– ¿Qué órdenes?
– Las de la madre superiora, las de la Iglesia.
– ¿Alice y Lydia fueron a parar a la sala de los Mártires?
– Sí, como todas las niñas procedentes del hospital de la Caridad. Tal afluencia a la sala de los Mártires era excepcional e incomprensible.
– ¿Por qué motivo?
– Por lo general, las nuevas se quedaban en las otras salas. Sólo algunas acababan en la de los Mártires, a veces después de varios años, porque se comportaban mal y se rebelaban sin cesar. O sencillamente porque se volvían locas.
– ¿Qué fue de esas huérfanas, de Alice y las demás?
Los dedos de la monja se aferraron a la cruz.
– Enseguida se hizo cargo de ellas el médico responsable de la sala de los Mártires. Le llamábamos Señor Superintendente. No tenía aún treinta años, un fino bigote rubio y una mirada que le helaba a una la sangre. Era él quien, regularmente, conducía a algunas niñas a otras salas a las que nadie más tenía acceso. Pero las niñas me lo explicaban a mí. Las reunían en salas, las dejaban esperando de pie, horas y horas. Había televisores y también altavoces, que emitían golpes y ruidos para sobresaltarlas. Y había también un hombre que las filmaba, siempre en compañía del doctor… Alice le tenía afecto al cineasta, le llamaba Jacques. Se entendían bien y a veces ella lograba ver la luz del día gracias a él. La llevaba al columpio del parque, fuera del convento, jugaba con ella, le enseñaba animales y la filmaba. Creo que él fue su pequeña luz de esperanza.
Sharko apretó las mandíbulas. Imaginaba perfectamente cómo podía ser una luz de esperanza en manos de un tiparraco como Lacombe. Preguntó:
– En esas salas, ¿las niñas no hacían más que esperar, ver películas y sobresaltarse? ¿O había otros experimentos más… violentos?
– No, pero no hay que creer que aquella pasividad fuera baladí. Las huérfanas salían de allí nerviosas y agresivas, y eso no hacía más que aumentar los castigos que se les infligían en la sala de los Mártires. Un círculo vicioso. No hay escapatoria ante la locura, está por todas partes. Dentro y fuera.
– ¿Le hablaron de un experimento con unos conejos?
– Por lo que me explicaban, a veces había conejos en la sala, apelotonados en un rincón. Pero… eso es todo… Nunca comprendí el objeto de aquellas maniobras.
– ¿Cómo acabó aquello?
La monja sacudió la cabeza, con una mueca en los labios.
– No lo sé. No podía soportarlo más. He consagrado mi vida entera al servicio de Dios y de Sus criaturas, y me hallé en un infierno en la tierra, asaltada por la locura. Di como pretexto un problema de salud y huí del Mont-Providence. Las abandoné. Abandoné a las niñas que yo misma había criado aquí.
Se santiguó y besó compulsivamente su crucifijo. El silencio posterior fue atroz. Lucie sintió de repente mucho frío.
– Volví a mi antigua orden, la de las monjas grises. La madre Santa Margarita tuvo la bondad infinita de ocultarme y protegerme. Me buscaron, créanme, y no sé lo que hubiera sido de mí si me hubieran encontrado. Pero mis viejos huesos han franqueado el cambio de siglo y mi memoria nunca ha olvidado los horrores que sucedieron allí, en lo más profundo del manicomio del Mont-Providence… ¿Quién podrá olvidar tantas tinieblas?
Lucie miró a la monja, a lo más profundo de sus pupilas vidriosas. Nadie podía olvidar las tinieblas. Nadie.
La verdad comenzaba a aflorar, allí, en aquel momento, de aquellos viejos labios. A pesar de sentirse removida en lo más profundo de sus entrañas, Lucie conservaba sus reflejos de policía.
– Necesitaríamos conocer la identidad de ese «superintendente».
– Por supuesto… Se llamaba doctor James Peterson. Bueno, ése era el nombre que oíamos, porque siempre firmaba como doctor Peter Jameson. James Peterson, Peter Jameson… No sé cuál era su verdadera identidad. Lo que sí es seguro es que vivía en Montréal.
