– Quiere que vuelva a verla, ¿es eso?
– Usted debe decidirlo.
Me tomé un momento para reflexionar.
– No consigo manejarme yo solo -confesé finalmente.
– Es completamente comprensible. Hace un momento me ha dicho que tenía padres… ¿Pueden ayudarle?
– No, por ahora. No están aquí.
– El problema que usted padece es muy difícil de sobrellevar solo, señor Ravel. Pero no debe olvidar que es un problema, no una fatalidad. Hay posibilidades de que remita. El que sea usted consciente de este problema es ya un punto positivo.
– Sí, de acuerdo; pero a fin de cuentas, una vez que hayamos tratado la cuestión de mis alucinaciones, usted me dirá que soy esquizofrénico y volveremos al principio.
– Ya le he dicho que no afirmo este tipo de cosas. Y se lo repito: dejemos de lado esta problemática para concentrarnos en las voces que escucha.
– De acuerdo -respondí sin convicción-. Puedo intentarlo.
– Perfecto. Entonces, acordemos una cita.
– De acuerdo.
Ella sacó un segundo cuaderno negro, más pequeño, y la observé lamerse el dedo índice cada vez que volvía la esquina de una hoja. Tuve la impresión de que era un gesto que hacía mi madre, pero no conseguí imaginármela. No podía ver el preciso rostro de mi madre haciendo ese gesto preciso, y, sin embargo, estaba seguro de que había algún vínculo con ella… Era bastante extraño… Era bastante extraño. Como esos sueños en los que la gente tiene nombre, pero no un rostro.
– ¿Puede usted volver pasado mañana?
– Sí, sí… No tengo nada previsto.
– ¿No trabaja usted, señor Ravel?
– Sí, pero no este momento…
– Entonces, pasado mañana a las tres de la tarde.
Le pregunté cuánto le debía y le pagué enseguida.
– Hasta la vista, señor Ravel. Intente descansar. Tiene aspecto de no haber dormido mucho los últimos días, y la fatiga no mejora las cosas.
Me levanté y le di la mano, tomando conciencia de repente del sentido profundo de ese simple gesto. Un gesto que no hacía a menudo. Apretar una mano. Compartir durante un instante nuestros útiles. Algo así. Mis manos no son esquizofrénicas.
– Gracias, señora.
Salí de la consulta.
22.
Cuaderno Moleskine, nota n.° 113: la memoria.
Se dice que poder ponerle nombre a nuestros problemas es ya encontrar la mitad del remedio. Ahí va: sufro una amnesia retrógrada. Para ser preciso, no recuerdo prácticamente ningún acontecimiento anterior a mis veinte años. Las pocas cosas de las que me acuerdo pueden ser falsos recuerdos, cosas que mis padres me habrían contado y de las que me habría apropiado, o bien lo que se llama «paramnesias reduplicativas», ilusiones de la memoria. Está en los diccionarios, y se traduce en impresiones de déjà-vu o de reviviscencias confusas de escenas de la infancia. A veces me asaltan, como fiases, ante un objeto, un olor, un sonido.
Es particularmente lamentable no acordarse de la propia infancia, ni siquiera de la adolescencia. En la comprensión, el conocimiento de uno mismo, una laguna tan grande es necesariamente un déficit. Por tanto, no me conozco bien. Por tanto, no estoy seguro de nada en lo que me concierne. No estoy seguro de mis preferencias políticas, ni de mis gustos, ni de mis deseos. Se dice que un hombre es la suma de todas las opciones que éste hace en su vida. Pero, entonces, ¿se puede ser un hombre si uno no se acuerda de ninguna de estas opciones?
Tal vez, no obstante, tengo la impresión de acordarme de hechos antiguos. Recuerdos vagos, antiguos, confusos, pero recuerdos de todos modos. No sé si son reales o si son paramnesias causadas por mis problemas mentales; sin embargo, he tomado la decisión de anotar aquí estos recuerdos. Tal vez podría así reconstruir poco a poco el ser que soy o que era. Es lo que los psiquiatras llaman la «técnica del paso a paso». Revivir lentamente el viaje de mi vida pasada, pero en segunda clase, por favor.
