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—Es fácil —dijo Anielka—. Tiene a los dos delante de usted. Uno ha disparado y el otro ha aprovechado el tumulto para apoderarse del collar.

—Si se refiere a mí —saltó Vidal-Pellicorne—, estaba en el salón de juego cuando ha sucedido. Usted estaba más cerca, usted o… su hermano. Por cierto, ¿dónde se ha metido?

—No sé, estaba aquí hace un momento, pero mi cuñada es muy impresionable y ha debido de acompañarla fuera.

—Comprobaremos todo eso —intervino de nuevo el policía—. Caballeros, con su permiso voy a cachearlos.

Aldo y Adalbert se dejaron registrar de muy buen grado y, por supuesto, no les encontraron nada.

—Yo en su lugar —dijo Morosini— iría a ver si la condesa Solmanska se encuentra mejor y a comprobar lo que su esposo lleva en los bolsillos.

—Enseguida nos ocuparemos de eso. Pero primero debo señalarle que no me ha dicho dónde estaba en el momento en que han disparado contra la señora Kledermann.

—Estaba conmigo, inspector.

Ante los ojos maravillados de Aldo, Lisa había salido de detrás de una columna y avanzaba hacia su padre, a quien asió una mano con ternura.

—¿Tú aquí? —dijo éste—. Creía que no querías asistir a la fiesta.

—Cambié de opinión. Estaba bajando la escalera para ir a darle un beso a Dianora cuando vi a Aldo…, quiero decir al príncipe Morosini, salir de la sala con la clara intención de ir a fumar un cigarrillo fuera. Me sorprendió verlo, y me alegré porque somos viejos amigos. Nos saludamos y salimos juntos.

—¿Estaban fuera y no vieron nada? —refunfuñó el policía.

—Estábamos en el lado opuesto al salón de baile. Ahora, inspector, le ruego que deje a todas estas personas regresar a su casa. No tienen nada que ver con el asesinato y desde luego su autor no está entre ellas.

—Antes de dejarlos irse, les preguntaremos si han visto algo. Mire, ya llegan mis hombres —añadió mientras un grupo de policías entraba en la sala.

—Comprenda que mi padre necesita tranquilidad, que queremos estar solos y que quizá sería preferible no dejar a su esposa tendida en el suelo.

El tono de Lisa era severo. El inspector cedió inmediatamente.

—Trasladaremos a la señora Kledermann a sus aposentos y podrá ocuparse de ella… Yo me encargo de todo lo demás. Caballeros —añadió, volviéndose hacia Aldo y Adalbert—, háganme el favor de quedarse un momento para aclarar ciertos detalles. Usted también, señora, por supuesto… Pero ¿dónde está? —exclamó al constatar que Anielka había desaparecido.

—Ha dicho que iba a buscar a su hermano —dijo un sirviente.

—Está bien, la esperaremos.

Dos agentes se acercaban para retirar el cuerpo de la desdichada Dianora, pero su esposo se interpuso:

—¡No la toquen! La llevaré yo.

Con una fuerza que parecía incompatible con su largo cuerpo delgado, el banquero levantó la forma inerte y se dirigió con paso decidido hacia la gran escalera. Su hija se dispuso a seguirlo, pero Aldo intentó retenerla:

—¡Lisa! Quisiera decirle…

Ella le dirigió una débil sonrisa.

—Sé todo lo que podría decirme, Aldo, pero no es el momento. Ya nos veremos. Por ahora, el que me necesita es él.

Con el corazón encogido, Morosini miró cómo su delgada figura blanca seguía la cola de terciopelo negro que se deslizaba detrás de Kledermann. El inspector se acercó a Morosini.

—¿Hace mucho tiempo que conoce a la señorita Kledermann?

—Unos años, pero llevaba meses sin verla y me he alegrado mucho de encontrarla aquí esta noche.

El policía, que sin duda jamás imaginaría lo feliz que le había hecho la aparición de la joven, no insistió en esa cuestión.

—Su mujer tarda mucho en volver —dijo—. Voy a buscarla.

