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«Venga. Avanza, Vigo, con calma.»

Tosí. Después sacudí la cabeza. «Calma.» Avancé. La multitud que había delante de mí empezaba a darme miedo. Pero necesitaba saber y encontrar a mi psiquiatra. Era mi única oportunidad.

Resoplé. Hice acopio de valor, después me lancé. Intente meterme por aquella extraña asamblea, pero enseguida mesacudieron los síntomas que avisaban de una crisis violenta. El dolor de mi cabeza, el mundo que daba vueltas a mi alrededor y se desdoblaba. Enseguida empecé a oír decenas de voces en mi cabeza. «Es mi turno.» Voces confusas. Llantos. Llamadas de auxilio. «No puede estar muerta.» Cerré los ojos. Intenté alejarlas, dejar de escucharlas. Entré en la tienda, aplastado en medio de aquel gentío. «Mi hijo, ¿dónde está mi hijo?» Las voces estaban por todas partes, se deslizaban hasta el menor recodo de mi cerebro, cada vez más enredadas entre sí. «Todavía en los escombros.» Cada vez menos comprensibles. «Me da igual quién hay aquí. ¡Un responsable! ¡Quiero hablar con un responsable!» Me sentí invadido por una ola de calor. Una ola de pánico. Y las voces resonaron cada vez más fuerte en mi cabeza. Enseguida ya no conseguí distinguir unas de otras. «Traumatismo licencia se ha hecho imposible quien va a ir a buscarme todavía pero ya que yo le digo con mi hermano.» En mis tímpanos golpeaba un enorme estruendo. «El pánico tener atentado sino mañana.» Sentí que mi cabeza daba vueltas. «Es la hora del segundo mensajero.» Gotas de sudor se deslizaban por mi espalda, por mis brazos, mis piernas. Volví a secármelo frenéticamente. «¿Señor?» Me tapé los oídos con las manos. Grité. Mi vista se turbó. La multitud empezó a dar vueltas a mi alrededor. «Señor, ¿puedo ayudarle?» Tuve la impresión de ser el eje de una inmensa noria abigarrada. Me agarré a la mesa que había frente a mí. Mis piernas todavía temblaban. Los murmullos de mi cabeza se mezclaban con los latidos de la sangre en mis tímpanos. «¿Señor?»

Noté entonces que una mano me agarraba por el hombro. Me sobresalté. El rostro de una mujer que estaba frente a mí se dibujó lentamente, y me habló.

¿Puedo ayudarle, señor?

Estoy… Estoy buscando al doctor Guillaume -balbuceé mientras intentaba reponerme.

¿Un doctor? Para eso tiene usted que ir al PMA.

No. En la torre, estaba en la torre. En el gabinete médico, sabe usted, del último piso. ¿Está vivo? El doctor Guillaume, el psiquiatra del gabinete Mater…

– ¿El gabinete Mater? Pero ¿qué es eso, señor?

– Es el gabinete médico que estaba en el cuadragésimo cuarto piso de la torre SEAM. ¡El gabinete del doctor Guillaume!

No conseguí enmascarar mi asombro. Las voces seguían en mi cabeza. «Callaos.» Lancé miradas de cólera en torno a mí. La joven verificó sus listas.

– Señor, no figura ningún gabinete médico en la lista, ni ninguna sociedad con el nombre de Mater. No había ninguna sociedad en el cuadragésimo cuarto piso… Sólo hay locales técnicos ahí, señor. ¿Está usted seguro de que estaba en esta torre?

«¡Vais a cerrar la boca, pandilla de idiotas!»

Di un golpe en la mesa.

– Desde luego que sí -dije exasperado-, ¡el gabinete Mater! Voy todos los lunes por la mañana desde hace diez años. Pregunte usted al vigilante, al señor Ndinga. ¡Él me conoce!

La joven bajó de nuevo los ojos hacia las hojas. Parecía agotada, pero mantuvo la calma.

«¡Dejadme en paz!»

Ella volvió a levantar la cabeza con aspecto afligido.

– ¿Busca usted al señor Ndinga? ¿A Paboumbaki Ndinga? Lo siento sinceramente, señor. Es una de las víctimas… Espere un momento, alguien va a ocuparse de usted, y…

– ¡No! ¡Al doctor Guillaume, no al señor Ndinga! ¡Busque al doctor Guillaume!

La muchedumbre se movió, y dos personas pasaron frente a mí. Di unos pasos atrás a la vez que me tapaba las orejas. Tenía que irme. El ruido se había hecho insoportable. Di media vuelta y me marché rápidamente, apartando a varias personas.

