Me quedé un momento con la boca abierta. Me froté los ojos, casi sin poder creérmelo. ¿Un robo? Desde luego que no. ¡La coincidencia sería demasiado grande! Tenía que haber alguna relación con lo que me había pasado y con esos tipos que me habían seguido por toda la ciudad. Pero ¿a qué me estaba enfrentando?
Di algunos pasos adelante, con los brazos colgando y el rostro descompuesto. Me incliné con cuidado para ver el interior de la habitación de mis padres: después de todo, los tipos podrían haber estado todavía allí dentro. El dormitorio estaba en el mismo estado: irreconocible. Volví a avanzar, esta vez hacia mi dormitorio. Tampoco se había librado. De hecho, parecía que era la habitación que había sufrido el asalto más violento. Habían puesto mi cama de pie, como una vulgar ficha de dominó. Todos mis libros, mis diccionarios estaban tirados por el suelo al pie de mi biblioteca y formaban una especie de montaña blanca, al borde de la avalancha. Mi ropa estaba por el suelo o la habían tirado sobre mi sillón.
Solté un juramento. Mis libros. ¡Mis pobres libros!
Volví al centro del salón. Recogí algunos objetos aquí y allá, como para asegurarme de que no estaba soñando. Levanté una lámpara de pie que me impedía el paso y, en ese instante, vi por el rabillo del ojo, en la otra punta del salón, un objeto que me heló la sangre.
Me erguí, perplejo. No me había equivocado. Allí, en medio de la pared, justo debajo de un estante, vi relucir un pequeño cristal redondo. Allí estaba el discreto ojo de una cámara de vigilancia, instalada a toda prisa, sin duda, mal camuflada. Boquiabierto, me quedé enfrente mismo del objetivo, incapaz de moverme. Después, en un repentino acceso de cólera y miedo, me puse a caminar en línea recta hacia aquel espía indiscreto y lo arranqué con un gesto brusco. El hilo se despegó del estante, y la minúscula cámara cayó al suelo.
No conseguía creerlo. ¡Una cámara! ¡En mi casa! ¡Habían instalado una cámara de vigilancia en mi casa! ¡En mi salón! Debía de estar en plena alucinación, en pleno delirio paranoico. Tenía que reponerme y razonar. Era completamente ridículo, grotesco.
Cerré los ojos y los volví a abrir. Pero la cámara seguía allí, una pequeña caja negra a mis pies.
La destruí a pisotones. El aparato se rompió en pedazos con un crujido seco. Tiré del cordón negro que salía de ella y lo seguí. Descubrí que estaba atado a la toma telefónica. Lo arranqué, incrédulo. Después di media vuelta y me precipité a mi habitación.
Huir, tenía que huir. Fuera o no fuese una alucinación, no podía quedarme en ese apartamento ni un segundo más. ¡Me iba a volver completamente loco!
Si no era un nuevo producto de mi cerebro enfermo, entonces los que habían puesto la cámara en mi apartamento llegarían seguramente de un momento a otro. No tenía ni la menor idea de qué podían querer esos tipos de mí, ni de quiénes eran; pero no tenía ningunas ganas de conocerlos.
Tenía que irme de inmediato y coger unas mínimas cosas esenciales. Cuando llegué a mi habitación, saqué de debajo de mi escritorio una vieja mochila, metí en ella algo de ropa y la cajita de madera en la que, en mi paranoia, guardaba siempre un poco de dinero en metálico, algo con lo que mantenerme una o dos semanas. ¿Un arma? No tenía ninguna. Cogí, no obstante, una gran navaja suiza que estaba sobre mi mesa. Me paré a pensar qué más podía coger. Lo más precioso que tenía: mis cuadernos Moleskine.
De repente, la idea de que los intrusos habrían venido para robarme se me pasó por la cabeza. Presa del pánico, me precipité a los pies de mi cama, vuelta del revés. Con las manos temblorosas, levanté las dos pequeñas placas de parqué bajo las que solía esconder mis cuadernos. Solté un suspiro de alivio. Todavía estaban allí. Todos. Los recogí y los puse en mi mochila.
