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Había abandonado su acento americano y hablaba con el propio de Quebec. Lucie comprendió en el acto: conocía aquella voz.

– ¿Fue usted con quien hablé por teléfono cuando llamé desde el móvil de Wlad Szpilman?

– Sí. Me llamo Philip Rotenberg.

De nuevo, acento americano. Un verdadero camaleón sonoro.

– Cómo…

– ¿Cómo la he localizado? Tengo una fuente bien situada en la Sûreté de Quebec. Se puso en contacto conmigo de inmediato a la que llegó a sus oídos su solicitud de comisión rogatoria. Una joven policía francesa que quería investigar en los archivos nacionales de Montréal. Inmediatamente até cabos con la famosa llamada, unos días antes. Yo sabía su hora de llegada, su hotel. La sigo desde ayer. He visto que era de fiar.

Rotenberg vio que Lucie se sentía mal. Se acercó a ella y la ayudó a llegar hasta el sofá.

– Agua, por favor -le pidió ella-. No he bebido apenas y he comido muy poco. Y no ha sido un día tranquilo, precisamente.

– Ah, sí, discúlpeme. Claro.

Se dirigió a la cocina y regresó con embutidos, pan, agua y cervezas. Lucie bebió varios vasos de agua y comió unas rodajas de salchichón antes de recobrar parte de su lucidez. Rotenberg se había abierto una cerveza. La miraba atentamente, rodeando la botella con las manos.

– En primer lugar, tiene que saber quién soy. Durante mucho tiempo trabajé en un ilustre bufete de defensa de los derechos civiles, en Washington, con Joseph Rauth, un gran, gran abogado. ¿Le suena el nombre?

Washington… Allí donde había residido el cineasta Jacques Lacombe.

– Para nada.

– Entonces sabe menos de lo que creía.

– Estoy en Canadá para obtener respuestas. Para tratar de… descubrir por qué se mata para recuperar un film de hace cincuenta años.

Él respiró profundamente.

– ¿Quiere saber por qué? Porque todo está en ese film, Lucie Henebelle. Porque en su interior se oculta la prueba de la existencia de un proyecto secreto de la CIA que utilizó a desgraciados conejillos de Indias para realizar experimentos. Ese proyecto fantasma, cuya existencia todo el mundo ignora, se desarrolló paralelamente al proyecto Mkultra.

Lucie se mesó los cabellos y se los alisó hacia atrás. Mkultra… Le había parecido ver ese término en la biblioteca de Szpilman, entre los libros de espionaje.

– Lo siento… pero no sé de qué me habla.

– En ese caso, tendré que explicarle muchas cosas.

Philip Rotenberg se dirigió hacia la estufa y la alimentó con unos troncos.

– En los bosques boreales, las noches son frescas incluso en julio.

Partió unas astillas, añadió una pastilla de combustible y la encendió con una cerilla. Durante unos segundos observó cómo prendía el fuego. Lucie tenía frío y se frotaba los brazos.

– En 1977, yo apenas tenía veinticinco años… Bufete Rauth, Washington. Dos personas, un padre y un hijo, se presentaron en el despacho de Joseph. El hijo, David Lavoix, llevaba un artículo del New York Times, y el padre parecía… perturbado. David Lavoix extendió la página que hablaba del proyecto Mkultra. Para su información, el New York Times fue el primero que, dos años antes, en 1975, había levantado la liebre al revelar que la CIA había llevado a cabo, entre los años cincuenta y sesenta, experimentos de control mental con ciudadanos norteamericanos, la mayoría a espaldas de éstos. Se crearon comisiones de investigación y se reveló oficialmente al pueblo norteamericano la existencia de aquel proyecto top secret.

Señaló con la cabeza hacia una gran estantería.

– Todo está ahí. Miles y miles de páginas de los archivos, accesibles para cualquier ciudadano. El conjunto es público y puede consultarse libremente desde hace tiempo, no hay nada secreto en lo que le explico.

Philip Rotenberg rebuscó entre sus documentos. Extrajo rápidamente el New York Times de la época y se lo tendió a Lucie.

– Mire la primera página…

Lucie abrió el periódico. En portada, un largo artículo. Y unas palabras subrayadas con rotulador: Dr. D. Ewen Sanders… Society for the Investigation of Human Ecology… Mkultra Project…

– Aquel día, Joseph Rauth le preguntó al humilde señor Lavoix en qué podía ayudarle su bufete de abogados. Y el hijo de Lavoix respondió, con naturalidad, que quería denunciar a la CIA. ¡Nada menos! «¿Por qué?», preguntó Joseph. Lavoix señaló a su padre y anunció fríamente: «Por destrucción mental y lavado de cerebro del centenar de pacientes adultos del Allan Memorial Institute de la Universidad Barley, en Montréal, en los años cincuenta…».

