Los dos tipos que me habían perseguido, sin duda, no habían existido nunca, ni tampoco la cámara del apartamento de mis padres, y la frase que me había parecido oír en la torre SEAM. No era ningún mensaje indescifrable, era simplemente una frase sin pies ni cabeza que me había inventado.
En el fondo, era tranquilizador saberse simplemente loco. Era reconfortante, y era una respuesta fácil a todas mis cuestiones. Si era esquizofrénico, entonces, ya no había ningún misterio, sino sólo algunas alucinaciones a las que no debía dar ningún crédito.
Entonces, en el Boulevard Raspail, crucé una mirada que me pareció familiar. Me detuve, intranquilo, y observé más atentamente a la joven que cruzaba un poco más lejos. Ese corte de cabellos, esa nariz fina, esas piernecillas… Sí, era la contable de Feuerberg. Sin pensarlo, grité su nombre.
– ¡Joëlle!
La joven se giró, y después pareció sorprendida al descubrir mi rostro. Giró los ojos y retomó su marcha con un paso más rápido.
Dudé un segundo, desconcertado por su reacción; después empecé a seguirla.
– ¡Joëlle! ¡Soy yo, Vigo!
Ella caminó más rápido todavía. Corrí para alcanzarla y, cuando estuve a su altura, me deslicé ante ella y la cogí por el hombro.
– ¿Qué ocurre? -pregunté, perplejo-. ¿No me reconoce?
Ella se soltó, con los ojos llenos de pánico.
– Déjeme, por favor.
Después, volvió a ponerse en marcha. Estupefacto, la volví a coger del brazo, más firmemente esta vez.
– ¿Qué son estas tonterías? ¡Joëlle! Trabajamos juntos en Feuerberg. ¡Soy Vigo Ravel!
– ¡Señor, no sé de qué está hablando, no le conozco, déjeme tranquila!
Ella me empujó violentamente y se fue corriendo al otro lado de la calle.
Me pregunté si era posible que se hubiera equivocado, que hubiera confundido su rostro, pero estaba absolutamente convencido de reconocerla, hasta por su voz y su mirada. Era ella sin lugar a dudas. Pero ¿por qué iba a mentirme? Algunos peatones habían empezado a mirarme fijamente con suspicacia; sin embargo, me negué a dejarlo estar. Necesitaba una explicación. Me puse a correr.
La contable me llevaba ventaja, pero yo iba mucho más rápido y la alcanzaría enseguida. Vi que giraba por una calle a la derecha.
– ¡Oh! ¡Señor! ¡Déjela en paz!
Una rubia alta, que iba detrás de mí, pareció querer jugar a los justicieros; pero no tenía intención de dejarme impresionar. Corrí más rápido.
Cuando llegué a la esquina de la calle, vi a lo lejos a dos policías. Lancé un juramento. La joven se fue derecha hacia ellos. Iba a denunciarme. ¿Denunciarme por qué? ¿Por haberla reconocido? Di inmediatamente media vuelta, invadido por un inmenso sentimiento de injusticia. Era a mí, ahora, al que iban a perseguir, cuando era la única y verdadera víctima de esta historia.
Me precipité hacia el cruce y, sin dudar, me subí a un autobús. Dejé el barrio, apenado, y viendo alejarse las siluetas de los dos policías.
A la mañana siguiente, a la hora prevista, me senté frente a la mesa de «Sophie Zenati, psicóloga, 1.° izquierda».
24.
– ¿Cómo se siente hoy, señor Ravel?
Extrañamente, me sentía feliz de volver a encontrarme con la señora Zenati, a la que me complacía poder llamar ya mi psicóloga. Así estaba seguro de apropiármela. Tenía la impresión de que se hacían cargo de mí.
– No sé -respondí, a la vez que me aclaraba la garganta-. Es extraño. Por un lado, me siento mejor, sin duda, por haber hablado con usted; pero, por otro, tengo una sensación extraña. Como si saliera de una larga pesadilla… Debo confesarle que, desde ayer, me pregunto si lo que le conté había sido real. Siento un poco de vergüenza, pero es así.
– ¿Qué quiere decir?
