Выбрать главу

—¿Tú crees?

—Pues claro. El hecho de que Ulrich actúe por su cuenta es muy bueno. ¿Podemos soñar con algo mejor que con un enfrentamiento entre ellos?

—De acuerdo, pero ¿qué pasa con Anielka?

—Me apostaría el cuello a que no la ha secuestrado nadie y a que ese tipo se ha tirado un farol. Simplemente ha aprovechado unas circunstancias favorables, y si yo fuera tú no me preocuparía más de la cuenta.

—¡Pero si no me preocupo «más de la cuenta»! Lo que ocurre es que no quisiera dar un paso en falso del que ella fuera víctima. Aparte de eso, ¿tú qué crees que debemos hacer?

—Para empezar, te propongo que nos repartamos el trabajo: tú podrías tener una conversación con la bella Dianora para intentar hacerla entrar en razón. Mientras tanto, yo iré a ver si Wong sigue en Zúrich y si sabe dónde se encuentra Simón en estos momentos.

—¿Qué quieres de él?

—Saber si tiene una copia del rubí tan fiel como las del zafiro y el diamante. Sería el momento idóneo para mandárnoslo.

—Desde luego, pero olvidas que el rubí debe de haber sido llevado ya a un joyero para que le ponga la suntuosa montura digna de su nueva propietaria.

—Antes de que proceda a engastarlo, pasarán unos días, ¿no? Habría que hacer el cambio en el establecimiento del artista. Si consiguiéramos la copia, creo que no tendríamos muchas dificultades en conseguir que Kledermann o su mujer nos llevase a admirar la maravilla. Yo acabo de llegar y estoy deseoso de contemplarla.

—¿Y te sientes capaz de hacer el cambio delante de tres o cuatro personas?

—¡Válgame Dios! Desde luego que sí. Algo me dice que en ese momento me sentiría inspirado —dijo Adalbert alzando hacia el techo una mirada angelical—. Aunque, por descontado, preferiría que la señora Kledermann se mostrara razonable y aceptara tu collar.

—Lo intentaré, pero dudo mucho de que lo consiga. Si la hubieras visto delante del rubí…

—Trata al menos de averiguar quién es su joyero. Iremos a dar una vuelta por su establecimiento. En buena lógica, debería ser Beyer, pero aquí hay unos cuantos.

—De acuerdo. Mañana iré a verla a una hora en que por lógica Kledermann estará en el banco. Llevaré el collar y a ver qué pasa. Esta noche, si te parece bien, cenamos y voy a acostarme. Y te aconsejo que tú hagas lo mismo. Debes de estar cansado del viaje.

—¿Yo? Estoy más fresco que una rosa. Creo que voy a ir esta misma noche a hacer una visita a Wong. No disponemos de mucho tiempo, y cuanto menos perdamos, mejor.

Aldo no tuvo que estar mucho rato preguntándose cuál sería la hora más apropiada para su entrevista con Dianora: en la bandeja del desayuno, un sobre alargado destacaba entre el cestillo del pan y el tarro de miel. Era una invitación formal para ir a tomar el té hacia las cinco a la villa Kledermann.

—¡Por fin algo positivo! —comentó Vidal-Pellicorne, que había vuelto de su expedición nocturna con las manos vacías—. Empezaba a pensar que el Dios de Israel estaba en nuestra contra.

—¿No encontraste a nadie en casa de Wong?

—Ni a un alma; sólo ventanas cerradas a cal y canto, puertas atrancadas y toneladas de lluvia cayendo encima. Volveré esta tarde para tratar de averiguar algo entre los vecinos. Los chinos no abundan en el país de los helvecios, así que sus idas y venidas deben de despertar curiosidad.

—A lo mejor ha ido a reunirse con Aronov.

—Si la casa está vacía, hoy lo sabré con seguridad. Es posible que Wong no me oyera aunque estuviese allí anoche.

—¿Y no intentaste entrar? Normalmente las puertas no se te resisten mucho tiempo.

