prestarle unos botines.
—¿Está decidido a no dejarme tomar la iniciativa en nada esta noche? —dijo Aldo con una sonrisa que no hizo extensiva a Dianora—. Acepto el coche. Escogería los botines, pero temo la mirada reprobadora del recepcionista del Baur.
Había parado de llover cuando el largo coche se deslizó sobre el jardín mojado. El cielo se aclaraba, pero una humedad fría subía de las aguas negras del lago y toda la carretera que llevaba hacia el centro de la ciudad estaba llena de grandes charcos en los que temblaba la luz invertida de las farolas. Ya era tarde y, con el mal tiempo que hacía, las calles estaban desiertas. Pese a su brillante iluminación, Zúrich estaba triste esa noche y Aldo dedicó un pensamiento de agradecimiento a Kledermann: un largo paseo por ese desierto chorreante no habría resultado nada agradable. En el fondo, estaría igual de bien en la cama para pensar en el problema tal como lo planteaba ahora el matrimonio Kledermann. No tenía ni idea de cómo iba a poder solucionarlo. Ni siquiera con la ayuda de Adalbert. Como no cometieran un robo en toda regla en el palacio Kledermann…
Seguía dándole vueltas al asunto cuando se adentró en el ancho pasillo cubierto de gruesa moqueta que conducía a su habitación. Al llegar ante la puerta, metió la llave en la cerradura… y olvidó sus preocupaciones: un golpe en la nuca, y se desplomó como una prenda tirada sobre la mullida alfombra, que amortiguó el ruido de su caída.
Cuando se despertó, estaba acostado en una estrecha cama metálica, en un cuarto tan tristemente amueblado que un trapense no lo habría querido. Una lámpara de petróleo sobre una mesa iluminaba unas paredes agrietadas y mugrientas. Al principio creyó que estaba sufriendo una pesadilla, pero su boca pastosa y su cráneo dolorido abogaban por una desagradable realidad, sin que lograra comprender qué era lo que le pasaba. Sus pensamientos, al ir ordenándose, fueron devolviéndole poco a poco sus últimos gestos conscientes: se veía ante la puerta de su habitación, metiendo la llave en la cerradura. Después, un agujero negro. La pregunta, entonces, era la siguiente: ¿cómo había podido pasar de los pasillos de un hotel internacional a esa cueva de mala muerte? ¿Era siquiera concebible que sus agresores hubieran conseguido, incluso en plena noche, sacarlo de allí y llevarlo a otra parte?
Y otra cosa más curiosa aún: podía moverse libremente, no lo habían atado. Así que se levantó y se acercó a la única ventana, estrecha y protegida por postigos firmemente atrancados. En cuanto a la puerta, aunque vetusta, estaba provista de una cerradura nueva contra la que Aldo se declaró impotente. Él no poseía las habilidades de su amigo Adalbert y lo lamentó.