—¿Gratuito? —repuso Adalbert en tono irónico—. No parece el término más apropiado estando en juego un collar que debe de valer dos o tres millones. Porque, evidentemente, han sido sus amigos los que lo han birlado.
—Dejémonos de charla —cortó Aldo—. Me ha dicho que sabe dónde están, así que tómese otra copa y llévenos.
—¡Eh, un momento! Hablando de collares, usted me ha prometido uno. Me gustaría verlo.
—Está en la caja fuerte del hotel. Cuando volvamos se lo daré. Se lo repito: tiene mi palabra.
Ulrich sólo observó un instante la mirada de frío acero del príncipe anticuario:
—OK, cuando volvamos. Otra cosa: les aconsejo que vayan armados.
—Tranquilo, sabemos a quién nos enfrentamos —dijo Adalbert, sacando un imponente revólver del bolsillo del pantalón.
Cuando habían llegado al hotel, Aldo y él habían cambiado el traje de etiqueta por unas prendas más apropiadas para una expedición nocturna.
—¿Vamos?
Apretujados en el Amilcar del arqueólogo, los tres hombres se dirigieron hacia la orilla meridional del lago.
—¿Está lejos? —preguntó Aldo.
—A unos cuatro kilómetros. Si conocen la zona, está entre Wollishofen y Kilchberg.
—Lo que me sorprende —dijo Aldo— es que usted conozca tan bien Zúrich y sus alrededores.
—Mi familia es originaria de por aquí. Ulrich no es un nombre americano, y mi apellido es Friedberg.
—¡Acabáramos!
Estaban dando las tres en la iglesia de Kilchberg cuando el coche llegó a la entrada del pueblo. Un olor inesperado acarició la nariz de los viajeros.
—¡Huele a chocolate! —dijo Adalbert, aspirando con fruición.
—La fábrica Lindt y Sprüngli está a un centenar de metros —lo informó Ulrich—. Mire, ahí está la casa que buscan —añadió, señalando a orillas del lago un gran chalé antiguo cuya estructura entramada, embellecida por una decoración pintada, se podía admirar gracias a la claridad de la noche.
Un bonito jardín lo rodeaba. Adalbert se limitó a echar un vistazo y fue a aparcar el coche, bastante ruidoso, un poco más lejos. Regresaron andando y se quedaron mirando la casa, cuyas contraventanas cerradas parecían indicar que sus habitantes estaban durmiendo.
—Es curioso —observó Ulrich—. No hace mucho que han vuelto, y no son de los que se van corriendo a la cama.
—Sea como sea —dijo Morosini—, yo no he venido aquí para contemplar una casa vieja. La mejor forma de saber lo que pasa dentro es ir a verlo. ¿Alguno sabe abrir esa puerta?
Por toda respuesta, Adalbert se sacó del bolsillo un estuche que contenía diversos objetos metálicos, subió los dos escalones de la entrada y se agachó delante de la hoja. Ante la mirada admirativa de Aldo, el arqueólogo hizo una brillante demostración de sus talentos ocultos abriendo sin hacer ruido y en unos segundos una puerta bastante imponente.
—Podemos entrar —susurró.
Guiados por la linterna confiada a Ulrich, los tres hombres avanzaron por un pasillo embaldosado que daba, a un lado, a una vasta estancia amueblada en cuya gran chimenea de piedra aún ardían algunas brasas. Al otro lado del pasillo estaba la cocina, donde flotaban olores de choucroute, y al fondo del pasillo, una escalera de madera labrada conducía a los pisos superiores, de dimensiones cada vez más reducidas a medida que se subía, a causa de la doble pendiente del tejado. Empuñando las armas, los tres hombres exploraron la planta baja; luego, con infinitas precauciones, empezaron a subir la escalera, cubierta con una alfombra. En el primer piso encontraron cuatro habitaciones vacías. Las del segundo piso también lo estaban, y en todas había rastros de una marcha precipitada.
—No hay nadie —concluyó Adalbert—. Acaban de irse.
—Es la mejor prueba de que tienen el collar —gruñó Morosini—. Han tenido miedo de que la policía los descubriera.