Aldo no se atrevió a acompañarlo. Junto a la puerta, varios agentes anotaban los nombres de los invitados y hacían constar la ausencia de testimonios antes de dejarlos marchar. Éstos, resignados, formaban una larga cola que poco a poco se reducía. Aldo cogió un cigarrillo después de haber ofrecido otro a su amigo. Los dos hombres, conscientes de estar rodeados de policías, no decían nada. Cuando por fin el inspector —se llamaba Grüber— regresó, estaba de un humor de perros.

—¡No he encontrado a nadie!… ¡A nadie!… Y en el guardarropa me han dicho que la dama del vestido de lentejuelas negras había recogido su abrigo hacía un momento. En cuanto a la cuñada, no sé si se encontraba mal, pero en el guardarropa también han visto, poco después del disparo, a un apuesto joven moreno acompañado de una dama con un vestido azul cielo que lloraba desconsoladamente pero no parecía a punto de desmayarse. Y han salido de la casa como alma que lleva el diablo.

«Tenían sus motivos —pensó Aldo—. Llevaban el collar que Sigismond o la propia Anielka han birlado.» No obstante, se guardó mucho de expresar su opinión, pues eso sólo le habría servido para incrementar las sospechas que recaían sobre él. De todas formas, no se libró de las preguntas de Grüber.

—En cualquier caso —dijo éste, sacando un cuaderno de notas—, es su familia, así que deme sus direcciones.

—La única dirección que conozco de un cuñado que no cuenta con mi aprecio es el palacio Solmanski, en Varsovia. Su mujer es norteamericana y creo recordar que en la otra orilla del Atlántico viven en Long Island, en Nueva York. En cuanto a… mi «mujer», vive en Venecia, en el palacio Morosini.

El policía se puso colorado.

—¡No se burle de mí! Lo que quiero es la dirección de aquí.

—¿La mía? Hotel Baurau-Lac —contestó Aldo con la mayor calma del mundo—. Pero no piense que ellos están instalados también ahí. Ignoro dónde se alojan.

—¿Quiere hacerme creer que su mujer no vive con usted?

—Tendrá que creerlo, porque es un hecho. Ya ha visto hace un momento las relaciones tan afectuosas que mantenemos. Yo he sido el primer sorprendido de verla aquí; creía que estaba en los lagos italianos con una prima.

—Los encontraremos. ¿Tienen amistades aquí?

—No lo sé. En cuanto a las mías, se reducen a la familia Kledermann.

—¡Perfecto! Puede regresar a su hotel, pero seguramente tendré que volver a verlo. No se marche de Zúrich sin mi autorización.

—¿Podemos despedirnos de la señorita Kledermann antes de irnos?

—No.

Los dos hombres se dieron por enterados y fueron a buscar sus abrigos. Fue Ulrich quien le dio el suyo a Morosini.

—¿Sabe dónde viven? —preguntó este último.

—Sí. Dentro de una hora nos vemos en su habitación.

El gánster medio arrepentido cumplió su palabra. Una hora más tarde, llamaba a la puerta de la habitación, donde los dos amigos lo esperaban tras haber prevenido al recepcionista de que esperaban una visita y pedido una botella de whisky. Cuando le abrió la puerta, Aldo temió que se desvaneciera entre sus brazos. Ulrich, habitualmente pálido, estaba más blanco que el papel, y Morosini, después de indicarle un sillón, le tendió un vaso bien lleno que el gánster vació de un trago.

—¡Buenas tragaderas! —exclamó Adalbert—. Pero un malta puro de veinte años merecería otro tratamiento.

—Le prometo que degustaré el segundo —dijo el hombre tratando de sonreír—. Le juro que lo necesitaba.

—Si no me equivoco, usted no estaba al corriente de lo que iba a pasar.

—Así es. Ni siquiera sabía que los Solmanski iban a ir a la fiesta. ¡Así que, lo del asesinato…!

—No era tan sensible cuando nos conocimos en Vésinet —observó Aldo.

—Que yo sepa, aquella noche no maté a nadie. Entérese de que yo sólo mato en defensa propia. Me horroriza el asesinato gratuito.