En el cuarto de baño, recogí rápidamente mis enseres de aseo y mis medicamentos, que metí revueltos en la mochila. Eché una última mirada al apartamento, después salí al recibidor sin esperar más. Cerré de un portazo y bajé por la escalera de servicio.
Una vez en la calle, miré rápidamente a mi alrededor, seguro de que un enemigo invisible estaba a punto de echárseme encima; después, con la mochila a la espalda, subí por la Avenue Miromesnil corriendo, pegado a las paredes de piedra blanca y ladrillo rojo.
Tras torcer a la izquierda, entré en el ruidoso bulevar recorrido por largas filas de vehículos. Dejé tras de mí la sombra imponente de la iglesia de Saint-Augustin. Por las aceras, me hundí corriendo en la jungla parisina de columnas Morris y de otras cabinas telefónicas… Cuando llegué a la Place du Général Catroux, levanté la cabeza para mirar la gran estatua de Alexandre Dumas. El escritor estaba sentado sobre una gran silla, encima de sus obras. Él también parecía vigilarme. En cada momento, esperaba ver que guiñara los ojos como había resplandecido el objetivo de la pequeña cámara de vigilancia. Tenía la seguridad de que toda la ciudad me espiaba. Me deslicé sin esperar hacia la sombra tranquilizadora de los plátanos. El mundo parecía girar en torno a mí, lleno de voces confusas y ruidosas. Hacía tanto calor que el cielo estaba lleno de un vapor trémulo que me aturdía. Creí que me desvanecería varias veces. Pero tenía que seguir corriendo, seguir corriendo, como la víctima enloquecida de mil depredadores.
Crucé la Place Wagram para continuar recto hacia la Porte d'Asnières. Quería salir de París, de su locura o de la mía; alejarme de mi apartamento, de la cámara, de mi pesadilla.
Cuando ya no pude correr más, me dejé caer en un banco.
Cerré un instante los ojos, como si eso pudiera transportarme a otro mundo, a otra realidad. En mi cabeza resonaban miles de voces. Sudaba. Abrí los ojos y levanté la cabeza. La fachada de un hotel se dibujó frente a mí, como una respuesta maternal a todas mis angustias.
20.
Era el mejor refugio con el que se podía soñar: un hotel Novalis, dos estrellas, anónimo, casi inexistente, blanco y frío, discreto; el no-lugar que justamente necesitaba. Para no ser.
Desde el atentado, no había tenido tiempo para cambiarme de ropa. La sangre y la suciedad se confundían en mi camiseta. Mi pantalón estaba desgarrado; mis manos, heridas; tenía el aspecto de un vagabundo que ha sido apaleado por una banda de gamberros. No sé cómo el tipo de debajo del hotel me permitió entrar con unas pintas como las mías. Tal vez, la cadena hotelera no le daba el placer de rechazarme.
– ¿Le queda alguna habitación?
Mientras hablaba, sin dejar de sudar, miré a mi alrededor, como si me siguieran.
– ¿Para cuánto tiempo?
– No lo sé. Para algunas noches.
– ¿No tiene equipaje? -preguntó él con un tono de desinterés.
– No, nada.
– Tiene que pagar por anticipado, señor.
Le di en efectivo la cantidad correspondiente a la primera noche. Él soltó un suspiro y me dio una llave.
– Habitación 44, segundo piso.
Y me dejó pasar sin preguntar nada más.
Algunas horas más tarde, a cambio de un billete de 50, aceptó incluso subirme una botella de whisky y cigarrillos…
Me quedé acostado, fumando cigarrillo tras cigarrillo, en estado de choque, mudo y atiborrado de ansiolíticos. Las personas como yo siempre tienen un arsenal de medicamentos al alcance de la mano. Al cabo de varios años, los médicos acaban olvidando lo que prescriben. Te dan recetas. Y uno acaba guardando un poco de todo: somníferos, neurolépticos, antidepresivos… Cuando se ha probado todo, durante cerca de quince años, siempre se encuentra la pildora adecuada para cada momento. Por poco aventurero que se sea, se llegan a conocer las mezclas y las virtudes que el alcohol añadía.