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Cuando el autobús paró, todavía estaba a unos cincuenta metros. Solté una maldición. Si lo perdía, no tendría fuerza suficiente para seguir huyendo; pero todavía tenía una oportunidad, una muy pequeña.

Apreté los puños y busqué nuevas fuerzas en lo más profundo de mi ser. Después de todo, había sobrevivido a un atentado. No iba a dejar que una simple carrera acabara conmigo. Gritando de dolor, corrí todavía más rápido. Los coches pasaban a mi izquierda en dirección al Pont de Neuilly. Chorreaba de sudor. Otro esfuerzo más. Ya no estaba muy lejos. Pero cuando me acercaba a la parada, vi que las puertas se cerraban.

– ¡Espere! -grité como si el chófer pudiera oírme.

Con los brazos levantados, recorrí los últimos metros, y me precipité contra la puerta de cristal. El autobús ya había arrancado. Golpeé la ventana. Los tipos no estaban muy lejos. El chófer me lanzó una mirada sombría.

– ¡Por favor! -le rogué, mientras veía que los otros dos se acercaban.

Oí entonces el ruido agudo de las puertas que se abrieron frente a mí. Salté al interior.

Gracias, señor -le susurré sin aliento.

El chófer asintió, volvió a cerrar las puertas y arrancó. Avancé por el pasillo. El bus aceleró en el bulevar circular. Miré por la ventana. Mis dos perseguidores acababan de alcanzar la calle. Vi al primero soltar un grito de rabia y pegar un puñetazo al panel publicitario. Había ido de poco. Después su silueta se alejó. Había conseguido escapar. Yo, Vigo Ravel, esquizofrénico, había conseguido dejar atrás a esos dos tipos. Apenas podía creerlo.

Con la respiración todavía entrecortada, me dejé caer sobre un asiento en la parte delantera del autobús. Las personas que me rodeaban me miraban con suspicacia, pero empezaba a acostumbrarme. Ni siquiera los miraba. Poco a poco, fui recuperando las fuerzas e intenté tomar conciencia realmente de lo que acababa de pasar.

«¿Ha sido un sueño?»

¿Qué querían esos hombres de mí? ¿Por qué el primero me había preguntado si estaba buscando el gabinete Mater? ¿Y por qué la mujer del secretariado me había dicho que no existía? ¡Todo aquello era verdaderamente increíble! ¡Esa persecución, en pleno corazón de la Défense, en medio de las fuerzas de salvamento! Debía de estar completamente loco, en plena crisis de paranoia.

Cuando recuperé una respiración regular, me levanté y me fui a la parte del fondo del autobús, como para asegurarme de que los hombres de chándales grises no estaban allí. Me metí por entre los pasajeros y después pegué la frente al cristal de atrás. La silueta rodeada de humo del barrio de negocios iba disminuyendo progresivamente en la lejanía, como un mal sueño. Detrás de nosotros, había algunos coches, pero ningún perseguidor, ningún hombre vestido de gris. Me encogí de hombros. ¿Cómo podía ser tan real una alucinación, tan concreta? Me asustaba mi propia locura.

En ese momento los vi. Eran aquellos dos tipos, los mismos, allí, en un coche azul, justo al lado del bus. En un Golf. Y me estaban mirando con aire de satisfacción. Me habían encontrado.

El corazón me dio un brinco. Di un paso atrás. La pesadilla no se había acabado. Presa del pánico, me precipité de nuevo a la parte delantera del autobús. No sabía cómo salir de esa situación. En coche, no tendrían dificultad en seguirme. Estaba bien fastidiado. Cuando llegué cerca del conductor, le pregunté inquieto:

– Disculpe, ¿cuál es la próxima parada?

– Pont de Neuilly, Rive Gauche… ¿Todo va bien, señor?

– Sí, sí -respondí mientras volvía al centro del autobús.

