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Sharko alzó la vista, sosteniendo el mentón con una mano. Aún era treintañera y el lado oscuro la atraía ya hasta el punto de controlar su vida. Y él, ¿a qué edad había comenzado a inclinarse hacia el lado oscuro? Tal vez incluso antes de esa edad. Y el resultado lo tenía ante sí. Cualquier observador hubiera comprendido su situación en un abrir y cerrar de ojos: un tipo atiborrado de medicamentos que envejecería solo, marcado por el sello de una vida fragmentada, incrustada en sus arrugas como un río de dolor.

Llegó a la estación del Norte a las 19:20, menos sudado que de costumbre. En julio, los trabajadores eran sustituidos por turistas, más disciplinados y menos pesados. El pulso de París batía al ralentí.

Andén número 9. Sharko esperaba entre las palomas, en una corriente de aire desapacible, brazos cruzados, con sus bermudas beis bajo una camisa amarilla, zapatos náuticos. Detestaba los andenes de estación, los aeropuertos, todo cuanto pudiera recordarle que, cada día, había gente que se despedía. A sus espaldas, había padres que acompañaban a sus hijos a los trenes, repletos en aquel inicio de vacaciones. Aquella separación era buena, pues amplificaba la alegría del reencuentro, pero en el caso de Sharko el reencuentro ya nunca tendría lugar…

Suzanne… Éloïse…

La masa de viajeros surgió torrencialmente del TG V procedente de Lille. Colores, una tempestad de voces y el ruido del rodar de las maletas arrastradas. Sharko estiró el cuello entre los taxistas que alzaban cartelas con nombres escritos y descubrió de inmediato a la persona que esperaba. Ella se aproximó, sonriente. Bajita, delgada, con los cabellos que le caían hasta los hombros, le pareció frágil y, sin la sonrisa torcida y esa fatiga que se percibe en ciertos policías, la habría tomado tal vez por una chavala que iba a París en busca de un empleo de temporada.

– ¿Comisario Sharko? Lucie Henebelle, SRPJ de Lille.

Sus dedos se rozaron. Sharko observó que ella pasaba el pulgar por encima, en su apretón de manos. Quería controlar el terreno o expresar una forma de dominación espontánea. El comisario le sonrió a su vez.

– ¿Aún existe el Némo, en la calle Solitaires del Vieux-Lille?

– Creo que está en venta. ¿Es usted del Norte?

– ¿En venta? Vaya… Todo lo bueno acaba por desaparecer. Sí, soy del Norte, pero hay que remontarse a mucho tiempo atrás. Vayamos al Terminus Nord, no tiene mucho glamour pero está aquí enfrente.

Salieron de la estación y encontraron una mesa a la sombra en la terraza del café-restaurante. Frente a ellos, los taxis se alineaban en una interminable cola coloreada. La estación daba la impresión de vomitar a la totalidad del mundo. Blancos, árabes, negros y asiáticos se desplazaban de un lado a otro en un enjambre indigesto. Lucie se deshizo de su mochila y pidió una Perrier, y Sharko una cerveza de trigo con una rodaja de limón. La joven policía estaba impresionada por el tipo, por su estatura principalmente: corte de cabello a cepillo, mirada de soldado veterano, corpulento. De él se desprendía la ambigüedad de un material heterogéneo, imposible de definir. Y, sin embargo, ella trató de no dejar entrever nada de ello.

– Me han dicho que es usted experto en comportamientos criminales. Debe de ser un oficio apasionante.

– Vayamos al grano, teniente, se hace tarde. ¿Qué tiene para mí?

El tipo era directo como el puñetazo de un boxeador. Lucie ignoraba a quién se dirigía ella, pero sabía que el otro no le daría nada sin recibir algo a cambio. En aquella profesión todo el mundo funcionaba igual. Toma y daca. Así que retomó su historia, desde el principio. La muerte del coleccionista belga, el descubrimiento de la película, las imágenes pornográficas y violentas ocultas en ella, el tipo al volante de un Fiat que parecía buscar esa película en concreto. Sharko no mostraba emoción alguna. El tipo de individuo que debía de haberlo visto todo a lo largo de su carrera, oculto tras un caparazón. Lucie no olvidó hablarle de la misteriosa llamada a Canadá efectuada a primera hora de la tarde. Señaló la mesa con el índice cuando el camarero les llevó las bebidas.

