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El egipcio regresó con una batería, pinzas de cocodrilo, cuchillos de punta curva y un bidón de gasolina. En aquel momento, el policía supo que iba a pasarlas moradas. Se debatió y recibió un puñetazo en el vientre. Alzó lentamente el mentón. Su nariz chorreaba sangre.

– Tu hermano… Fuiste tú…

– Nunca aceptó mi homosexualidad. A él le debo haber pasado cuatro días en las mazmorras putrefactas de Kasr El Nil. ¿Sabes qué es lo que más les gusta allí? Colgarte de la falaka, azotarte los pies con una fusta y darte por el culo con su porra.

De una pequeña mochila extrajo un dictáfono y una cantimplora de agua. Bebió un trago.

– Me ocupé de él personalmente. Un juego de niños. Tenía que dejar de meter las narices en aquel caso.

– ¿Quién da las órdenes?

– No me creerás si te digo que no lo sé, pero me trae sin cuidado. Esa gente me ofreció una vida, me permitieron ser alguien respetable. Y ahora, explicarás en esta cinta magnetofónica todo lo que la policía francesa sabe sobre el asunto. Responderás a mis preguntas o te cortaré a pedazos.

Se frotó la boca y sus ojos de demente. Los granos de arena atravesaban el cuartucho y rechinaban contra las paredes. Maldijo en árabe y puso en marcha la batería. Las pinzas emitieron una carcajada sarcástica entre un chorro de centellas, y pareció que el aire chisporroteaba. Sin previo aviso, el egipcio las pegó contra el pecho de Sharko.

Su alarido se mezcló con el gemido del desierto.

Atef le dio al botón del dictáfono. Aquel cerdo estaba disfrutando.

– Háblame de los cadáveres desenterrados. ¿Hay manera de poder identificarlos?

En los ojos del policía se formaban lágrimas.

– ¡Jódete! Mátame si quieres… Ya me da lo mismo…

Atef agitó el barril de gasolina.

– Te voy a quemar un poco, jugaré con mis cuchillos y luego te soltaré vivo en el desierto para que en unas horas se te coman las hienas y los buitres. Nunca encontrarán tu cuerpo.

Golpeó a Sharko en el rostro con el bidón.

Un crujido. Un chorro de sangre.

– Quieren la grabación, ¿me entiendes? Tengo que probarles que he hecho bien mi trabajo, que pueden confiar en mí. Todo esto no habría pasado si no hubieras sido tan testarudo. Pero eres como mi hermano, hubieras seguido hasta el final. Husmeando, interrogando a quien hubiera hecho falta, hubieras acabado por descubrir la pista de los hospitales tú solo.

La aguja del voltaje de la batería recorrió el cuadrante en una décima de segundo. Sharko se contorsionó y apretó las mandíbulas. En su frente se hinchó una vena y le pareció que sus órganos deseaban abandonar su cuerpo. Tras cesar la tormenta eléctrica, sintió que su cabeza caía hacia un lado y una violenta bofetada le hizo volver en sí.

– ¿Qué sabes del síndrome E?

El comisario alzó el mentón, al borde de la inconsciencia. Todo su cuerpo le torturaba.

– Más de lo que… puedas imaginar.

Otra bofetada. Sus ojos se volvieron hacia la parte trasera de la habitación. Eugénie estaba sentada como una india en un rincón, y desgranaba arena entre sus dedos. Le miraba con su mirada más dura.

– ¿Se puede saber qué hacemos aquí, Franck?

Sharko tenía la vista empañada y las lágrimas le inundaban los ojos. Sus labios se despegaron y desvelaron una sonrisa triste. De su nariz y sus encías chorreaba sangre.

– ¿De verdad crees que he tenido elección?

Atef frunció el entrecejo y volvió a mostrar las pinzas amenazadoramente.

– ¿Qué dices?

Eugénie se puso en pie, con la mirada encolerizada.

– Siempre se puede elegir.

– No cuando uno tiene las manos atadas a la espalda.

Los globos oculares de Sharko giraban en sus órbitas siguiendo el desplazamiento de la chiquilla. Atef dio un paso atrás y se volvió. Entonces, el comisario se puso en pie y se abalanzó sobre él, junto con la silla, con la cabeza por delante. Dio contra Atef con toda su fuerza, en pleno abdomen. El impacto impulsó al árabe hacia atrás y se produjo un ruido de aspiración cuando chocó contra la pared. Una barra de acero salió por el costado izquierdo de su pecho. Sus miembros se distendieron, pero no estaba muerto. Su rostro se retorcía de dolor y su boca ya no emitía sonido alguno. Se llevó las manos a la barra de metal, sin fuerzas para nada más. De sus labios comenzó a manar sangre, probablemente de un pulmón perforado.

