—Bueno —dijo Ulrich—, ¿no dice nada?
—Una noticia como ésta merece pensar un poco en ella, ¿no?
—Quizá, pero me parece que ya es suficiente.
Morosini puso una cara que confiaba en que resultara suficientemente angustiada.
—No le habrá hecho daño, supongo.
—Todavía no, e incluso diría que está recibiendo muy buen trato.
—En ese caso, no tengo elección. ¿Qué quiere exactamente?
—Ya se lo he dicho: el rubí.
—No pensará que voy a ir a buscarlo esta noche… Y mañana, el rubí será enviado a algún joyero para que lo monte, con la finalidad de que la señora Kledermann lo reciba como regalo de cumpleaños.
—¿Cuándo es el cumpleaños?
—Dentro de trece días.
—¿Usted estará allí?
—Claro —dijo Aldo, encogiéndose de hombros con una lasitud bien simulada—. A no ser que me retenga aquí.
—No sé de qué podría servirme metido en este agujero. Ahora escúcheme bien. Vamos a llevarlo a la ciudad, donde estará a mi disposición. Y, por supuesto, ni se le ocurra acercarse a la policía; me enteraría y su mujer sufriría las consecuencias. No se le ocurra tampoco marcharse del hotel. Me pondré en contacto con usted. Mientras tanto, puede tratar de enterarse de qué joyero se encarga de montar la piedra.
Ulrich se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero se volvió antes de abrirla.
—No ponga esa cara. Si las cosas van como yo quiero, es posible que usted salga beneficiado.
—No sé en qué.
—¡Vamos, piense un poco! En el caso de que, gracias a usted, yo pudiera visitar la cámara acorazada de Kledermann, quizá le daría el rubí.
—¿Cómo? —dijo Aldo, estupefacto—. Yo creía…
—Los Solmanski lo quieren a toda costa, pero que lleguen a tenerlo o no a mí me tiene sin cuidado. Había que ser tan corto como Saroni para creer que un objeto como ése se podía vender discretamente. En la caja fuerte de un banquero debe de haber cosas para llenarse los bolsillos más fácilmente.
—Hay muchas joyas históricas, nada fáciles de vender tampoco.
—No se preocupe por eso. En América se vende todo, y a precios más interesantes que aquí. ¡Hasta pronto!
Sentado en la cama, Aldo le dirigió un vago saludo levantando la mano con gesto negligente. Al cabo de un momento, el batracio llamado Archie entraba de nuevo, exhibiendo lo que él creía que era una sonrisa.
—Vamos a llevarte a la ciudad, amigo —dijo.
Morosini no tuvo tiempo de pronunciar una sola palabra: un golpe propinado con una cachiporra a una velocidad increíble lo envió de nuevo al país de los sueños.
El segundo despertar se produjo en unas circunstancias todavía menos confortables que el primero; en la casa desconocida, al menos había una cama. Esta vez, Morosini abrió los ojos en un universo oscuro, frío y húmedo. Enseguida se dio cuenta de que lo habían dejado sobre una extensión de césped rodeada de árboles. Más allá se veía el lago, unos embarcaderos, unos restaurantes. Seguía siendo de noche y las farolas seguían encendidas. Tiritando pese al abrigo de vicuña, que habían tenido el detalle de ponerle, Aldo localizó rápidamente las luces del Baurau-Lac a una distancia que no le pareció excesiva. Aunque le dolía la cabeza, se puso a correr con la triple finalidad de salir cuanto antes del jardín, volver a su habitación y entrar en calor.
Cuando entró en el vestíbulo del hotel, el recepcionista se permitió arquear una ceja al ver regresar en tan deplorable estado a un cliente aparentemente sobrio y que creía que llevaba horas acostado, pero se hubiera dejado cortar la lengua antes que atreverse a hacer una sola pregunta. Aldo lo saludó haciendo un vago ademán con la mano y se dirigió tranquilamente hacia el ascensor, ya que había encontrado la llave de su habitación en un bolsillo.
Una ducha caliente, dos aspirinas, y se metió en la cama rechazando firmemente todo pensamiento desfavorable al sueño. Primero, dormir; después, ya vería.