Sharko y Lucie intercambiaron una breve mirada. Tenían el último eslabón. La monja se puso en pie, se dirigió hacia su biblioteca y se arrodilló, con lágrimas en los ojos.
– Cada día rezo al Señor por esas pobres niñas a las que abandoné allí. Eran mis hijitas. Las había visto crecer, entre estas paredes, antes de que todas fuéramos a parar a aquel manicomio.
Lucie sintió compasión por aquella pobre mujer, que moriría sola, en el dolor.
– Usted no podía hacer nada por ellas. Usted era víctima del sistema y de sus creencias. Dios no tiene nada que ver con todo ello.
Con sus manos temblorosas, sor María del Calvario sostuvo su Biblia y se puso a leer en voz baja. Lucie y Sharko comprendieron que ya no podían hacer nada más en aquella celda y se marcharon en silencio.
55
Los dos policías fueron a pie desde el convento a la estación central de Montréal, que se hallaba cerca. Caminaban en silencio, sumergidos ambos en sus pensamientos más sombríos. Veían las salas cerradas del hospital, donde gemía la locura, niñas atemorizadas mezcladas con los más terribles enfermos mentales. Incluso podían oír el crepitar de los electrochoques en las salas acolchadas. ¿Cómo era posible que hubiera podido existir aquello? ¿Una democracia no debe proteger a sus ciudadanos de las derivas bárbaras? A punto de vomitar, Lucie sintió la necesidad de romper el silencio. Se arrimó a Sharko y le pasó el brazo alrededor de la cintura.
– No hablas mucho. Me gustaría saber qué sientes.
Sharko sacudió la cabeza y apretó los labios.
– Asco. Sólo un profundo asco. No hay palabras para describir esas cosas.
Lucie apoyó su cabeza contra el sólido hombro de Sharko y así avanzaron hasta la estación. Una vez en la explanada, y ya sin abrazarse, se dirigieron hacia uno de los vestíbulos del gigantesco edificio que, como siempre en verano, estaba a rebosar de viajeros. Gentes despreocupadas, felices o apresuradas…
El gendarme Pierre Monette y uno de sus colegas les esperaban y tomaban un café. Los agentes del orden se saludaron con respeto e intercambiaron unas palabras amables.
Los casilleros de la consigna, dispuestos en dos largas hileras, se extendían frente al cajero automático, bajo la hoja de arce roja de la bandera canadiense. A Lucie le sorprendió que un tipo del carácter de Rotenberg hubiera escogido aquel lugar tan accesible y frecuentado, pero se dijo que el abogado debía de haber duplicado su información en más sitios, en otros lugares, al igual que Lacombe había hecho probablemente con las copias de su film antes de morir carbonizado.
Pierre Monette señaló el casillero 211, que se encontraba al final de la hilera izquierda.
– Ya lo hemos abierto, y esto es lo que hemos encontrado.
Sacó un objeto de su bolsillo.
– Un pen drive USB.
Se lo tendió a Sharko, que se lo llevó a la altura de sus ojos.
– ¿Puede hacerme una copia?
– Ya está hecha. Puede quedárselo.
– ¿Qué hay dentro?
– No hemos entendido nada. Cuento con usted para que nos lo explique. Su historia ha acabado por despertar mi curiosidad.
Sharko asintió.
– Cuente conmigo. Aún tenemos que pedirles su ayuda. ¿Podrían lanzar una búsqueda prioritaria de un hombre llamado James Peterson o Peter Jameson? Era médico en el hospital psiquiátrico del Mont-Providence en los años cincuenta y vivía en Montréal. Hoy debe de tener unos ochenta años.
Monette tomó nota en un cuaderno.
– Perfecto. Le llamaré probablemente a última hora del día.
Mientras Lucie y Sharko se dirigían hacia el hotel, el comisario se volvió discretamente y buscó a Eugénie entre el gentío. Estiró el cuello, se inclinó para ver por encima de una pareja que tenía enfrente.