—Habría podido pasar bastante tiempo antes de que los encontraran —observó Ulrich—. Zúrich es grande, y los alrededores todavía más.
—Tiene razón —dijo Aldo—. ¿Por qué esta huida precipitada? ¿Y con qué destino?
—¿Por qué no a tu casa? ¡Tu querida esposa estaba empeñada en que te detuvieran! Quizá lleve el collar, con o sin el rubí, a tu noble morada, donde, cuando hayas vuelto, podría ingeniárselas para que la policía lo encontrara.
—Es muy capaz —dijo Aldo, pensativo—. Quizá sería mejor que volviera a casa lo antes posible.
—No olvides lo que nos ha dicho ese inspector: prohibido salir de Zúrich hasta nueva orden.
En ese momento llegó Ulrich, que había ido a inspeccionar la cocina más a fondo.
—¡Vengan a ver! He oído ruido en la bodega. Como un gemido… Se baja por una trampilla.
Por prudencia, decidieron que Ulrich pasara primero, puesto que conocía la casa. Aldo y Adalbert se precipitaron tras el americano, que al llegar abajo accionó el interruptor de la luz. Lo que descubrieron les hizo retroceder de horror: un hombre cuyo cuerpo era una pura llaga marcada por huellas de quemaduras yacía en el suelo. El rostro tumefacto, ensangrentado, apenas era reconocible, pero aun así los dos amigos identificaron sin vacilar a Wong. Aldo se arrodilló junto al desdichado, tratando de averiguar por dónde había que empezar a socorrerlo.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Cómo lo han dejado esos miserables! Pero ¿por qué?
Ulrich, decididamente cada vez más útil, ya había ido a buscar agua, un vaso, paños limpios e incluso una botella de coñac.
—Además del rubí, tenían otra idea fija: averiguar dónde se encontraba un tal Simón Aronov. Pero éste no sé de dónde ha salido.
—De una villa que está a tres o cuatro kilómetros de aquí —contestó Adalbert—. Yo fui a verlo, pero encontré la casa vacía. ¡Y ahora sé por qué! Una vecina incluso me dijo que lo había visto marcharse una noche en un taxi con una maleta.
—Vio que se marchaba alguien, pero seguro que no era él —dijo Aldo mientras mojaba un poco con agua el rostro herido—. Ya imaginarás que, cuando lo raptaron, no convocaron a los vecinos para que presenciaran la escena.
—¿Cómo está?
—¡Déjeme ver! —dijo Ulrich—. En mi… profesión, estamos acostumbrados a toda clase de heridas, y además, soy un poco médico.
—Hay que ir a buscar una ambulancia para que lo lleven a un hospital —dijo Aldo—. ¡En Suiza hay montones!
El americano meneó la cabeza.
—Es inútil. Está a punto de morir. Lo único que podemos hacer es tratar de reanimarlo por si tuviera algo que decirnos.
Con infinitas precauciones, sorprendentes en aquel hombre dedicado a actividades violentas, le limpió al moribundo la boca, cubierta de sangre seca, y le hizo tragar un poco de alcohol. Aquello debió de quemarle, pues profirió un débil gemido, pero abrió los ojos. Wong reconoció el rostro ansioso de Aldo inclinado sobre él. Trató de levantar una mano y el príncipe la tomó entre las suyas.
—¡Deprisa! —susurró—. ¡Ir deprisa!
—¿Adonde quiere que vayamos?
—A Var… Varsovia… ¡El señor! Saben… dónde está.
—¿Se lo ha dicho usted?
En los ojos apagados se encendió una débil llama, una llama de orgullo.
—Wong… no ha hablado, pero ellos saben… Un traidor… Würmli. Los espera… allí.
La última palabra salió junto con el último suspiro. La cabeza se deslizó un poco entre las manos de Aldo, que la sostenía. Éste alzó hacia el americano una mirada interrogativa.
—Sí. Se acabó —dijo éste—. ¿Qué piensan hacer? ¿Avisar a la policía?
—¡Desde luego que no! —dijo Adalbert—. Vamos a tener que marcharnos por las buenas, cuando nos han dicho que no salgamos de la ciudad. Ya nos las arreglaremos para avisarla cuando estemos lejos.