—¿Dónde está el pectoral? ¿Dónde está el pectoral?
Todo estaba revuelto en las bibliotecas, que los miserables debían de haber registrado a fondo, y en el alto sillón de ébano del Cojo estaba sentado el viejo Solmanski con el collar de Dianora entre sus manos crispadas. Junto a él, un tipo miraba y reía.
—¡Habla! —decía el conde—. ¡Habla, viejo demonio! Después te dejaremos morir.
Los dos disparos sonaron al mismo tiempo: Sigismond, con la frente atravesada por la bala de Aldo, y el verdugo, con la cabeza medio destrozada por el disparo de Adalbert, murieron sin siquiera darse cuenta de lo que les pasaba. En cuanto a Solmanski padre, apenas pudo proferir un grito de horror: Aldo lo amenazaba con su arma mientras Vidal-Pellicorne, después de abatir al hombre que se divertía tanto, iba corriendo a atender al torturado, cuyo cuerpo no era ya sino una herida, pero que permanecía consciente. Su voz se elevó, débil, susurrante, pero todavía imperiosa:
—¡No lo mate, Morosini! ¡Todavía no!
—A sus órdenes, amigo. Pero hacerlo sería simplemente enviarlo a donde debería estar, porque ¿acaso no murió en Londres hace unos meses? —Luego, dejando a un lado la ironía, exclamó—: ¡Malnacido! ¡Debería haberlo matado sin explicaciones cuando manchaba mi casa con su presencia!
—Habrías hecho mal —observó Vidal-Pellicorne mientras intentaba hacer beber un poco de agua a Simón—. Merece algo mejor que una bala o un nudo corredizo al amanecer. Confía en mí, nos ocuparemos de eso.
—El Eterno ya se ha ocupado —murmuró Simón—. No puede andar, han tenido que traerlo sus hombres. Quería enseñarme él mismo el rubí, demostrarme que lo tenía…, al igual que poseía el zafiro… y el diamante.
—Esos dos —dijo Vidal-Pellicorne— ya puede tirarlos a la basura: son copias.
Esperaba oír protestas furiosas, pero Solmanski sólo veía una cosa: el cadáver de Sigismond y el agujero en medio de la frente de su bello y cruel rostro.
—Mi hijo… —balbucía—. Mi hijo… ¡Habéis matado a mi hijo!
—¡Ustedes han matado a otros, y sin ningún pesar! —repuso Morosini, asqueado.
—Esas personas no eran nada para mí. A él lo quería…
—¡Vamos! Usted no ha conocido jamás otra cosa que el odio… ¡No me lo puedo creer! ¿Está llorando?
En efecto, unas lágrimas corrían por las mejillas blancas y lisas de Solmanski, pero no conmovieron a Aldo. Con un gesto negligente, éste cogió el collar y se acercó a Simón, al que Adalbert acababa de desatar pero que, después de tan larga y dolorosa resistencia, no podía moverse. Aldo miró a su alrededor.
—¿Hay una cama a la que podamos llevarlo?
—Sí…, pero no vale la pena. Quiero morir… aquí mismo. En el lugar donde ellos me han puesto…, donde he suplicado… al Altísimo que me liberara… Soy… más fuerte… de lo que creía.
Los dos amigos le pusieron un cojín bajo la cabeza y cubrieron con la bata de seda arrancada por los verdugos el cuerpo quebrado. Con una gran delicadeza, Aldo le cogió la mano.
—Vamos a sacarlo de aquí…, a curarlo. Ahora ya no hay peligro y…
—No… Quiero morir… He terminado mi trabajo y sufro demasiado. Ustedes dos han cumplido su misión; ahora deben concluirla.
—¿Quiere entregarnos el pectoral?
—Sí…, para que añadan ese… magnífico rubí. Pero no está aquí. Voy a decirles…
—¡Un momento! —lo interrumpió Adalbert—. Déjeme matar a este viejo miserable. No querrá decirle ahora lo que no ha podido arrancarle por la fuerza…
—Sí, eso es justo lo que quiero. Se sentirá todavía peor cuando… coloquen… aquí la bomba de relojería que siempre he tenido preparada en mis diferentes residencias para activarla en caso de necesidad. Nos iremos juntos… y comprobaré si el odio… puede seguir existiendo en… la eternidad.
