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– Puede entrar, señor, por favor.

Me levanté lentamente y crucé la puerta frotándome la nariz con la mano izquierda. La psicóloga se había instalado detrás de una mesa desordenada. Me observaba con aspecto serio.

– Siéntese -me dijo ella, señalándome la silla que estaba frente a ella.

Yo lo hice, sin dejar de mirar el fárrago que reinaba en el gabinete. Había montones de libros, un ordenador abandonado por el suelo, un gran climatizador blanco… Me había esperado un interior sobrio y, sobre todo, mucho más ordenado. ¿Una psicóloga negligente podía ser una buena psicóloga?

– Bien. Antes que nada, ¿cómo se llama usted?

– Me llamo Vigo Ravel, como el compositor, y tengo treinta y seis años.

Vi que anotaba mi nombre en un gran cuaderno negro.

– Venga, cuéntemelo todo.

– Doctora, creo que…

– Espere un momento -dijo ella levantando su bolígrafo-. Yo no soy doctora, soy psicóloga.

– ¿No es lo mismo?

– No, en absoluto. No he estudiado medicina…

– Ah, bueno, eso no es grave -dije sonriendo-; yo estoy loco, no enfermo.

Ella permaneció sorprendentemente serena. Eso no la había hecho reír.

– ¿Por qué dice usted que está loco?

– Eso no lo digo yo exactamente, sino mis padres y mi psiquiatra, el doctor Guillaume. Dicen que soy esquizofrénico… Llevan años tratándome.

– ¿Y usted no les cree?

Ella hablaba con una voz monótona y asentía regularmente con la cabeza, como para darme a entender que comprendía todo lo que yo decía, o bien para tranquilizarme, sin duda. Y lo más asombroso era que funcionaba. Sin entender por qué, sentía confianza hacia aquella mujer. Había en su mirada una contradicción que me gustaba: era a la vez maternal y neutra. Protectora e imparcial. Tenía la impresión de que podría decirle cualquier cosa y que ella no me juzgaría, al contrario que el doctor Guillaume, quien siempre había parecido estar evaluándome.

– Bueno, es un poco más complicado. Al principio no les creía, pero acabé creyéndoles, y ahora vuelvo a tener dudas… Es un poco complicado, lo admito. Me habría gustado hablarlo con mi psiquiatra, no la habría molestado; pero el problema, sabe usted, es que ha muerto en el atentado.

Vi que levantaba lentamente la cabeza y arqueaba ligeramente una ceja. Intentaba no parecer sorprendida, pero no pudo ocultármelo. Sonreí.

– ¿Su psiquiatra murió en el atentado de la Défense? -preguntó, a la vez que se aclaraba la garganta.

– Sí, bueno, eso creo. Ya no estoy seguro de nada, ahora. Ni siquiera estoy seguro de que haya existido. Disculpe, pero necesito saberlo: ¿el atentado ha ocurrido de verdad?

En esa ocasión, ella no intentó ocultar su asombro.

– Sí -dijo, frunciendo el ceño-. Sí, desde luego que ha tenido lugar el atentado de la Défense. ¿Por qué duda de que su psiquiatra haya existido?

Me estremecí. A medida que explicaba las cosas, iba tomando conciencia de lo excéntrico de mi historia.

– Cuando volví allí, a la Défense, las personas que se ocupaban de las víctimas me dijeron que no había ningún gabinete médico en la torre. Sin embargo, allí veía al doctor Guillaume todas las semanas, desde hace años. Y también iba allí el día del atentado… ¿Conocía usted al doctor Guillaume? Mis padres dicen que tiene una buena reputación.

– No, lo siento, no me dice nada. ¿Ha recibido atención médica de urgencia tras el atentado?

– No.

– ¿Y no le han hecho una evaluación psicológica?

– No, porque conseguí escaparme de la torre…

– Pero, entonces, ¿precisamente estaba usted dentro de la torre SEAM en el momento mismo del atentado?

– Sí, pero conseguí sobrevivir porque pude salir justo antes de que las bombas explotaran. Y por eso vengo a verla. Porque si he sobrevivido, significa que no soy esquizofrénico. Y necesito saber…

Ella me miró fijamente sin decir nada.

– ¿Cree usted que soy esquizofrénico? -insistí.

