– Denle vueltas a lo que acaba de explicarnos. Y creo que todos debemos darle las gracias a Henebelle por este magnífico caso en pleno verano.
Todas las cabezas se volvieron hacia ella, y silbaron las pullas. Lucie se lo tomó con una sonrisa, qué menos. Kashmareck hizo una última observación:
– ¿Todo el mundo sabe qué tiene que hacer?
Asentimientos silenciosos.
– Pues a currar.
Lucie se quedó unos instantes sola, frente al ordenador. Frente a aquella niña en un columpio cuya imagen estaba detenida. Recorrió con los dedos la boca inmóvil. Era como si la chiquilla le sonriera, transmitía inocencia.
Perdida en sus cavilaciones, pensó en Sharko. Incluso se preocupaba por él. ¿Por qué aquel silencio? Miró su teléfono… ¿Quién era realmente aquel analista del comportamiento en el que no dejaba de pensar? ¿Cuál era su pasado, su hoja de servicios? ¿A qué terribles casos había tenido que enfrentarse cuando era más joven? Llamó a la DAPN, la Dirección Administrativa de la Policía Nacional. Los servicios permitían obtener información acerca de cualquier agente francés. Casos que hubieran llevado, en curso, observaciones eventuales de sus superiores… Un auténtico currículo. Una vez que se hubo identificado, pidió acceder a los datos de la carrera de «Franck Sharko». ¿El motivo? Tenía que ocuparse de un dossier suyo. Su petición quedaría registrada; no importaba.
Unos segundos más tarde, le indicaron educadamente que su petición no podía ser atendida, sin darle razón alguna. Antes de colgar, preguntó si alguien había accedido a su dossier. Le respondieron afirmativamente. Anteayer, exactamente, por instrucciones del jefe de la OCRVP: Martin Leclerc.
Colgó, con un mohín de disgusto.
Así que Sharko y su jefe habían husmeado tranquilamente en su ficha. Conocían su pasado. Y aquel cerdo se había cuidado de no decírselo.
Para qué molestarse.
Con un suspiro, alzó la vista hacia la niña en la pantalla. Montréal… Canadá… Hoy en día, aquella desconocida debería de tener el doble de su edad. Y tal vez seguía viva en algún lugar remoto de aquel lejano país, y llevara consigo los secretos de aquella horrible historia.
28
La voz de Mickaël Lebrun resonó fría y autoritaria en el teléfono de Sharko.
– ¿Dónde está?
– En un taxi. Voy a comprarle whisky egipcio a mi jefe y unos regalos. Dígale a Nahed que no hace falta que me espere en el hotel. Me reuniré con ella en comisaría a primera hora.
– No, yo me reuniré con usted allí a las dos en punto. Me ha llamado Nuredín, está hecho una furia. Ya puede devolverle las fotos lo antes posible. Y no cuente con él para que le abra puertas, se acabó.
– No pasa nada. De todas formas, de ese dossier ya no se puede sacar nada más.
– Informaré a su superior.
– Hágalo, esas cosas le encantan.
Silencio. Sharko apoyó la cabeza contra la ventanilla. Por el extremo norte, los colores de El Cairo se empañaban más y más, a medida que el vehículo se aproximaba al barrio de los traperos.
– ¿Y su dolor de cabeza?
– ¿Cómo?
– Ayer tenía dolor de cabeza.
– Mejor.
– Ni se le ocurra hacer cualquier tontería antes de su vuelo de esta tarde, comisario.
Sharko recordó el rostro quemado de Atef Abdelaal, que se pudría lamentablemente al sol.
– Ni una tontería, confíe en mí.
– ¿Que confíe en usted? Antes confiaría en una serpiente de cascabel.
Lebrun colgó bruscamente. Aquellos tipos de la embajada eran, decididamente, muy sensibles, aferrados al protocolo como buenos mandados. Nada que ver con la manera en que Sharko entendía el oficio de policía.
El taxi negro se detuvo en mitad de la calzada, simplemente porque ésta se cortaba en seco. Ya no había asfalto, sólo tierra y gravilla por la que únicamente se podía circular en camioneta o tok-tok. El osta bilfitra le explicó en inglés macarrónico que para llegar al Centro Salam no tenía más que taparse la nariz y andar todo recto.
Sharko echó a andar y empezó a descubrir lo inimaginable. Se adentraba en el corazón palpitante de la basura de El Cairo. Bolsas de basura azules o negras, hinchadas por el calor y la podredumbre, se elevaban a tal altura que ocultaban el cielo. Nubes de milanos de plumas sucias volaban en círculos exactos. Montañas de chapa ondulada y bidones se amontonaban formando abrigos de fortuna. Cerdos y cabras circulaban en libertad como en otros lugares circulan los coches. Con la nariz hundida en la camisa, entrecerró los ojos. En la parte alta, las bolsas de basura se estremecieron.
Humanos. Había humanos que vivían en las montañas de desperdicios.
A medida que se adentraba en aquellas entrañas de la desesperación, Sharko fue descubriendo al pueblo basura, gentes que explotaban los desperdicios para exprimirlos hasta la última gota, el retal de tela o el pedazo de papel que podría proporcionarles alguna piastra. ¿Cuánta gente vivía en aquel vertedero? ¿Mil? ¿Dos mil personas? Sharko pensó en los insectos necrófagos que se suceden en los cadáveres durante la fase de descomposición. Las bolsas de basura de la ciudad llegaban en carretas, y la gente, como perros, desgarraba el plástico y separaba el papel, el metal e incluso el algodón de los pañales.
Grupos de chiquillos se acercaron a Sharko, se pegaron a él, le sonrieron a pesar de todo y le dieron a entender, con gestos, que les hiciera una foto con el móvil. Ni siquiera pedían dinero. Sólo pedían un poco de atención. Emocionado, Sharko aceptó el juego. A cada foto, los chavales de rostros tiznados se acercaban para verse y se echaban a reír. Una chiquilla sucia como el carbón tomó la mano del comisario y la acarició con ternura. Ni siquiera la roña y la pobreza lograban ocultar su belleza. Llevaba unas ropas fabricadas con sacos de cemento Portland. Sharko se agachó y le acarició los cabellos grasientos.
– Te pareces a mi hija… Todas os parecéis a ella…
Buscó en sus bolsillos, sacó tres cuartas partes del dinero que llevaba y lo repartió entre los niños. Unos centenares de libras, poca cosa para él, pero toneladas y toneladas de trapos viejos reciclados para ellos. Desaparecieron por las callejuelas multicolores peleándose por el dinero.
El policía se ahogaba. Huyó corriendo, al frente. Egipto le removía las tripas. Pensó en París, en la vida ajetreada de sus gentes con sus teléfonos móviles, sus coches, sus gafas de sol Ray-Ban alzadas sobre el cabello, y que se quejaban porque su tren llegaba con cinco minutos de retraso.
Un atisbo de humanidad pareció despuntar tras las últimas torres de desechos. Sharko descubrió unos edificios parecidos a viviendas sociales lastimosas. Más allá se extendían puestos de comerciantes, verdaderas viviendas, si así podían calificarse, con ropa tendida en las ventanas como las hordas coloreadas de la miseria, y cabras en los tejados. Sharko incluso descubrió un convento de monjas, The Coptic Orthodox Community of Sisters. Niñas de uniforme desfilaban en grupo en medio del patio, rezando y cantando. A pesar de todo, la vida también tenía derecho a existir allí.
El policía llegó por fin al hospital del Centro Salam. Un edificio grisáceo, muy alargado, con aspecto de dispensario. En el interior se notaba la falta de medios, el combate de aquellas personas en la sombra contra lo imposible. Una sala de espera precaria, mobiliario escaso, con sillas recicladas, mesitas y unas puertas de doble batiente con ojos de buey que parecían las de los quirófanos de las películas egipcias de los años cuarenta. Unas cajas con medicamentos, marcadas con el símbolo de la Cruz Roja francesa, se apilaban en los rincones.
Sharko se dirigió, en inglés, a una monja sentada en la sala de espera. Acompañaba a una niña a la cual cada respiración le provocaba un largo pitido. Un paso tras otro: Taha Abu Zeid. El hombre tenía unos rasgos cargados de la historia de los nubios: piel oscura, labios carnosos, bigotito recortado con esmero, nariz gruesa. Estaba escribiendo en un ordenador recuperado vete a saber dónde por el cual en Francia nadie hubiera dado más de diez euros. Sharko llamó a la puerta abierta.