—¿Quiere hacer saltar por los aires una parte de la ciudad? —preguntó Aldo, horrorizado.
—No…, tranquilícese… Estamos… en pleno campo. Lo verán cuando salgan… por esa puerta.
Levantó una mano para señalar el fondo de la antigua capilla, pero la dejó caer enseguida, sin fuerzas, sobre las de Aldo. Éste intentó decir algo, pero el Cojo se lo impidió.
—Déjeme hablar… Van a llevar ese collar… Irán a Praga: allí es donde está el gran pectoral…, en una tumba del cementerio judío… Deme algo de beber… Coñac… En el armario de la derecha hay una botella.
Adalbert fue a buscarlo, llenó un vaso y, con cuidados maternales, hizo beber unas gotas al herido, cuyas mejillas lívidas recobraron un poco de color.
—Gracias… Allí buscarán la tumba de Mordechai Meisel, que fue alcalde de nuestra ciudad en la época del emperador Rodolfo. Lo enterré ahí… después de haber huido de mi castillo de Bohemia… Jehuda Liwa los ayudará cuando se lo hayan contado todo…
—Ya sabe muchas cosas —dijo Aldo— que me gustaría contarle a usted. Le hemos seguido de cerca y…
Un destello de interés apareció en el único ojo, de un azul tan intenso antes pero ahora casi sin color. La boca desgarrada, con los dientes rotos, casi esbozó la sombra de una sonrisa.
—Es verdad…, todavía no sé… dónde estaba el rubí. ¿Cómo lo encontraron?… Será mi último placer…
Sin preocuparse del viejo Solmanski, al que Adalbert había atado al sillón con las cuerdas que había quitado a su víctima, Morosini relató la aventura desde la noche de Sevilla hasta el asesinato de Dianora. Aronov lo siguió con una pasión que parecía actuar como un bálsamo en sus carnes desgarradas.
—Entonces, ¿mi fiel Wong… ha muerto? —dijo—. Era mi último sirviente, el más fiel junto con Élie Amschel. De los demás me separé cuando tuve que esconderme. En cuanto a ustedes dos…, nunca les agradeceré bastante… lo que han hecho. Gracias a ustedes, el gran pectoral volverá a ver la tierra de Israel…, pero desgraciadamente no me queda dinero para darles…
La desagradable voz de Solmanski se elevó:
—Te hemos desplumado bien, ¿eh, viejo miserable? El día que mi hijo dio con Würmli y se ganó su amistad fue un día bendito. ¡Te hemos arruinado, perseguido, acosado, casi matado!
—No estés tan orgulloso —le espetó Morosini con desprecio—. Vas a morir y ni siquiera has conseguido ver el pectoral. Tu vida ha sido un fracaso.
—Todavía queda mi hija…, tu mujer, y créeme, siempre ha sabido lo que hacía. Ahora está en tu casa; lleva en su vientre un hijo que recibirá tu apellido y todos tus bienes, y al que ni siquiera verás nacer porque ella nos vengará.
Aldo se encogió de hombros y le volvió la espalda.
—¿Ah, sí? ¡Eso ya lo veremos! No cuentes demasiado con esa idea consoladora para hacer más llevadera la muerte. Pero has hecho bien en prevenirme. —Luego, dirigiéndose a Simón, añadió—: Por cierto, ¿me permite que le haga una pregunta sobre el gran rabino de Praga?
—No puedo negarle nada…, pero hágala deprisa. Estoy deseando acabar con este amasijo de carne y huesos.
—¿Cómo es que Jehuda Liwa y usted nunca han estado en contacto, a pesar de que él le conoce y está al corriente de su misión?
—Nunca he querido recurrir a él para no ponerlo en peligro. Es demasiado importante para Israel, porque es el sumo sacerdote, el dueño natural del pectoral. A partir de este momento tendrán que obedecer sus órdenes… Ahora deben buscar la puerta oculta…
Trató de incorporarse, pero los huesos rotos le arrancaron un grito de dolor. Aldo lo tomó entre sus brazos con una infinita dulzura por la que recibió una mirada de agradecimiento.