No le acompañaron.
Al cruzarse con aquellos soldados entrenados y dispuestos a matar, con arma blanca al cinto, se preguntó si no había firmado su sentencia de muerte. Acababa de ponerse en su contra a la Legión y probablemente a los servicios secretos. En su momento pensó que tras aquel caso se ocultaba algo gordo, y no se había equivocado. Altos funcionarios…
Circuló entre las grandes líneas rectas de la A6 pisando a fondo el acelerador. Con el dorso de la mano se enjugaba las pequeñas lágrimas que nacían del borde de sus ojos. Había confiado sus taras, sus heridas más profundas a Henebelle, porque sabía que ella era como él y porque entre ambos había nacido cierta confianza de manera espontánea. Le había desvelado sus cicatrices psíquicas.
Pero otros también le habían oído. Chastel, sus esbirros…
Ahora se sentía desnudo, traicionado, casi avergonzado.
Siete horas más tarde estaba de regreso en su casa. Registró exhaustivamente su apartamento y encontró cuatro micros. Uno oculto en el zócalo de su lámpara halógena y los otros tres en los termostatos de los radiadores. Material estándar, miniaturizado, del que utiliza cualquier servicio de policía. No cabía duda de que en aquellos aparatos no hallaría ninguna huella y que no podría averiguar nada.
Los arrojó contra el suelo con rabia.
Y Eugénie los aplastó con la suela de su zapato.
A partir de aquel momento, la Sig Sauer hundida en su cartuchera y los tres cerrojos de la entrada de su apartamento se le antojaron terriblemente ilusorios.
43
Lucie sólo había viajado una vez en avión, cuando tenía unos nueve años, para ir de vacaciones a las Baleares, y le pareció maravilloso. Recordaba a sus padres que la rodeaban y le acariciaban el cabello cuando la asustaban las turbulencias. Uno de los últimos recuerdos de los tres juntos. Ahora quedaba tan lejos…
Pensativa, su frente estaba pegada contra la ventanilla del Boeing 747 que sobrevolaba Quebec. La azafata acababa de despertarla, ordenándole que se abrochara el cinturón. El descenso comenzaba. Lucie había dormido a lo largo de todo el trayecto, con un sueño pesado, ininterrumpido, casi inusual. Admiró, a la pálida luz del sol poniente, las extensiones de lagos, bosques, ríos y pantanos aún a salvo de la civilización. Una tierra gigantesca, salvaje y milagrosamente preservada. Luego apareció la desembocadura del San Lorenzo, con las primeras grandes manifestaciones humanas, antes de que el avión sobrevolara la famosa isla en forma de rombo.
Montréal… Un bote de modernidad en medio del oleaje.
La azafata verificó de nuevo que todos los cinturones estuvieran abrochados. El pasajero vecino de Lucie, un rubio alto que tenía sus dedos prácticamente hundidos en los reposabrazos, la miró con ojos perrunos.
– Una vez más, tengo la sensación de que voy a morirme. No sabe cómo envidio a la gente capaz de dormir en cualquier lugar, como usted.
Lucie le respondió con una sonrisa educada. Tenía la boca pastosa y muy pocas ganas de discutir. El aterrizaje, en Montréal-Pierre-Elliott-Trudeau, fue muy suave. La temperatura local era notoriamente la misma que la de un clásico verano en el norte de Francia. No había posibilidad de sentirse en el extranjero, puesto que, además, buena parte de la población era francófona. Una vez resueltos los problemas usuales -aduana, verificación de la comisión rogatoria internacional, espera del equipaje y obtención de dólares canadienses-, Lucie hizo una señal para que se detuviera un taxi y se dejó caer en el asiento posterior. Allí apenas oscurecía, pero al otro lado del Atlántico la noche ya casi llegaba a su fin.
La primera impresión que tuvo de Montréal, en aquella oscuridad cada vez más espesa, fue la de una ciudad moderna e increíblemente luminosa. Los rascacielos dirigían sus luces hacia las estrellas, las numerosas catedrales e iglesias jugaban con los matices del rojo, el azul y el verde proyectados por focos. Ya en el centro, a Lucie la sorprendió la anchura de las avenidas y la rigurosa geometría del trazado de las calles. A pesar de las bocas del metro, de aspecto muy parisino, y de la efervescencia de los pequeños cafés o restaurantes, se percibía con menor intensidad la proximidad y el calor que animan, en las horas más calientes de la noche, la capital francesa.