Sharko se dejó caer de costado, extenuado, con la espalda dolorida. Eugénie se había aproximado a Abdelaal y le observaba con una mueca.

– Tu vida siempre es así. Muertos, miedo, sufrimiento… No tengo diez años, querido Franck, y admiro el espectáculo que me ofreces desde hace tiempo. Es asqueroso.

En una posición forzada, Sharko logró arrastrarse hasta los cuchillos, que pudo asir con sus dedos.

– Nunca te he retenido. Nunca te he obligado a seguirme. No me lleves la contraria.

Sin excesiva dificultad, logró deshacerse de sus ataduras. Se puso en pie y se lanzó a por la cantimplora de agua que Atef había traído consigo. Bebió hasta saciarse. El líquido le chorreaba por el mentón y el torso, allí donde se le habían quemado puñados de pelos. Olía a quemado. Con un trozo de tela se frotó la nariz y se acercó a Atef, que aún respiraba. Sharko registró los bolsillos de su torturador. Documentación, cartera y un encendedor. Recuperó las llaves del coche y su propio móvil y vertió gasolina sobre la cabeza del árabe. Los ojos del agonizante aún hallaron fuerzas para abrirse como platos.

Sharko señaló con el mentón a Eugénie, sentada en un rincón.

– No estás obligada a verlo.

– Quiero verte a ti. Quiero ver de qué horrores te alimentas para vivir.

– Se lo merece. ¿Puedes comprenderlo?

Sharko apretó las mandíbulas, dubitativo. Lentamente, sus ojos fulminantes se alzaron hacia los de Atef. Se acercó a diez centímetros de sus labios.

– Durante toda mi vida he perseguido a cerdos como tú. Si hubiera podido, los hubiera matado a todos. Me revuelven las entrañas.

Le dio a la piedra del encendedor y sonrió:

– Gracias por la pista de los hospitales. Y esto es por tu hermano, hijo de puta.

Se quedó allí, inmóvil, quería que el árabe se fuera al infierno con la imagen de su rostro como última imagen. Volvió a sonreír cuando Atef se retorció al exhalar el último aliento y su piel comenzó a crepitar.

Luego se despreocupó de Eugénie y salió corriendo, con la cabeza gacha. A su alrededor era el apocalipsis. El desierto se agitaba y no se veía a diez metros de distancia. El humo negro se mezclaba con la arena. Sharko vio el todoterreno y se refugió en él. Tuvo que esperar media hora hasta que amainó la tempestad, que se alejaba hacia el oeste como el rodillo de una apisonadora gigante. El registro del coche no aportó nada. Ni móvil, ni notas manuscritas. Sólo un bolígrafo y unos Post-it. Aquel cerdo engominado había sido prudente. Por lo que respecta al mensaje en el móvil, se trataba de Henebelle. Sharko la llamaría una vez de vuelta en París.

El vehículo disponía de GPS, y podía utilizarse en inglés. El policía probó «Cairo center». Y, por alucinante que pueda parecer, el chisme calculó y le propuso un itinerario. Unos quince kilómetros por delante, diez de ellos sobre los pedruscos ardientes del desierto. Nadie encontraría a Abdelaal en mucho tiempo.

Contempló sus manos: no temblaban. Le había quemado el rostro a un hombre a sangre fría, sin asco. Simplemente animado por un odio peligroso. Ya no se creía capaz, pero en él habitaban aún las tinieblas, vivas y coleando. Uno no se deshace nunca de esas cosas.

Antes de ponerse en camino, Sharko anotó precisamente las coordenadas GPS de su posición, aunque no creía que nunca tuviera que regresar a aquel lugar…

Enseguida reconoció los primeros contrafuertes de las colinas del Mokatam, y la ciudadela de Saladino. Una vez llegado a la ciudad, tiró el GPS por la ventana y abandonó el todoterreno en un rincón despoblado, cerca de la Ciudad de los Muertos, con las puertas abiertas. Dado el barrio y la cantidad de vendedores de piezas de automóvil por metro cuadrado, en menos de una hora el vehículo estaría completamente desguazado.