No eran mucho más de las diez cuando se despertó, más repuesto de lo que había temido. Empezó por encargar un copioso desayuno; luego pidió una comunicación telefónica con Venecia. Aunque no acababa de creérsela, esa historia del secuestro de Anielka le inquietaba. Si era verdad, ¿encontraría su casa patas arriba y quizás incluso invadida por la policía? No había sucedido nada de eso: la voz que le respondió —la de Zaccaría— era tranquila y apacible, incluso cuando Aldo dijo que quería hablar con su mujer.
—No está —contestó el fiel sirviente—. Su viaje ha hecho que le entren ganas de moverse: se ha ido a pasar unos días a casa de doña Adriana.
—¿Se ha llevado equipaje?
—Desde luego. Lo necesario para una breve estancia. ¿Algo va mal?
—No, no te preocupes. Sólo quería decirle una cosa. Oye, ¿y Wanda se ha ido con ella?
—Por supuesto.
—Perfecto. Telefonearé a casa de mi prima.
Allí no tuvo más éxito. Una voz masculina y arrogante le informó de que ni la condesa Orseolo ni la princesa Morosini estaban en casa; las dos damas se habían marchado de Venecia el día anterior por la mañana en dirección a los grandes lagos. No habían dejado ninguna dirección, pues no sabían aún dónde se instalarían.
—¿Y usted quién es? —preguntó Aldo, al que no le gustaban ni el tono ni la voz del personaje.
—Soy Cario, el nuevo sirviente de la señora condesa. ¿Desea su excelencia saber algo más?
—Nada más, gracias.
Aldo colgó. Bastante perplejo. Lo que sucedía en Venecia era todavía más extraño de lo que había creído. ¿Dónde estaba Anielka? ¿Era prisionera de Ulrich o una apacible turista en el lago Mayor? A no ser que las dos mujeres, más Wanda, hubieran sido secuestradas a la vez, o que Adriana, no contenta con mantener relaciones con el circo Solmanski, hubiera trabado otras con los gánsteres yanquis. Y luego estaba ese nuevo criado tan singular: su nombre era italiano, pero, a juzgar por su acento, Morosini se inclinaba a pensar que Karl o Charlie serían más apropiados para él. ¿Qué significaba exactamente todo eso?
Una larga sucesión de interrogantes lo mantuvo ocupado hasta la escandalosa llegada de Adalbert y de su Amilcar descapotable rojo vivo, forrado de piel negra, que valió a su propietario la mirada admirativa del aparcacoches, convencido de que se trataba de un escapado de la Targa Florio o de la nueva carrera de las Veinticuatro Horas de Le Mans. A Morosini no le hizo gracia.
—¿No podías venir en tren como todo el mundo? —refunfuñó.
—Si querías permanecer en la clandestinidad, tenías que haberlo dicho… y haberte alojado en un albergue rural. Pero ¿de verdad debemos pasar inadvertidos? En cuanto a mi «carro», como dicen los canadienses, ahora está repleto de carburadores, compresores y no sé qué más, que lo convierten en una auténtica bomba. En caso de necesidad, eso siempre puede venirnos bien. Y tú estás de malas pulgas, ¿eh? ¿Problemas?
—Si en una sola noche, la última, te hubieran golpeado y dejado sin sentido dos veces, no verías la vida tan de color rosa. En cuanto a los problemas, llueven por todas partes.
—Vamos a tomar una copa al bar y me lo cuentas todo.
En el bar no había casi nadie y los dos hombres, sentados a una mesa apartada bajo una palmera plantada en una maceta, pudieron hablar tranquilamente. O más bien Aldo pudo hablar mientras Adalbert degustaba un cóctel y de vez en cuando sorbía por la nariz. Hasta el punto de que Morosini, un poco molesto, acabó por preguntarle si estaba resfriado.
—No, pero he descubierto que sorber es un medio que permite expresar todo tipo de matices: la tristeza, el desdén, la cólera… Así que estoy practicando. Lo que no impide que nos encontremos, sobre todo tú, en una situación difícil. Es una historia realmente demencial, pero te aplaudo con las dos manos por tu actitud frente al gánster. Has hecho bien entrando en su juego, e incluso me pregunto si eso no nos permitirá conseguir que metan en chirona a toda la banda.