Añoraba ya mucho a su hijita.
11
Sharko, fuera de sí, abrió las puertas de los lavabos del SRPJ de Rouen una tras otra, para asegurarse de que nadie andaba por allí. A través de los cristales, caía un sol de justicia y el sudor se le pegaba a las sienes. Era abominable. Se volvió bruscamente, con los ojos inyectados de sal y de cólera.
– ¿Quieres dejarme en paz, Eugénie? Ya te devolveré la salsa de cóctel, ¡pero ahora no! Estoy trabajando, por si no lo sabes.
Eugénie estaba sentada en el borde del lavabo. Llevaba un vestido azul, zapatos rojos de hebilla, y se había recogido sus largos cabellos rubios con una goma. Disfrutaba maliciosamente jugueteando con un mechón de cabellos entre sus dedos. No sudaba ni una gota.
– No me gusta cuando haces esas cosas, Franck. Tengo horror a los esqueletos y los muertos. Éloïse también tenía miedo, así que ¿por qué vuelves a las andadas y me haces eso? ¿Acaso no estabas bien en tu oficina? Ahora ya no quiero marcharme. Quiero estar contigo.
Sharko iba y venía como un hervidor a punto de estallar. Corrió hasta el lavabo y hundió la cabeza bajo el agua helada. Cuando alzó de nuevo la cabeza, Eugénie aún estaba allí. La apartó con el brazo pero ella no se movió.
– Cállate, Eugénie. Lárgate. Con el tratamiento tendrías que haberte largado, tendrías que haber desapa…
– Pues volvamos a París ahora mismo. Quiero jugar a los trenes. Si eres malo conmigo, si vuelves a ver esqueletos, esto acabará mal. El tonto de Willy ya no te puede molestar, pero yo aún sí. Y cuando quiera.
Peor que una sanguijuela. El comisario se llevó las manos a la cabeza, salió bruscamente de los lavabos y cerró la puerta tras de sí. Giró en un pasillo. Eugénie, con su traje chaqueta, estaba sentada frente a él sobre el linóleo. Sharko pasó junto a ella ignorándola y se dirigió al despacho de Georges Péresse. El jefe de la criminal hacía malabarismos con su móvil y el teléfono fijo. Frente a él se había acumulado el papeleo. Tapó el auricular con la palma de la mano y señaló a Sharko con el mentón.
– ¿Qué pasa?
– Interpol… ¿Tiene noticias?
– Sí, sí, ayer se envió el formulario a la oficina central nacional.
Péresse retomó su conversación. Sharko permaneció en el marco de la puerta.
– ¿Puedo ver el formulario?
– Por favor, comisario… Estoy ocupado.
Sharko asintió y volvió a su lugar de trabajo, un pequeño espacio que le habían cedido en una sala abierta en la que había cinco o seis funcionarios de policía. Era julio, el cielo azul, las vacaciones. A pesar de la importancia de los casos en curso, el servicio funcionaba al ralentí.
El policía se sentó en su silla. Eugénie le había puesto nervioso, no había logrado canalizarla como en su despacho, en París. Llegaba con las alforjas cargadas de viejos recuerdos, obsesiones, para verterlos en su cabeza. Sabía perfectamente dónde pulsar para herirle profundamente. En definitiva, le castigaba cada vez que volvía a comportarse como un policía.
Se sumergió de nuevo en sus papeles, con un bolígrafo entre los dedos, mientras la chiquilla jugueteaba con un abrecartas. No cesaba de hacer ruido, y Sharko sabía que era inútil que se tapara los oídos: ella estaba dentro de él, en algún lugar bajo su cráneo, y no se largaría hasta que ella misma lo decidiera.
Por supuesto, el policía hizo todo lo posible para que nadie notara nada. Debía parecer normal, lúcido. Así era como había podido salvar el culo en las oficinas de Nanterre. Cuando por fin Eugénie se largó, pudo examinar sus notas. Por el lado médico-forense y el toxicológico, se había avanzado mucho. Los análisis más exhaustivos de los huesos, principalmente con escáner, habían permitido descubrir, en cuatro de los cinco esqueletos, fracturas antiguas -muñecas, costillas, codos…- con consolidación, lo que significaba que se remontaban a menos de dos años, y anteriores a la muerte, puesto que estaban coloreadas. Así que aquellos hombres anónimos no eran de los de matar el tiempo tras una mesa de despacho. Las fracturas podían deberse a caídas relacionadas con su oficio, un deporte singular como el rugby, o peleas. Aquel mismo día, más temprano, Sharko había pedido que trataran de establecer conexiones con los diferentes hospitales y clubes deportivos de la región. La investigación estaba en curso.
A falta de cabellos, el análisis toxicológico del vello púbico fue muy clarificador. Tres de los cinco individuos -y el asiático era uno de ellos- habían sido consumidores de cocaína y de Subutex, un sustitutivo de la heroína. El examen segmentario del pelo, por corte en fragmentos, había mostrado que en los tres casos la absorción de productos estupefacientes primero había disminuido de manera considerable para finalmente desaparecer en las últimas semanas antes de su muerte. El análisis de las pupas de insectos no había revelado nada. Si los hombres se hubieran drogado durante sus últimas horas, se hubieran hallado restos en la queratina de los caparazones de los insectos. Por ese motivo, el comisario había anotado que se verificaran las salidas de los centros de desintoxicación y de las prisiones, ya que el Subutex era una droga corriente entre rejas. Tal vez se trataba de un asunto de ex presidiarios, camellos o tipos implicados en una historia ligada al tráfico de drogas. No había que desestimar ninguna pista.
Por último, el pequeño conducto de plástico hallado junto a la clavícula en el cadáver mejor conservado. Los análisis no habían mostrado presencia de productos ligados a una quimioterapia. Además de las hipótesis planteadas por el forense, el informe establecía que aquella cánula también hubiera podido utilizarse para unir finos electrodos implantados en el cerebro a un estimulador colocado bajo la piel. A esa técnica se la denomina estimulación cerebral profunda y se utiliza para curar depresiones graves, limitar los temblores de la enfermedad de Parkinson o eliminar el trastorno obsesivo compulsivo. Ése era un punto interesante, dado que el asesino parecía interesarse por el cerebro de sus víctimas.
– ¿Qué estás escribiendo?
Eugénie había regresado. Sharko la ignoró displicentemente y trató de proseguir su reflexión. La chiquilla golpeteaba la mesa con un abrecartas, cada vez más fuerte.
– Éloïse está muerta, tu mujer está muerta. Éloïse y tu mujer están muertas. Y todo por tu culpa…
La pequeña cabrona… Era su frase preferida, la que lo hería en lo más profundo del corazón. El policía apretó los dientes.
– ¡Que te calles, joder!
Unas cabezas se volvieron hacia Sharko. Se puso en pie de un salto, con los puños apretados. Se abalanzó sobre un brigada que hacía fotocopias y le mostró su identificación de comisario.
– Sharko, OCRVP.
– Lo sé, comisario. ¿Desea alguna cosa?
– Necesito que vaya a por unas castañas confitadas y salsa de cóctel. Un bote de un kilo de pink salad. ¿Podrá hacerlo? No importa la marca de las castañas, pero la salsa, no lo olvide, tiene que ser pink salad, no puede ser otra.
El hombre abrió los ojos de par en par.
– Es que…
El policía parisino se llevó las manos a las caderas y sus hombros se ensancharon. Con sus kilos de más, Sharko, ya de constitución robusta, imponía respeto.
– Dígame, brigada…
El joven policía no volvió a protestar y desapareció. Sharko volvió a su lugar. Eugénie le sonreía.