Ya en el hotel Delta Montréal, una torre imponente cuya cúspide estaba iluminada por luces azules, Lucie no tuvo fuerzas para salir a visitar la ciudad, el famoso Montréal subterráneo, por ejemplo. Tras recoger la llave, se instaló en una habitación de la quinta planta, se desvistió y se tumbó sobre la cama con un profundo suspiro. No se sentía cómoda en aquel lugar anónimo en el que se sucedían los desconocidos, los hombres en viaje de negocios, las parejas de vacaciones. Nada hay tan deprimente como estar solo de noche, sin un solo ruido alrededor. ¿Dónde estaban las risas y los lloros de sus hijas y el bullicio cotidiano de su apartamento que la había acompañado desde hacía tantos años? ¿Cómo podía estar tan lejos de su hija enferma? ¿Cómo iban las colonias de Clara? Eran preguntas que una madre, una buena madre, nunca debería hacerse.
A pesar de esas preocupaciones, se adormeció progresivamente. Los ojos se le cerraban cuando sonó el teléfono del hotel. Alargó el brazo y se llevó el auricular a la oreja.
– ¿Diga?
– ¿Ya estás instalada, Henebelle?
Silencio…
– ¿Comisario Sharko? Sí… Acabo de llegar. Pero… ¿por qué no me llama al móvil?
– Lo he intentado, sin éxito.
Lucie cogió el móvil, que tenía junto a ella. La batería estaba cargada. La pantalla no indicaba ninguna llamada. Trató de pulsar un tono.
– Vaya, no ha debido de soportar la diferencia horaria… Y hablando de diferencia horaria, ahí deben de ser las cuatro o las cinco de la madrugada. ¿Ya se ha levantado?
En la oscuridad, Sharko estaba sentado a la mesa en su cocina frente a una taza de café vacía y su Sig Sauer cargada. Apoyaba una mejilla en la mano, y el codo sobre el mantel, la vista hacia la puerta de entrada, al otro extremo del salón. Había dejado el teléfono sobre la mesa, delante de él, y conectado el altavoz. En la silla de enfrente, Eugénie canturreaba la última canción de los Coeur de Pirate. Comía castañas confitadas y bebía un Diabolo de menta. Sharko volvió la cabeza a un lado.
– ¿Qué tal el viaje?
– En una palabra, agotador. El avión estaba a tope de turistas.
– Y el hotel, ¿es agradable? ¿Por lo menos tienes bañera?
– ¿Bañera…? Sí. ¿Y usted, cómo está?
– He conseguido un buen tanto, pronto dispondré de una lista de doscientas personas presentes en un congreso científico celebrado en El Cairo cuando se cometieron los crímenes. Por el momento, hemos decidido centrarnos en los franceses.
– Doscientas son muchas. ¿Cuántos hombres se van a poner a trabajar en ello?
– Sólo uno, yo. De entrada, con el perfil del asesino de 1993 del que disponemos cabe eliminar a bastantes. Luego habrá que afinar al máximo antes de desmenuzar cada existencia. Ya puedes imaginarte la complejidad de la tarea.
Desde la calle llegó un ruido de motor. En un acto reflejo, Sharko empuñó su arma y se precipitó hacia la ventana. Tras apagar la luz, alzó ligeramente la persiana, con un nudo en la garganta. Un camión, con girofaro naranja, avanzaba parsimoniosamente junto a la acera. Se trataba simplemente del servicio municipal de limpieza que recogía la basura, como cada semana, en el silencio de la madrugada. El policía volvió a sentarse, algo más tranquilo. Las sienes le batían, la vigilancia extrema y la paranoia, amplificadas por su enfermedad, le ayudaban a mantenerse en vela pero a la vez le extenuaban.
– ¿Algún problema, comisario?
– No pasa nada. Dime, ¿no habrás observado algo sospechoso en tu casa, en Lille?
– ¿De qué tipo?
– Del tipo micrófonos ocultos. He encontrado cuatro en mi casa.
Sentada con las piernas cruzadas en medio de la cama, Lucie sintió que palidecía.