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—Esperemos que la puerta no oponga demasiada resistencia y que podamos entrar sin despertar sospechas —masculló Vidal-Pellicorne—. No hay nadie a la vista; aprovechemos el momento.

—De todas formas, hay que entrar. Si tiene que ser por la fuerza, qué le vamos a hacer. Nos tomarán por policías y ya está.

Pero la puerta les evitó ese mal trago abriéndose con facilidad bajo los dedos ágiles del arqueólogo, y los dos hombres penetraron en el vestíbulo estrecho y oscuro, cerraron cuidadosamente y pasaron a la vasta estancia de la planta baja que Morosini había encontrado acogedora en su primera visita, con sus grandes bibliotecas, sus sillones tapizados y, sobre todo, la estufa cuadrada que en aquella ocasión difundía un agradable calor. Nada semejante esta vez. No sólo no había nadie, sino que la casa parecía abandonada. Lo único que recibió a los visitantes fue el frío, el olor de moho producido por la humedad, las telarañas y el correteo de unos pocos ratones. Nadie había sucedido al desdichado Élie Amschel, asesinado por los Solmanski.

La electricidad no funcionaba, pero las potentes linternas de Aldo y Adalbert suplieron su falta.

—Sería mejor que sólo lleváramos una encendida para ahorrar pilas —dijo el segundo—, puesto que, según dices, debemos efectuar un camino subterráneo bastante largo.

—Es posible que no necesitemos encender ninguna.

En un rincón había lámparas de petróleo que iluminaban bien.

Las encontró sin dificultad sobre un viejo arcén y cogió una cuyo depósito estaba lleno. La encendió y se la tendió a Adalbert.

—¡Ten, sujétala! Yo voy a levantar la trampilla.

Tras apartar la alfombra raída, tiró de la anilla de hierro y dejó al descubierto la escalera que conducía a la bodega.

—Hasta ahora no he cometido ningún error —dijo Aldo—. Esperemos que siga así y que recuerde el botellero que Amschel manipuló.

Una vez abajo, Morosini se detuvo, sorprendido: el botellero y la pared a la que éste estaba sujeto habían sido manipulados; el paso estaba abierto. Alguien había pasado por allí, quizás hacía poco, y, temiendo no poder accionar el mecanismo desde el otro lado, había preferido dejar abierto. Los dos hombres cruzaron una mirada y sacaron las armas al unísono. A partir de ese momento iban a avanzar por terreno minado y había que evitar dejarse sorprender.

—En estas condiciones —murmuró Adalbert—, es mejor dejar la lámpara y utilizar la linterna; por lo menos así no correremos el riesgo de arder si nos disparan.

Aldo asintió con la cabeza y el viaje subterráneo comenzó. Con más tensión que antes. Tal vez en ese mismo instante estaban matando a Simón Aronov. Morosini no podía permitirse cometer un error.

—Trata de relajarte —le aconsejó Adalbert—. Si estás muy nervioso, te liarás.

Desgraciadamente, aquello era más fácil de decir que de hacer. Una sucesión de galerías se abría ante ellos, unas con el suelo de ladrillo y otras de tierra batida. Aldo recordaba haber caminado en línea bastante recta detrás del hombre del sombrero redondo. Con cierto alivio, vio una ojiva de piedra medio derruida que se le había quedado grabada en la memoria. También recordaba haber andado mucho rato, pero, cuando se encontró ante una encrucijada, se vio obligado a detenerse, con el corazón en un puño. ¿Había que tomar el camino de la derecha, el de la izquierda, o seguir recto? Había muy poca distancia entre los tres pasillos y él se había limitado a seguir a su guía.

—Tomemos el del centro —aconsejó Adalbert— y avancemos un poco más. Si tienes la impresión de que nos equivocamos, volveremos atrás para intentarlo por otro pasillo.

Así lo hicieron, pero Aldo se percató casi enseguida de que no iban por el buen camino. Éste descendía, y él recordaba haber tenido la impresión de ascender hacia la superficie, de modo que volvieron a la encrucijada.

—¿Y ahora qué? —susurró Adalbert—. ¿Por cuál te decides?