—Si Wong se ha marchado, habría sido una pérdida de tiempo. Además, es preferible reconocer de día el objetivo, sea cual sea, antes de atacarlo de noche.

—Dependiendo de lo que averigües, podríamos ir juntos esta noche.

Eran las cinco en punto cuando un taxi dejó a Morosini delante de la escalinata que ya conocía. Como la lluvia también había acudido a la cita, se desarrolló el mismo ceremonial de la otra noche hasta el final de la escalera, donde el mayordomo, en lugar de ir hacia el despacho, giró a la izquierda y abrió una doble puerta: la señora esperaba a su excelencia en sus aposentos privados.

Aunque la denominación hizo fruncir ligeramente el entrecejo al visitante, éste enseguida se tranquilizó: el salón donde lo introdujeron, de un irreprochable estilo Luis XVI, parecía mucho más un museo que un gabinete propicio para toda clase de abandonos. En cuanto a la mujer que entró en él cinco minutos después, estaba en perfecta armonía con el aspecto suntuoso aunque una pizca demasiado afectado de la decoración: vestido de crespón gris nube de manga larga, cuyo drapeado terminaba en un chal anudado alrededor del cuello y servía de base a un collar de tres vueltas de finas perlas a juego con las que adornaban las orejas de la dama. Dianora jamás había aparecido ante Aldo vestida de forma tan austera, pero éste recordó que la protestante Zúrich debía de imponer a sus hijos católicos, aunque fueran multimillonarios, un comportamiento un tanto solemne.

Dianora ofreció a su visitante una mano regia, cargada de preciosos anillos, y una sonrisa burlona.

—¡Qué amable has sido aceptando mi invitación, querido amigo, pese a lo poco protocolaria que era!

—No te disculpes. Pensaba pedirte una entrevista. Tengo que hablar contigo.

—Dicen que las grandes mentes coinciden. Traerán el té dentro de un momento y después tendremos todo el tiempo que queramos para charlar.

Se limitaron, pues, a intercambiar los comentarios comunes de rigor hasta que el mayordomo, flanqueado por dos camareras, hubo dispuesto ante Dianora la bandeja con el servicio de té, de corladura y porcelana de Sajonia, y en dos mesas contiguas, platos con emparedados, pastas, galletas y bombones, todo en cantidad suficiente para una decena de personas.

Mientras la señora Kledermann procedía a una «ceremonia del té» casi tan complicada como en Japón, Morosini no podía evitar admirar la gracia perfecta de esa mujer de la que había estado perdidamente enamorado diez años antes. Parecía haber descubierto el secreto de la eterna juventud. El rostro, las manos, la sedosa cabellera clara, todo estaba liso, fresco, y no presentaba ningún defecto. Exactamente igual que antes. En cuanto a los grandes ojos de largas pestañas, su color aguamarina conservaba el mismo brillo. Aunque para él era un descubrimiento reciente, Aldo comprendía la pasión del banquero por esa obra maestra humana pese a que él mismo ya no era sensible a ella; prefería con mucho las pecas y la sonrisa traviesa de Lisa.

—Déjame adivinar de qué asunto quieres hablar conmigo —dijo Dianora dejando la taza, de la que acababa de beber—. ¿Qué nos apostamos a que se trata del rubí?

—No era muy difícil de adivinar. Tenemos que hablar muy seriamente sobre él. Esta historia es mucho más grave de lo que imaginas.

—¡Qué tono tan siniestro! Te he conocido más alegre, querido Aldo…, ¿o debemos olvidar que fuimos amigos?

—Algunos recuerdos no se borran nunca, y precisamente en nombre de esta amistad te pido que renuncies a esa piedra.

—¡Demasiado tarde! —dijo ella con una risita divertida.

—¿Cómo que demasiado tarde?

—Aunque quisiera, y no es el caso, me sería imposible devolvértela. Moritz salió para París ayer por la mañana. Sólo Cartier le parece digno de componer el marco apropiado para esa maravilla.