– Toda la historia del atentado… Y además, no se lo he dicho todo. También está lo del apartamento de mis padres, que encontré hecho un desastre, y después los dos tipos que me habrían perseguido hasta las catacumbas… Cuando pienso en ello ahora, me parece totalmente imposible. Completamente absurdo. Creo que deliraba un poco. Reconozco los síntomas de mi esquizofrenia. Mi delirio de persecución, todo eso…
– ¿Su esquizofrenia? ¿Por tanto, cree usted de nuevo que padece ese problema?
Suspiré.
– Ya no sé, he empezado a dudar de todo. Me pregunto si verdaderamente he sobrevivido al atentado, o si me lo he inventado todo… Parece increíble, en todo caso, que haya podido sobrevivir, ¿no?
– ¿Ha retomado su tratamiento con neurolépticos?
– No.
– Creo que debería hacerlo.
– No puedo soportar más los efectos secundarios.
– ¿Son más insoportables que sus problemas?
Me encogí de hombros.
– ¿Cómo podría decírselo? Esos medicamentos me convierten en un ser al que no puedo mirar en el espejo. Me hacen engordar, me vuelven completamente letárgico, me cuesta levantar los ojos, mirar a la gente a la cara. Y además, soy incapaz de tener la menor erección…
Ella asintió y escribió algo en su cuaderno. Imaginé, sonriendo, la frase que podía haber escrito: «incapaz de empalmarse». Mi vida era fabulosa.
– Tal vez podría hacer que le prescribieran medicamentos que no tienen los mismos efectos secundarios.
– Sí, tal vez.
Hubo un momento de silencio. Miré a mi alrededor. El despacho seguía igual de desordenado.
– Señor Ravel, le he traído un libro que me gustaría que leyera.
– ¿Cree que no tengo otra cosa que hacer?
– Es sobre la esquizofrenia. Es un libro excelente, claro y conciso. El autor, Nicolas Georgieff, es un buen psiquiatra. Debería leerlo; le permitiría identificar mejor sus problemas. Vería que la medicina moderna los reconoce claramente. ¿Quiere que le lea un pasaje?
– Sí, hágalo…
La psicóloga se puso sus gafas y empezó a leer como una maestra de escuela.
– «El delirio y la esquizofrenia son dos síntomas psicológicos típicos de la esquizofrenia. El delirio se define por una creencia absoluta e inquebrantable del sujeto en que son reales pensamientos imaginarios, creencia que no comparte con nadie más. Las ideas delirantes más frecuentes son las de persecución, en la que el sujeto está convencido de que unos personajes, reales o no, lo persiguen con fines malvados y se confabulan contra él.»
– Sí, eso se parece a lo que me pasa. ¡Es formidable! -dije con ironía.
– Espere. Ahora viene algo que puede interesarle: «Lo que caracteriza al delirio es una particular creencia llamada convicción delirante". Se trata de una convicción íntima que se escapa a cualquier contestación de los hechos. Nace, a menudo, de la atribución de un significado personal y extraño a un acontecimiento real cualquiera, que adquiere sentido brutalmente de manera evidente: el sujeto tiene la intuición de que tiene que ver con él. El delirio sitúa al sujeto en el centro del mundo, frente a acontecimientos que adquieren sentido para él, que le conciernen, y dejan de parecer aleatorios, para expresar necesariamente una lógica oculta. Las alucinaciones psicóticas, segunda categoría de problemas psicóticos típicos, consisten muy a menudo en la percepción de "voces" que se dirigen al sujeto».
– Genial. Leeré su libro.
Ella me lo tendió, a la vez que soltaba un suspiro.
– ¿Sigo sin poder fumar? -pregunté, arqueando las cejas.
– Sí, señor Ravel. No se fuma en mi despacho.
– Se hace usted valer.
Ella no se levantó.
– Dígame, ¿sigue escuchando esas voces en la cabeza?
– Sólo cuando tengo crisis.
– Y cuando siente que le van a llegar esas crisis, ¿no puede hacer nada para evitarlas?
– Cuando tengo una crisis, la única manera de no oír las voces es aislarme completamente.