La gente se apartaba a mi paso, como se aparta de un vagabundo que huele a basura y suciedad. Me agarré a una barra de metal, justo delante de las puertas centrales, y, de puntillas, intenté ver el coche azul. Lo vi enseguida por el rabillo del ojo, iba por el carril de la derecha del bulevar circular a la misma velocidad que el autobús. Guardaban una distancia de seguridad. Di un paso atrás para evitar que me vieran, pero sabía lo ridículo que era ese gesto.

Enseguida, el autobús llegó cerca del Pont de Neuilly. Empezó a aminorar la marcha. ¿Y si salía allí? Ellos me alcanzarían. La parada estaba justo delante del puente. No había muchos caminos para huir. ¿Saltar al Sena? No era el tipo de riesgo que estaba dispuesto a correr. Estaba loco, pero no hasta ese punto. Sin embargo, tenía que encontrar una forma de huir.

Cuando el autobús se paró, sentí que el terror puro se adueñaba de mí completamente. Parecía que se me iba a salir el corazón por la boca. Dejé que la gente saliera delante de mi. Coloqué tímidamente un pie en el primer escalón; pero, en el mismo instante, vi que uno de los tipos salía del coche, presto a saltarme encima. Me volví al interior. Las puertas se volvieron a cerrar. No había nada que hacer, estaba prisionero. El bus volvió a ponerse en camino, y el coche salió tras nosotros.

A lo largo de la Avenue Charles-de-Gaulle, el Golf permaneció pegado a nosotros. En cada parada, veía que los dos tipos dudaban. Entreabrían su puerta y asomaban la nariz fuera del coche. Acabarían saliendo y viniendo a atraparme al autobús.

Algo me decía que no les importaría hacerlo delante de todo el mundo.

Por mi frente, caían abundantes gotas de sudor. El conductor, que debía de haberse dado cuenta de mi extraño comportamiento desde el principio, me echaba miradas cada vez más suspicaces. Tenía que hacer algo.

Cuando llegamos a la gran Place de la Porte-Maillot, frente al Palais des Congrès, el autobús tomó una calle reservada, prohibida para los coches. Había muchos policías en la inmensa plaza, a causa de los atentados, sin duda, y mis perseguidores no se arriesgaron a seguirnos en dirección contraria. Se vieron obligados a quedarse allí; vi que me vigilaban de lejos. Pero cuando el bus se paró, no dudé ni un solo segundo. Era la mejor ocasión. Salí.

En cuanto salí, me puse a correr de nuevo. No sé de dónde saqué la fuerza para hacerlo. Salté por encima de la barrera de hormigón y me hundí en las calles de París. Cuando me giré, vi que el Golf arrancaba, saltaban chispas, y se dirigía hacia mí. Un policía dio la señal de alarma con un silbido. El coche se paró. Uno de los dos tipos salió de él y se puso a perseguirme. No me quedé mirando durante más tiempo. Tenía que huir.

Tomé la Avenue de Malakoff. Había mucha gente en las aceras. Pasé por entre un grupo de curiosos y huí en medio de un mar de insultos. La pendiente de la calle aumentaba cada vez más, pero no aminoré el ritmo. Apreté los puños y, esforzándome por respirar, me dirigí a la Avenue Foch. Parecía un loco furioso al que habían dejado abandonado en los barrios más elegantes. Las viejas damas, con sus largas capas y sus perritos, se apartaban a mi paso ofendidas.

Cuando llegué a la gran arteria que conduce al Arco del Triunfo, bordeé un terraplén, salté por encima de una verja, crucé una zona verde por donde se paseaban turistas con ropa de verano. Cuando llegué a la calzada, no hice siquiera una pausa para cruzar. Un coche frenó con urgencia; lo esquivé y continué mi carrera. No me atrevía a volverme, pero lo notaba detrás de mí, a mi perseguidor, adivinada su cara, su determinación. No pararía jamás, de eso estaba más que seguro. Seguí recto.

Una vez llegué al otro lado, me lancé a la primera calle. Entonces, lo oí: un chirrido de neumáticos, una súbita aceleración. Miré por encima de mi hombro. Era el Golf de nuevo. El segundo tipo había conseguido alcanzarme en coche. Su colega entró y se dirigió en línea recta hacia mí.