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Marie Henebelle no tenía nada de la imagen que uno puede hacerse de una abuela, o incluso de una madre. Cabello corto erizado de mechas rubias decoloradas, ropa a la moda, al corriente de los últimos chismes para niños: Wii, Playstation, Nintendo DS… Se pasaba horas jugando a Cerebral Academy en la DS y a Call of Duty en la Playstation, un juego en el que el objetivo es matar al mayor número de enemigos posible. La contaminación del mundo virtual ya no tiene límite de edad.

Marie recibió a su hija sin una sonrisa, se puso en pie bruscamente y cogió su bolso de piel rojo.

– Juliette ha vuelto a vomitar dos veces esta tarde. Me temo que el médico te echará una reprimenda.

Lucie le dio un beso a su hijita adormecida, frágil como una aguja de marfil, y se volvió hacia su madre. En la pantalla, Call of Duty estaba en pausa. Marie acababa de cargarse a tres soldados con un fusil de percusión y parecía muy enfadada.

– ¿Una reprimenda? ¿Porqué?

– El chocolate y las galletas que le das a escondidas. ¿Crees que son tontos? Cada día ven a padres de tu estilo. Padres que no escuchan.

– ¡No come otra cosa! ¡Y ver sus muecas de asco frente a ese puré infecto me parte el corazón!

– Su estómago no soporta ni un gramo más de materia grasa, ¿lo entiendes? ¿Por qué siempre tienes que saltarte las reglas?

Marie Henebelle estaba muy nerviosa. Todo el día encerrada, la televisión, el llanto, aquellos video-juegos que ponen a cualquiera de los nervios. Aquel hospital estaba lejos de ser un lugar relajante, como un centro de talasoterapia de tres estrellas en Saint-Malo.

– Estás de vacaciones y podrías pasar un poco de tiempo con tus niñas, pero no. A una la mandas de colonias y, mientras tú te paseas por Bélgica y París, tu otra hija se queda en los huesos.

Lucie no podía más, aquellas últimas horas ya habían sido suficientemente agotadoras.

– Mamá, vuelvo a tener vacaciones en agosto y nos iremos las tres a la Vendée. Ya estaba previsto que ése sería nuestro verdadero momento para estar juntas.

Marie se dirigió hacia la puerta.

– Creía que tenías prioridades en tu vida, pero veo que estaba equivocada. Y ahora, voy a acostarme, porque dentro de unas horas tengo que volver aquí, si lo he entendido bien. Por suerte, la «abuelita Marie» está aquí, ¿verdad?

Desapareció. Lucie se pasó una mano por el rostro, fatigada, y apagó el televisor. La imagen del soldado pixelado se desvaneció de golpe. Lucie recordó las palabras de Claude Poignet, el restaurador: la violencia de las imágenes puede golpear en cualquier lugar, incluso en aquella habitación de una niña, dentro de un hospital. ¿Acaso no basta la agresividad de las calles que hay que llevarla incluso a lo más hondo de la intimidad familiar?

Las sombras descendieron, por una vez tranquilizadoras.

Lucie, en pijama, empujó el sillón hasta la cama y se instaló junto a Juliette. A la mañana siguiente se llegaría hasta la brigada para informar a sus superiores de aquella historia de la bobina, aunque ningún fiscal ordenaría una investigación en torno a una vieja película de hacía cincuenta años. El comisario Sharko era hombre de grandes miras: ¡entregarle la bobina a la científica, registrar la casa de Szpilman! Como si las cosas fueran tan fáciles. ¿De dónde había salido aquel policía estrafalario con bermudas y zapatos náuticos? Extrañamente, Lucie no podía deshacerse de la impresión que le había causado: la de un tipo que tenía en su activo más crímenes de los que ella vería en toda su vida, pero que no deseaba dejar traslucir nada. ¿Qué horrores se almacenaban en su cabeza? ¿Cuál fue su peor caso? ¿Se había enfrentado ya a asesinos en serie? ¿A cuántos?

Acabó por dormirse, con la cabeza llena de imágenes sombrías, y sosteniendo la mano de su hija.