– De entrada, no me gusta decir que una persona es esquizofrénica. En psicología, no clasificamos a las personas, sino problemas. Prefiero decir que una persona presenta una esquizofrenia…

Asentí con la cabeza, pero en el fondo lo psicológicamente correcto me daba igual. Lo que me interesaba era saber si estaba totalmente loco o no.

– De acuerdo, entendido, pero según usted, entonces, ¿presento una esquizofrenia?

– Debería ser su psiquiatra más que yo el que lo dijera, ya que le ha seguido durante más tiempo… Su diagnóstico sería más seguro que el mío.

– Sí, pero mi psiquiatra está muerto. Y necesito saberlo. Es urgente. No puede usted dejarme con la duda. Usted es psicóloga. Al menos, es capaz de reconocer a un esquizofrénico, ¿no? Es básico. Si no, está usted dejando de asistir a una persona en peligro. ¿Cómo se sabe si se es esquizofrénico?

Creo que ella soltó un ligero suspiro.

– Es bastante complicado, pero empezamos a conocer mejor este problema. ¿Conoce usted un poco la historia del descubrimiento de esta enfermedad, señor Ravel?

– Sí, vagamente.

– ¿Le dicen algo los primeros estudios de Kraeplin?

– Sí, el doctor Guillaume me había hablado de ellos. Es el psiquiatra que, en 1900, diferenció la esquizofrenia de la paranoia, ¿no?

– Así es. Primero la llamó Dementia praecox, «demencia precoz», porque afecta esencialmente a los hombres jóvenes de entre dieciocho y veinticinco años. Esta diferenciación fue esencial. Desde entonces, el enfoque clínico de la esquizofrenia ha progresado mucho, y para diagnosticarla, hay muchos métodos. Su psiquiatra ha debido de hablarle sobre eso también, supongo. En general, hay que remitirse a los criterios diagnósticos del DSM IV.

– Sí, sí. Lo recuerdo. Pero no presté verdaderamente atención en aquel momento. ¿Qué es eso exactamente?

– Es una clasificación americana de las enfermedades psiquiátricas… En concreto, proporciona una lista de síntomas característicos de la esquizofrenia, o más bien, de las esquizofrenias. Cuando un paciente presenta, al menos, dos de estos síntomas, puede declararse que presenta una esquizofrenia.

– ¡Pues ya está! -exclamé-. Eso es exactamente lo que quiero saber: quiero saber si objetivamente, clínicamente, soy esquizofrénico. Porque durante años me han dicho que lo era; pero, ahora, ya no estoy seguro…

La psicóloga se quedó en silencio durante un instante. Me miraba con mucha seriedad, lo que me parecía bastante tranquilizador. Deslicé una mano en el bolsillo de mi chaqueta para buscar mis cigarrillos.

– ¿Puedo fumar?

– No.

Volví a dejar el paquete en su lugar.

– ¿Cuáles son los síntomas que hicieron que su psiquiatra le declarara una esquizofrenia? -me preguntó finalmente ella.

– Oigo voces en mi cabeza.

Ella anotó algo en su cuaderno.

– ¿Son voces exteriores o su propia voz?

– Bueno, más bien son voces exteriores que oigo cuando tengo crisis. En realidad, creo…, en fin, empiezo a creer que lo que oigo son los pensamientos de las personas.

No me atreví a darle ejemplos. Sin embargo, había uno que no podía olvidar. «Brotes transcraneanos, 88, es la hora del segundo mensajero…»

– Ya veo. Y bien, si es lo que quiere saber, entonces sí, se parece bastante, en efecto, a uno de los síntomas que se citan en el DSM IV. Pero esto no basta para afirmar que usted sufre una esquizofrenia…

– ¿Qué más hay?

– Hay montones de síntomas, señor Ravel, pero le repito que no se puede diagnosticar así este tipo de enfermedad, durante una simple entrevista. Requiere su tiempo. Y además, ahora tenemos medios más desarrollados. En ciertos casos, pueden incluso tomarse imágenes del cerebro.

– Sí, sí, lo sé: me he hecho montones de ellas. Montones, durante años. ¡Tienen tantas imágenes de mi cerebro en el gabinete del doctor Guillaume, que habrían podido hacer un cómic!