—Hay que encontrar una puerta baja… a la derecha. Era la primera que se veía desde hacía un buen rato…

Si bien al principio habían encontrado a ambos lados varias puertas cerradas, fuera con rejas o con hojas de madera, que eran bodegas privadas, Aldo recordaba haber recorrido una especie de túnel sin aberturas.

—Es una puerta vieja con pernios de hierro de la que Amschel tenía la llave. No será fácil abrirla sin ella.

—Eso déjalo de mi cuenta.

Se pusieron de nuevo en marcha esforzándose en ir lo más deprisa posible. El corazón de Aldo latía con fuerza en su pecho, oprimido por un terrible presentimiento. De pronto, alguien salió de un pasadizo lateral, o más bien surgió. Era un judío pelirrojo que llevaba barba y trenzas bajo un gorro mugriento. Al toparse con los dos hombres, profirió un grito de terror.

—No tenga miedo —dijo Morosini en alemán—. No queremos hacerle ningún daño.

Pero el hombre meneó la cabeza. No entendía lo que le decían y su mirada seguía reflejando una desconfianza temerosa.

—Lo siento —dijo Adalbert en su propia lengua—. No hablamos polaco.

Un claro alivio se pintó en el rostro barbudo.

—Yo… hablo francés —dijo—. ¿Qué buscan aquí?

—A un amigo —respondió Aldo sin vacilar—. Creemos que está en peligro y venimos a ayudarlo.

En ese preciso momento, amortiguado por la distancia pero completamente identificable, un quejido de dolor llegó hasta sus oídos. El hombre saltó como si le hubieran dado un latigazo.

—¡Tengo que ir a buscar ayuda! ¡Déjenme pasar!

Pero Aldo lo tenía agarrado por el cuello de la levita.

—¿Ayuda para quién?… ¿No se llamará Simón Aronov por casualidad?

—No sé cuál es su nombre, pero es un hermano.

—El que buscamos es también un hermano para nosotros. Vive en un sitio que parece una capilla…

Llegó otro lamento. Aldo zarandeó al hombre con más violencia.

—¿Hablas, sí o no? Dinos para quién quieres ayuda.

—Ustedes…, ustedes también son enemigos.

—No. Por mi vida y por el Dios al que adoro, juro que somos amigos de Simón. Hemos venido a ayudarlo, pero no encuentro el camino.

Un resto de desconfianza se distinguía aún en la mirada del judío, pero éste comprendió que debía arriesgarse.

—¡Su… suélteme! —balbució—. Les llevaré.

Inmediatamente se encontró libre.

—Vengan por aquí —dijo, adentrándose en el pasadizo del que había salido.

Aldo lo agarró de la levita.

—Éste no es el camino. Yo no he pasado nunca por aquí.

—Hay dos, y éste es el más corto. Yo tengo que confiar en ustedes. Podrían corresponder.

Los gritos de dolor continuaban.

—Vamos —decidió Adalbert—. Te seguimos, pero ojo con lo que haces.

Tras recorrer un centenar de metros, de pronto se abrió una grieta en la pared y desembocaron en la bodega llena de escombros que Aldo recordaba. El desconocido indicó entonces la escalera de hierro oculta por los montones de cascotes. Arriba estaba la puerta, de hierro también, que databa de los tiempos de los antiguos reyes. No estaba cerrada. Allí, el grito era un largo gemido. Desentendiéndose del guía, que aprovechó para escapar, Aldo y Adalbert subieron precipitadamente la pequeña escalera cubierta por una alfombra púrpura que estaba al otro lado de la puerta. Allí no había nadie, y tampoco había nadie en la corta galería que seguía: los bandidos estaban muy seguros de que no irían a molestarlos. Pero el espectáculo que los dos hombres descubrieron en la antigua capilla les puso los pelos de punta: sobre la gran mesa de mármol con patas de bronce, a la luz del candelabro de siete brazos, estaba tendido Simón Aronov, desnudo. Sus manos y sus pies estaban atados a las patas de la mesa con una increíble agresividad: le habían partido de nuevo la pierna deforme, que formaba un ángulo trágico. Dos hombres estaban inclinados sobre éclass="underline" un coloso que le arrancaba jirones de carne, armado con unas tenazas calentadas al rojo vivo en un brasero, y al otro lado, Sigismond, que, con una alegría sádica, repetía sin parar la misma pregunta: