– Sobre todo… si viene conmigo a correr a… la Ciudadela de Lille. Diez kilómetros, los martes y los viernes.
– Yo también corría, antes. Y puedo garantizarte que… que hubiera aguantado esa distancia.
– No ha estado usted mal esta tarde.
Los corazones recuperaban su ritmo normal. Sharko dejó su lata de Coca-Cola vacía sobre la barra.
– Vamos a instalarnos.
Se acomodaron en sus asientos y, tras unos minutos, Lucie hizo un breve resumen, con los ojos absortos en sus notas. En su cabeza, el mar y el sol de Marsella ya quedaban lejos.
– Ha vuelto a aparecer esa expresión: el síndrome E. ¿Sabe qué puede querer decir?
– No.
– En cualquier caso, ahora disponemos de una identidad, y de peso: Jacques Lacombe.
– Un médico, un cineasta… La ciencia, el arte…
– El ojo, el cerebro… El film, el síndrome E.
Sharko se frotó un buen rato el mentón, pensativo.
– Tenemos que ponernos en contacto con la Sûreté de Quebec. Hay que saber quién es ese Jacques Lacombe, y qué fue a hacer a Estados Unidos y a Montréal. Tenemos que llegar hasta esas niñas. Son la clave del asunto y aún deben de estar vivas, ¿no? Seguro que en algún sitio tiene que haber alguna pista. Gente que pueda explicarnos qué sucedió. Comprender, comprender, comprender…
Las palabras eran como una sombría advertencia en el fondo de su garganta. Con los dedos, rascaba el asiento de delante. Detuvo ese gesto cuando se dio cuenta de que Lucie le observaba con curiosidad.
– Parece que la investigación sobre el terreno le está haciendo mella… -dijo Lucie.
Sharko apretó los dientes y volvió la cabeza hacia el pasillo. Lucie sintió que no deseaba volver la vista atrás en su vida, así que calló y siguió pensando en el caso. La voz ronca de Judith Sagnol resonaba en su cabeza, sin cesar. Jacques Lacombe había realizado aquel film para alimentar a las almas perversas, les había confesado. Un medio para el cineasta de expresar su locura y de inmortalizarla. ¿Qué monstruo fue Lacombe? ¿En qué animal se había convertido en mitad de la selva colombiana? ¿A quién había arrastrado tras de sí para que incluso en la actualidad se asesinara para recuperar su «obra»? ¿Había realmente matado y decapitado a gente en la Amazonia por necesidades del guión? ¿Hasta dónde habían llegado el horror y la locura?
El paisaje desfilaba montañoso cuando el TGV dejó a la derecha los contrafuertes alpinos, y luego monótono a partir de Lyon. Lucie se adormilaba, mecida por el lento traqueteo del mastodonte de acero que atravesaba los campos. En varias ocasiones, en momentos de lucidez, sorprendió a Sharko mirando fijamente los asientos vacíos de la otra fila y murmurando cosas que no comprendía. Sudaba de una manera anormal. Se puso en pie por lo menos cinco o seis veces durante el trayecto para ir al baño o al bar, y no regresaba hasta al cabo de unos diez minutos, a veces enfurecido, a veces tranquilo, enjugándose la frente y la nuca con un pañuelo de papel. Lucie hacía ver que dormía.
El tren llegó a París, a la estación de Lyon, a las 23:03. Era ya de noche, los rostros se estiraban a causa del cansancio, y un aire pegajoso se infiltraba en el edificio, cargado del relente de la ciudad. El primer tren a Lille era al día siguiente, a las 6:58. Ocho horas son muchas cuando uno no tiene nada que hacer y ningún sitio adonde ir. El pensamiento de Lucie vagabundeaba. Ni hablar de sumarse a la vida del París nocturno. Por otro lado, sentía apuro ante la perspectiva de plantarse en un hotel con su ridícula mochila y sin muda de recambio. Sin embargo, un dos estrellas era la mejor solución. Se volvió hacia Sharko para despedirse, pero éste no estaba a su lado. Se había detenido, diez metros atrás, y movía las manos frente a él, con el rostro inclinado hacia el suelo, dirigiendo miradas a Lucie, como si ésta fuera el tema de una discusión violenta. Finalmente sonrió, atravesando el aire con los dedos como si le hubiera dado una palmada en la mano a alguien. Lucie se aproximó a él.
– Pero ¿qué está haciendo?
El se metió las manos en los bolsillos.
– Estaba negociando… -Su mirada resplandecía-. Mira, no tienes adónde ir. Puedo alojarte esta noche, tengo un sofá grande, a buen seguro más cómodo que una cama egipcia.
– No sé cómo son las camas egipcias, y sobre todo no quisiera…
– No es molestia alguna. Ahora, lo tomas o lo dejas.
– En ese caso, lo tomo.
– Muy bien. Y ahora tratemos de alcanzar el RER, antes de que sea demasiado tarde.
Y se encaminó hacia los túneles. Antes de seguirle, Lucie se volvió una vez más hacia el lugar en el que él se hallaba solo unos segundos antes. Sharko, que la vio, se sacó las manos de los bolsillos y le mostró su móvil con una sonrisa.
– ¿Qué? No creerás que estaba hablando solo, ¿verdad?
36
Tras aquella llamada desde la estación, Lucie esperaba encontrarse con la esposa del comisario en cuanto entraran en su apartamento. Durante el trayecto en el RER, trató de imaginar qué tipo de mujer podía encajar con un hombre de su envergadura. ¿Tenía ella el porte y el carácter del domador frente al león o, por el contrario, era dócil, dulce, dispuesta cada noche a soportar la tensión que los policías acumulan a lo largo de sus interminables jornadas?
Sin embargo, en cuanto el comisario hubo abierto la puerta, Lucie supo que nadie les aguardaba. Ni un alma viviente. Sharko se descalzó antes de entrar. Lucie se dispuso a imitarle.
– No, no, no te descalces. Sólo es una costumbre, tengo muchas costumbres de las que no consigo deshacerme y que me complican mucho la existencia. ¡Pero qué le vamos a hacer, es así!
Cerró la puerta y los cerrojos. A primera vista, Lucie observó que no se trataba exactamente del apartamento de un hombre solo: había varios toques femeninos, plantas cactáceas aquí y allá, unos zapatos de tacones altos bastante retros en un rincón. Pero sobre la mesa del salón sólo había un cubierto, dispuesto ya para una comida frente a la pared. Le vino entonces a la mente el film Léon de Luc Besson. En cierta medida, Sharko transmitía la misma tristeza que el asesino a sueldo, pero a la vez una incomprensible simpatía que daba ganas de profundizar más en el personaje.
Las fotografías de una mujer guapa, viejos clichés amarillentos en sus marcos, le confirmaron que probablemente el policía fuera viudo. ¿Qué divorciado conservaría su alianza? Más alejadas, contra la pared, se extendían otras fotos. Decenas de rectángulos de papel brillante se superponían los unos a los otros, entremezclados, fotografías de una niña desde su más tierna infancia hasta los cinco o seis años. En algunas de las instantáneas estaban los tres: él, la mujer y la niña. La madre sonreía pero, y aunque Lucie no supo explicar el porqué, en aquella mirada femenina se percibía una ausencia. En todas las fotos, Sharko abrazaba a la niña y a la mujer contra él, con tanta fuerza que sus mejillas se aplastaban unas contra otras. Lucie sintió entonces un escalofrío, como si, de manera brutal, hubiera adivinado: algo le había sucedido a la familia de Sharko. Un drama horrible, innombrable.
– Ponte cómoda, por favor… -dijo el comisario-. Me muero de sed… ¿Te apetece una cerveza muy fría?
Hablaba desde la cocina. Un poco perturbada, Lucie dejó su mochila sobre la alfombra y se adentró en la habitación. Un gran salón, bastante vacío. Vio un bote de salsa de cóctel y castañas confitadas sobre una mesa baja y, en un rincón, el ordenador.
– Cualquier cosa fría me va bien, gracias… ¿Tiene conexión a Internet? Quisiera hacer una búsqueda sobre Jacques Lacombe y el síndrome E.
Sharko regresó a su lado con dos latas de cerveza y le tendió una. Depositó la suya sobre la mesa baja y luego dirigió una mirada curiosa a un lado.