23.
Al día siguiente de mi visita al psicólogo, después de haber Pasado mi primera noche relativamente en calma desde los atentados, me propuse no quedarme encerrado en el hotel. Llevaba horas dándoles vueltas a las preguntas en mi cabeza, y no siempre sabía dónde estaba. Me sentía muy solo, muy perdido, y enseguida me pareció que necesitaba ver a alguien, a alguien que me conociera, junto al que pudiera tal vez reencontrar el sentido de la realidad. Seguía sin tener noticia alguna de mis padres, y no estaba seguro de querer verlos por el momento. Por tanto, me decidí a ir a ver al señor De Telême, mi jefe.
Me aseé rápidamente, y me vestí, no sin sentir un verdadero placer. Volver a ponerme esa ropa era un primer paso para aceptar una realidad segura, una realidad en la que debía estar afeitado, limpio y presentable.
Me tomé un café y un cruasán en la planta baja del hotel, en un pequeño bar. Intenté no prestar atención a las voces de los otros clientes. Tenía que concentrarme en otra cosa. Eché una ojeada a los periódicos de la mañana. Sólo hablaban del atentado y de la pista islamista. Todavía se veían las fotos de la Défense, y de las fuerzas de auxilio en medio de las ruinas. Mi realidad. Pagué al camarero, y después me puse en camino.
La sociedad Feuerberg está instalada en la Place Denfert-Rochereau. Seguía inquieto por la idea de volver bajo tierra, así que cogí el autobús y crucé París por la superficie. Pero cuando estuve a pocos pasos de las oficinas y vi pasar tras las ventanas a numerosas siluetas, tuve de repente un extraño sentimiento, no tanto de miedo como de inquietud. ¿Estaba listo para volver a ver a mis colegas de golpe? Había desaparecido durante días, iban a asediarme con preguntas, a lanzarme miradas suspicaces… No. Era demasiado pronto para enfrentarme a eso. Era mejor ver al señor De Telême cara a cara.
Cogí mi teléfono móvil y llamé a su oficina. Me respondió su secretaria. Era una mujer a la que nunca había apreciado. Hablaba poco, jamás daba su opinión. Se contentaba con seguir al señor De Telême para todo, con un cuaderno y un bolígrafo en la mano, y esbozaba extrañas sonrisas, que no lo eran, en realidad.
– ¿Podría hablar con el señor De Telême, por favor?
– No está aquí hoy. ¿Quiere dejar un mensaje?
– No -respondí-. Volveré a llamar mañana.
La secretaria pareció dudar durante un instante.
– ¿Señor Ravel, es usted?
Ella me había reconocido. Había reconocido a Vigo Ravel, a mí. Por tanto, estaba en la realidad. Feuerberg, François de Telême, la secretaria… Eso, al menos, no me lo había inventado.
– No, no -mentí-. Gracias, señora, volveré a llamar.
Colgué enseguida. Di algunos pasos por la plaza, suspirando. ¡Qué imbécil! Había cruzado todo París para nada. Me habría bastado llamar para evitar el desplazamiento. Pero, después de todo, caminar me ayudaría a ver las cosas más claras. Por el momento, no oía ninguna voz en mi cabeza. No me había sentido tan tranquilo desde los atentados. Ahora que estaba aquí, y con una buena disposición, podía aprovechar el buen tiempo para pasear un poco…
Así, pasé el mediodía caminando por el distrito XIV. Como todavía no estaba completamente seguro y me esperaba que aparecieran los dos tipos que me habían perseguido, me paseé por los lugares más tranquilos y más discretos del barrio: los jardines del Observatorio, las callejuela de la villa d'Alésia, el parque Montsouris…
En el camino de regreso, más sereno, me sorprendí al encontrar en mí sensaciones antiguas: el estado de ánimo en el que había estado tanto tiempo. Volví a descubrir, sin verdaderamente explicármelo, esa resignación que el doctor Guillaume siempre había alabado. Poco a poco, la certidumbre de que era esquizofrénico se fue instalando de nuevo, y prácticamente me convencí de que todo lo extraño que me había pasado esos últimos días era tan sólo producto de mis delirios.