Clicó sobre el archivo de Powerpoint.
– En esos archivos hallamos fotografías y también un film, que digitalicé y están aquí… Veamos algunas de esas fotos tomadas por Sanders en persona durante sus experimentos en el instituto Barley, me imagino.
Se sucedieron las imágenes. En ellas se veía a pacientes en pijama, atados en camillas, alineados unos detrás de otros en interminables pasillos; a los mismos pacientes, con auriculares encadenados a sus cabezas, sentados a unas mesas delante de grandes magnetófonos. Los rostros amorfos denotaban estremecimiento y bajo sus ojos de mirada perdida se dibujaban unas bolsas negras. A Lucie no le costó imaginar la atmósfera de terror que debía de reinar en el hospital psiquiátrico Barley de Montréal.
– Ésas son las desventuradas víctimas de Sanders. Este psiquiatra, muy brillante, siempre tuvo la voluntad de sanar las enfermedades psíquicas, sin lograrlo jamás. Eso le volvía loco. Fue totalmente por azar que un día se dio cuenta de que la repetición continua de una cinta grabada que confrontaba a los pacientes con sus propias sesiones de terapia parecía tener un efecto beneficioso en su estado. A partir de entonces, comenzó la escalada del horror. Al principio, Sanders obligó a los pacientes a ponerse unos cascos con auriculares durante tres o cuatro horas seguidas, cada día de la semana. Frente a la rebelión y la exasperación, sin embargo, fabricó unos cascos de contención, que era imposible quitarse. Entonces, los pacientes rompieron los magnetófonos, pero halló la solución colocando los aparatos detrás de rejas. Los pacientes arrancaron los cables y aparecieron entonces las cinchas para inmovilizarlos. Sanders acabó drogándolos con LSD, una nueva y devastadora droga cuya existencia se ignoraba unos años antes. Para el psiquiatra, el LSD era un milagro: no sólo los pacientes se quedaban tranquilos, sino que, sobre todo, su conciencia dejaba de ser un obstáculo, ya que las palabras, la repetición difundida a través de los altavoces del casco iba a alojarse directamente en sus cerebros.
El LSD… Judith Sagnol… La presencia de un médico en las fábricas abandonadas… ¿Podía ser que se tratara de Sanders? ¿Ese médico había conocido a Lacombe? ¿Habían trabajado ambos para Mkultra? Las preguntas acudían a la mente de Lucie una tras otra. Y las respuestas llegarían en boca de Rotenberg, estaba segura.
Sobre la pantalla, las imágenes se sucedían lentamente. Los cascos sobre las orejas de los pacientes se perfeccionaban, las colas de espera sobre las camillas se alargaban, los rostros desmejoraban.
– Como puede ver, el psiquiatra Sanders equipó las habitaciones con altavoces que difundían sin cesar las mismas frases. A esas salas las llamaba «habitaciones durmientes». Esas filas de camillas son las colas para la sala de electrochoques. Los pacientes eran sometidos a ellos tres veces al día, a lo largo de programas de entre siete y ocho semanas. Tres veces al día, señorita. Miles de voltios en el organismo. ¡Figúrese los daños que eso puede llegar a causar en los nervios, el corazón o el cerebro!
– Puedo imaginarlo, sí.
– Sanders pretendía, literalmente, lavar el cerebro para limpiarlo de la enfermedad. Ninguno de los miembros de su fiel personal osó desobedecer sus órdenes, por miedo a perder el trabajo. Sanders era frío, autoritario, carente de compasión.
– ¿Me está diciendo que nunca nadie de su entorno llegó a hablar? ¿Acaso le dejaban hacer?
– No sólo le dejaban hacer, sino que además colaboraban. Sencillamente cumplían órdenes.
Lucie no daba crédito a lo que oía, era alucinante, y además había existido. Decenas de médicos, enfermeras, psiquiatras que habían obedecido a ciegas las órdenes de un loco, incluso renegando de sus juramentos y convicciones. El miedo, la presión y las infames órdenes de una autoridad superior con bata blanca les amordazaron. Lucie no pudo por menos de compararlo con el famoso experimento de Milgram, del que un día había visto un vídeo en Internet. La sumisión a la autoridad absoluta que lleva al ser humano a abandonarse a sus más bajos instintos.
– … Sanders creía verdaderamente en esas técnicas bárbaras. Dio conferencias, incluso escribió un libro titulado Psychic driving, que aún se encuentra hoy en día. Los médicos más ilustres fueron a escucharle hablar. Y fue en ese momento, a principios de los años cuarenta, cuando la CIA se puso en contacto con él. A la CIA le interesaban mucho sus técnicas y sus escritos. La agencia americana le integró entonces en secreto en el proyecto Mkultra, y le financió durante años para que prosiguiera sus trabajos sobre el lavado de cerebro en el hospital. Así fue como Mkultra penetró en territorio canadiense.
– ¿Sanders aún vive?
– Falleció de un paro cardiaco en 1967…
– ¿Y el proceso?
– A pesar de los innumerables recursos de apelación de la CIA, a pesar de las amenazas, el tráfico de influencias y la protección de datos clasificados argüida constantemente, lo conseguimos. La CIA reconoció su implicación en los experimentos llevados a cabo en el Allan Memorial Institute y en territorio canadiense. Las víctimas recibieron una compensación económica pero, sobre todo, obtuvieron justicia y reconocimiento, y eso era lo más importante. Tanto para Joseph Rauth como para mí, el caso estaba cerrado. Por fin habíamos desenmascarado el proyecto Mkultra y la CIA había reconocido su culpabilidad. Caso cerrado. Y menudo caso…
Rotenberg se quedó inmóvil mirando al suelo. En la pantalla del ordenador seguían desfilando las viejas fotos en blanco y negro. Las habitaciones del hospital Barley ya estaban equipadas con televisores suspendidos a tres metros de las inexpresivas miradas de los pacientes. El veterano abogado le dio al botón de pausa.
– Tuve una carrera brillante junto a Joseph, que murió a finales de los noventa. Llevé algunos casos interesantes, pero nunca de esa dimensión.
– Discúlpeme, pero sigo sin ver la relación con la maldita bobina, ni con Lacombe o los huérfanos de Duplessis.
Rotenberg suspiró.
– A eso iba, precisamente. Treinta años después del caso Sanders, recibí una llamada desde Bélgica. Fue hace un par de años.
– ¿Wlad Szpilman?
– Sí. Ese hombre conocía mi trayectoria profesional y todo lo relacionado con la agencia de inteligencia norteamericana y los asuntos gubernamentales. Era un apasionado de la historia y de la geopolítica. Aseguraba que disponía de revelaciones que quería hacerme llegar acerca de los experimentos llevados a cabo en Canadá con niños en los años cincuenta. Orgulloso de su conocimiento literario de Mkultra, creía que había una implicación de la CIA… Al principio no le creí, pensaba que me las veía con un bromista o un pirado de la teoría de la conspiración, como tantos otros que me acosaron durante toda mi vida tras el caso de T977. Para deshacerme de él, le dije que estaba equivocado, que todas las malas acciones de la agencia de inteligencia habían visto la luz y que nunca, en ningún caso, ningún niño participó en el proyecto de lavado de cerebro. Entonces me envió una foto en blanco y negro, por correo electrónico, extraída de un film y me dijo que le llamara en caso de que estuviera interesado.