Salí de la tienda y me detuve a un lado, sin aliento. Me dejé caer sobre un gran contenedor de plástico. «No había ninguna sociedad en el cuadragésimo cuarto piso…» La cabeza me daba vueltas. Tenía ganas de dormir.

De repente, una voz me sacó de mi turbación.

– ¿Busca usted el gabinete Mater?

14.

Levanté la mirada. Entonces, vi el rostro del hombre que me había hablado. Tenía unos treinta años, ojos pequeños y negros, y el cabello corto y oscuro. Fruncí el ceño. Había algo en su aspecto…

– ¿Perdón? -balbuceé.

– Está buscando el gabinete Mater, ¿no? -repitió él.

Llevaba un chándal gris con una capucha que le caía sobre la espalda, del tipo que llevan los estudiantes en las universidades americanas. Recordé inmediatamente que lo había visto antes, cerca del secretariado, apartado a un lado, como si esperara a alguien. Y todos mis sentidos se pusieron en alerta. Me sentí invadido por una alarma inexplicable. Una urgencia. Como si mi inconsciente hubiera reconocido en este hombre a un enemigo. Un peligro.

Las palabras de la mujer resonaban todavía en mi cabeza. «Sólo hay locales técnicos ahí.»

Me levanté.

– No, no… -mentí, al tiempo que me alejaba.

– ¡Claro que sí! -insistió el hombre mientras me agarraba por el brazo-. Le he oído…

No dudé ni un segundo más. Con un gesto brusco me desembaracé de él y me puse a correr con todas mis fuerzas. Oí que se ponía a perseguirme. Mi instinto no me había engañado. Ese tipo iba a por mí no sé por qué extraña razón.

Corrí cada vez más rápido, hacia la izquierda del Gran Arco, subiendo de cuatro en cuatro los escalones que llevaban hasta un gran puente peatonal, sin preocuparme de cómo me tiraba la gente. Cuando hube llegado a lo alto de la escalera, eché una ojeada a mis espaldas. No podía creer lo que veía.

Ahora eran dos los tipos que me perseguían, ambos con sus chándales grises.

«Una alucinación. No puede ser otra cosa que una alucinación.»

Sin embargo, no sentía deseo alguno de verificarlo. Volví a echarme a correr. Tras pasar de largo a un grupo de socorristas perplejos, crucé la pasarela a toda velocidad, con la mano en la barandilla para no perder el equilibrio. Cuando llegué al final del puente, bajé los escalones tan rápido como me fue posible, después me precipité a la calle. Sin dejar de correr, volví a girar la cabeza. Los dos tipos se me echaban encima y estaban muy cerca. Y las voces amenazantes de mi cabeza me perseguían.

Empezaba a faltarme el aliento. ¡Malditos cigarrillos! Sin esperar, di media vuelta y me metí bajo el puente de los subterráneos de la Défense. Sin saber dónde iba a aparecer, bordeé una calle en penumbra. Enseguida, oí el eco de mis perseguidores. Sus pasos golpeaban en la acera y resonaban bajo la baldosa de hormigón. Aceleré tanto como pude. Yo mismo estaba sorprendido de la rapidez con la que podía correr durante tanto tiempo. Sin duda, el miedo me daba alas.

De repente, cuando llegué a una intersección, decidí tomar otra calle a la izquierda, más oscura todavía. Estuve a punto de perder el equilibrio al esquivar un cubo de basura. Me apoyé en una barrera y volví a correr todo recto. El sol parecía escurridizo, cubierto de polvo, pero no debía abandonar. No sabía quiénes eran aquellos hombres, pero una cosa era segura, no querían nada bueno.

Empezaban a dolerme las piernas, y también el pecho, como si me lo hundiera un puño invisible. Me preguntaba cuánto tiempo podría correr tan rápido. Llegué entonces al final de la calle, crucé y tomé otra vía a mi derecha. A lo lejos, volví a ver la luz del día. Me armé de valor. Sin girarme, salí al exterior. Cuando por fin estuve a plena luz del día, vi una nueva barrera instalada por los policías. Estaba saliendo del perímetro de seguridad. La calle iba a parar directamente al bulevar circular de la Défense. Salté torpemente la reja y, cuando levanté la cabeza, vi la parte delantera de un autobús que se dirigía hacia mí a un centenar de metros. El número 73. Se dirigía hacia una parada en la que esperaban unas diez personas. Me sequé la frente y lancé una rápida mirada tras de mí. Todavía tenía un poco de ventaja. Decidí probar suerte y me dirigí hacia el autobús. La calle hacía una ligera subida, pero creo que incluso corrí más rápido, en un último esfuerzo, con la esperanza de que todo acabaría muy pronto.