– He visto en Internet todos los informativos de las televisiones de la semana. El lunes por la mañana, los operarios descubrieron los cadáveres y por la noche el suceso ya era noticia de portada en todos los informativos. Se habló del descubrimiento de varios cadáveres enterrados con el cráneo abierto.

Sacó un cuaderno de su mochila. Sharko observó su minuciosidad, y la peligrosa pasión que en ella anidaba. Los ojos de un policía nunca deberían brillar, y los suyos irradiaban exageradamente al rememorar el caso.

– Apunté que ese lunes por la noche el reportaje sobre los cadáveres con el cráneo cortado comenzó a las 20:03 Y terminó a las 20:05. A las 20:08 el viejo Szpilman llamó a Canadá. En su móvil pude comprobar la duración de la llamada, once minutos, así que colgó a las 20:19. Hacia las 20:25 se mató al tratar de recuperar ese film.

– ¿Ha podido comprobar las otras llamadas de Szpilman?

– Aún no he puesto a mi brigada a trabajar en el caso. Me hubiera llevado una eternidad explicarles todo. La prioridad era encontrarle a usted lo antes posible.

– ¿Por qué?

– Porque el interlocutor misterioso llamará dentro de menos de un cuarto de hora y si no tengo nada sabroso que ofrecerle se habrá acabado.

– Hubiera podido pedir información a la brigada por teléfono. ¿Quería ver a uno de verdad?

– ¿Uno de verdad?

– Un verdadero analista. Un tipo que sabe de qué habla.

Lucie se encogió de hombros.

– Me gustaría poder darle coba, comisario, pero no tiene nada que ver. Ya le he explicado todo. Ahora es su turno.

Era directa, desprovista de artificios. A Sharko le gustaba el combate sordo que le proponía. Y, sin embargo, quiso vacilarla un poco.

– No, ahora basta de cachondeo… ¿De verdad cree usted que voy a darle informaciones confidenciales a un desconocido procedente del país de los caribús? ¿Quiere también que pongamos carteles en las marquesinas de las paradas de autobús?

Lucie, nerviosa, se sirvió la Perrier en un vaso. «Una angustias», pensó Sharko.

– Escúcheme, comisario. He estado de viaje todo el día y me he gastado casi cien euros en billetes de tren para venir a beberme una Perrier. Uno de mis amigos está tirado en un hospital psiquiátrico a causa de esta historia. Tengo calor, estoy hecha cisco, estoy de vacaciones y, sobre todo, mi hija está enferma.

Así que, y con el debido respeto, puede ahorrarse sus bromas de dudoso gusto.

Sharko mordió su rodaja de limón y se relamió los dedos.

– Todos tenemos nuestros pequeños problemas personales. Hace algún tiempo, estuve en un hotel sin bañera. El año pasado, creo… Sí, fue el año pasado. Eso sí que es un verdadero problema.

A Lucie le pareció estar alucinando. Un viaje de ida y vuelta entre Lille y París para oír semejantes sandeces.

– ¿Y qué hago, entonces? ¿Me levanto y me marcho?

– ¿Sus jefes estarán al corriente de esta historia, por lo menos?

– Acabo de decirle que no.

Ella era igual que él, por Dios. Sharko intentó ponerla en su sitio.

– Está usted aquí porque su propia vida se le está escapando de las manos. En su cabeza hay fotos de cadáveres que reemplazan a las de sus hijas, ¿no es cierto? Dé media vuelta, de lo contrario acabará como yo. Solo en medio del populacho que muere a fuego lento.

¿Qué dramas se habían abatido sobre él para que conjurara tantas tinieblas? Lucie recordó las imágenes del informativo de la televisión en las que le vio, en las obras de un gasoducto. Y la horrible impresión que había causado en ella: la de un hombre al borde del abismo.

– Me gustaría compadecerle, pero no puedo. No tengo por costumbre apiadarme de los demás.