Detrás de Rotenberg, el fuego crecía y las astillas crujían ruidosamente. En medio de ninguna parte, en el corazón de aquel Quebec salvaje e ignoto, Lude se sentía incómoda. Finalmente, cogió una cerveza y la abrió. Necesitaba imperiosamente que se deshiciera el nudo que se le había formado en el estómago.

– Siempre Montréal, para variar… -dijo ella.

– Sí, Montréal… Y, sin embargo, ese artículo del Times no habla de Montréal ni de Canadá. Simplemente explica que en los años cincuenta la CIA fundó numerosas organizaciones que le servían de tapadera para desarrollar sus investigaciones acerca del lavado de cerebro, entre otras la SIHE, la Society for the Investigation of Human Ecology. Nada extraordinario hasta ahí, simplemente una revelación más acerca del proyecto Mkultra, como otras a las que el New York Times ya nos había acostumbrado a lo largo de los últimos meses. Pero mire ahí, ese nombre subrayado…

– Doctor Ewen Sanders. Director de investigación de la SIHE.

– Ewen Sanders, correcto. Pues, según el señor Lavoix, un tal Ewen Sanders había sido, unos años antes, el psiquiatra responsable del Memorial Institute de Montréal. El lugar donde el padre de David Lavoix, el ser amorfo que teníamos delante de nosotros en el despacho, fue ingresado para ser tratado de una simple depresión y de donde, años después, fue dado de alta con el cerebro hecho papilla. Recordaré hasta el fin de mis días la frase que aquel día logró pronunciar: «Sanders killed us inside».

«Sanders nos mató por dentro.» Lucie dejó el periódico sobre la mesa. Recordaba lo que le había dicho la archivera: experimentos llevados a cabo con seres humanos en institutos psiquiátricos canadienses.

– ¿Así que el proyecto Mkultra tenía ramificaciones secretas en Canadá?

– Exactamente. A pesar de las investigaciones de 1975, nadie sabía que la invasión estadounidense del territorio de la mente había llegado hasta Quebec. Con su artículo del Times, y por una enorme casualidad, David Lavoix había puesto el dedo en la llaga de un asunto mayor que incriminaba a la CIA al más alto nivel.

– ¿Y lo hicieron? ¿Denunciaron a la CIA?

Rotenberg, con un gesto, invitó a Lucie a que se reuniera con él frente al ordenador, dispuesto sobre una mesa de despacho junto a la estantería. Recorrió una lista de carpetas informáticas. Una de ellas llevaba el nombre de «Szpilman's discovery». Clicó sobre otra carpeta titulada «Barley Brain Washing» y dirigió el ratón a un archivo de Powerpoint. Debajo figuraba un archivo AVI, un vídeo, titulado «Brainwash01.avi»: «lavadodecerebro01.avi».

– Después de Lavoix denunciaron otros nueve pacientes de Sanders, apoyados por sus familias. Los demás pacientes de Barley habían fallecido o estaban traumatizados o eran incapaces de recordar los tratamientos a que fueron sometidos. Y ahora escuche bien lo que voy a decirle, es primordial para lo que viene a continuación. En 1973, la CIA, informada de que había periodistas metiendo las narices en sus asuntos, hizo desaparecer todos los archivos relacionados con el proyecto Mkultra. Pero la CIA es, ante todo, una enorme administración con sede en Washington. Joseph Rauth estaba convencido de que debían de quedar trazas de un proyecto tan importante desarrollado a lo largo de más de veinticinco años y en el que habían participado decenas de dirigentes y miles de empleados. Bajo los auspicios de la comisión Rockefeller, fuimos autorizados a acceder a los documentos o a cualquier otro material relativo a los experimentos sobre el control de la mente. Contratamos como freelance a Franck Macley, un antiguo agente de la CIA, para que se encargara de la investigación. Tras varias semanas, nos confirmó que la mayor parte de los archivos habían sido destruidos por dos dirigentes: Samuel Neels, director de la CIA, y Michael Brown, acólito de Neels. Pero gracias a su empecinamiento, Macley halló en el RRC, el Retired Record Center de la agencia, sus archivos, para entendernos, siete grandes cajas de carpetas relativas a Mkultra. Cajas perdidas en el laberinto administrativo. Más de dieciséis mil páginas de documentos en las cuales los nombres habían sido tachados, pero que contaban detalladamente cómo Mkultra había gastado diez millones de dólares a través de ciento cuarenta y cuatro universidades de Estados Unidos y Canadá, doce hospitales, quince empresas privadas, entre ellas la de Sanders, y tres instituciones penitenciarias.