El despertar fue brutal, una vez más. Los fluorescentes se encendieron y le desgarraron los párpados. En su duermevela, Lucie no se tomó la molestia de abrir los ojos. Probablemente se trataba de una enfermera que pasaba por allí por enésima vez para comprobar que todo iba bien. Se acurrucó aún más en el sillón hasta que una voz grave la arrancó definitivamente de su torpeza.

– En pie, Henebelle.

Lucie gruñó levemente. Podía tratarse de…

– ¿Comandante?

Kashmareck se erguía frente a ella. Cuarenta y seis años, rígido como una barra de acero. La luz blanca cincelaba sus rasgos y excavaba zonas de sombra en su rostro cuadrado. Señaló con el mentón a la chiquilla que aún dormía, arrebujada bajo las sábanas.

– ¿Cómo se encuentra?

Lucie se ocultó bajo una manta, avergonzada de mostrarse en pijama. Se acabó la intimidad.

– Regular… Pero no creo que haya venido usted aquí para saber cómo se encuentra. ¿Qué sucede?

– ¿Tú qué crees? Tenemos un asesinato. Algo… poco corriente.

Lucie seguía sin comprender el motivo de la visita. Se incorporó y se calzó las zapatillas con forma de conejo.

– ¿De qué tipo?

– Sangriento. Esta mañana nos ha llamado un repartidor de periódicos. Tenía por costumbre entrar en casa de su cliente cada día a las seis de la mañana, para tomar un café. Pero se ha encontrado al cliente colgado de la lámpara de la cocina, con las muñecas atadas a la espalda. Y destripado, entre otras cosas…

Lucie hablaba en voz muy baja. Aún no comprendía lo que sucedía.

– Discúlpeme, comandante, pero… ¿Por qué me concierne esta historia? Estoy de vacaciones y…

– El muerto tenía tu tarjeta de visita en la boca.

16

Cuando llegó Lucie, los coches de la policía y la camioneta de la científica aún estaban aparcados a lo largo de la calle Gambetta. Esperó a que llegara su madre, a las nueve, y durante una hora pudo charlar con Juliette para explicarle que pronto se irían a la Vendée, las tres, que construirían cientos de castillos de arena frente al océano y comerían helados.

Pero, de momento, ni castillos de arena ni helados. Había que dar paso a algo pegajoso y malsano: la pestilencia del escenario de un crimen.

Kashmareck ya estaba de vuelta. En el hospital, Lucie le explicó todo acerca del film, como había hecho con el comisario Sharko. Sin embargo, su encuentro con el comisario parisino, el día antes, así como su llamada a la OCRVP sin informar a sus jefes habían puesto al comandante de un humor de perros. Más adelante ajustarían cuentas.

Lucie se adentró en el salón de Claude Poignet, el restaurador de films, con un nudo en la garganta. La estancia no tenía vida, iluminada profusamente mediante los halógenos de la policía científica para no dejar escapar ningún indicio. El hombre o los hombres que primero se presentaron en casa de Ludovic y luego en la de Szpilman se habían hecho finalmente con el film. Según los colegas que registraban el piso superior, no quedaba ni rastro de la misteriosa bobina. Lucie sacudió la cabeza, mordiéndose los labios.

– Ha muerto por mi culpa. Yo le metí en la boca del lobo. Vivía aquí tan tranquilo y hoy…

Se agachó y acarició al gato, que se frotó contra sus piernas.

– ¿Quién se ocupará ahora de ti?

Kashmareck le plantó unas fotografías ante las narices.

– Lo hecho, hecho está. No estamos aquí para compadecernos.

Apenada, Lucie no protestó y se interesó por las fotos del escenario del crimen. Decenas de rectángulos mórbidos, nauseabundos. Kashmareck le hablaba mientras le mostraba las fotos.

– Le ataron y amordazaron y le colgaron allí, del gancho de la lámpara, con película. Veo difícil que alguien pueda hacer eso solo. Creo, a la vista de la altura del techo, que por lo menos eran dos. Uno para levantarlo y otro para colgarlo.