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– Salvo que Lacombe, por su cuenta, había tomado precauciones, copiado el film y ocultado en varios lugares. Ambos individuos debían de vivir con miedo y paranoia, no sólo con respecto a la CIA, sino también con respecto el uno del otro.

– Exactamente, pero esas precauciones no le evitaron a Lacombe acabar asesinado. Protegido y oculto, Peterson se instaló en Francia y sin duda prosiguió sus trabajos. Los descubrimientos acerca del síndrome E pasaron a manos de los franceses ante las narices de la CIA. Alice fue víctima del fanatismo de Peterson, de su locura. No olvidemos su calvario en el Mont-Providence y, sobre todo, el desencadenamiento en la sala del experimento. Fue ella quien se puso a masacrar conejos en primer lugar. Ella es el paciente cero del síndrome E, ella fue el origen de la ola de locura que se cebó en todas las niñas. Aquel experimento le tuvo que dejar por fuerza graves secuelas psicológicas. Una violencia y una agresividad profundamente enraizadas en ella, en la propia estructura de su cerebro. Pero eso no quiere decir que no fuera brillante y que no tomara, sin duda, el relevo de su padre, por decirlo así.

– Recuerdo perfectamente los cuerpos de Luc Szpilman y de su novia… Todas aquellas cuchilladas. Hubo ensañamiento, una agresividad sorda, incomprensible.

– Como con las muchachas egipcias… Y con el restaurador de films. Como con los conejos. Hoy, Alice tiene sesenta y dos años, y eso no le impide seguir matando. La locura y la violencia la dominan como dominaron a todos los implicados en esta historia.

Lucie apretó los puños, sacudiendo la cabeza, con la mirada clavada en el suelo.

– Hay algo que sigo sin entender. ¿Por qué aplicarle electrodos y estimulación cerebral profunda a Mohamed Abane?

– Es sencillo. Hubo una manifestación natural, instantánea y descontrolada del síndrome E en la Legión, que llevó a un tiroteo y a la masacre de cinco jóvenes legionarios. Salvo que Abane, herido en el hombro, seguía vivo. Por un lado, no cabía la posibilidad de dejarlo vivir debido a la chapuza que habían hecho, pero por otra parte Abane era, como Alice, un paciente cero. Creo que antes de matarle, Alice Tonquin, conocida como Coline Quinat, quiso llevar a cabo algunos experimentos. Tenía allí a un conejillo de Indias humano vivo, cosa que no debe de sucederle a menudo. Tenía a alguien que, en el fondo, se le parecía y debió de retrotraerla a su período más doloroso. Sólo Dios sabe el martirio al que debió de someterlo.

El rostro de Lucie se ensombreció.

– No sólo lo sabe Dios. Pronto también lo sabremos nosotros.

Se puso en pie y miró un avión que surcaba el cielo. Luego se volvió hacia Sharko, que manipulaba el móvil nerviosamente.

– Te mueres de ganas de llamar a tu jefe, ¿verdad?

– Sí, es lo que debería hacer.

Ella le cogió de las muñecas.

– Lo único que pido es ver a Alice cara a cara. Necesito hablar con ella, enfrentarme a su rostro, para poder exorcizarla. No quiero seguir considerándola una pobre niña, sino convencerme de que es una terrible asesina.

Sharko recordó su propio cara a cara con el cadáver clavado de un hierro de Atef Abdelaal, la mórbida sensación de placer experimentada cuando le dio a la piedra del encendedor y vio cómo su rostro se inflamaba. Se acercó a Lucie y le dijo a la oreja:

– Esta historia ya hace más de medio siglo que dura, no viene de unas horas más. Llamaré antes de que despeguemos. Yo también quiero estar en primera fila y no perderme nada. ¿Qué pensabas?

60

Aquella tarde consiguieron atrapar el último vuelo que partía con destino a París. Dado que el avión no estaba lleno, pudieron sentarse uno al lado del otro. Con la frente pegada a la ventanilla, Lucie vio cómo Montréal se transformaba en un gran navío luminoso que, progresivamente, fue absorbido por las tinieblas de la noche. Una ciudad de la que sólo había conocido su lado más oscuro.

Luego llegó la infinita negrura del océano, esa masa insondable que se estremece de vida y que en su vientre blando lleva nuestro destino.

A su izquierda, Sharko se había puesto un antifaz y se había acurrucado en su butaca. Cabeceaba, y por fin se abandonó al sueño. Hubieran podido aprovechar aquellas ocho horas de viaje para hablar, para explicarse sus vidas o sus pasados, aprender a conocerse mejor, pero ambos sabían que era en silencio como mejor se comprendían.

Lucie observaba con deseo y tristeza aquel rostro cuadrado, aquella cara en la que estaba escrito que había vivido. Con el dorso de la mano acarició suavemente la barba naciente y recordó que sus propios sufrimientos se hallaban en el origen de su relación. Había esperanza. En el fondo de sí misma, quería convencerse de que había esperanza, de que todas las tierras quemadas acaban por volver a dar trigo, un verano u otro. Aquel hombre debía de haber atravesado lo peor de lo peor, debía de haber tratado, día tras día, de empujar con su bastón una bola de vida que se destruía más y más a cada nueva incursión en los dominios del Mal. Pero Lucie quería intentarlo. Intentar devolverle la décima o la centésima parte de lo que había perdido, quería estar a su lado cuando las cosas no funcionaran, y también cuando funcionaran. Quería que abrazara a sus gemelas contra su corazón y que, cuando sumergiera su nariz entre sus cabellos, pensara quizá en su propia hija. Quería estar con él, simplemente.

Retiró su mano y abrió un poco los labios para murmurarle todo eso, aunque durmiera, porque ahora sabía que una zona de su cerebro la oiría y que sus palabras se almacenarían en algún lugar de su mente. Pero de su boca no salió sonido alguno.

Entonces se inclinó hacia él y le besó la mejilla.

Tal vez eso fuera el inicio del amor.

61

Tras el aterrizaje en Orly, todo se había acelerado. Tan pronto como supo las últimas novedades, Martin Leclerc puso sobre aviso a la unidad de la policía judicial de Grenoble. Sin pasar por el 36, Sharko fue a buscar su coche al aparcamiento del aeropuerto y, con el equipaje en el maletero, enfiló hacia el sur en compañía de Lucie.

Enfilaba la recta final… Como una última raya de coca, euforizante y destructiva… Ya faltaba poco. A las seis de la mañana, los equipos de Grenoble irrumpirían en el domicilio de Coline Quinat, de sesenta y dos años, que residía en la calle Corato, frente al Isère.

Por lo que respecta a Sharko y Lucie, estarían a la cabeza del cortejo.

Los paisajes desfilaban, los suaves valles sucedían a los campos, las montañas cobraban vigor y resquebrajaban las tierras secas. Lucie, sucesivamente, se hundía en el sueño y luego se despertaba, con la ropa arrugada, el cabello despeinado y sin haberse lavado. Poco importaba. Había que ir hasta el final. Así, de sopetón, sin detenerse, sin respirar, sin darle más vueltas. Había que reventar el absceso lo antes posible. Acabar de una vez por todas, acabar, acabar…

Grenoble era una ciudad de connotaciones ásperas para el comisario. Recordaba las tinieblas que le arrojaron al abismo, sólo unos años antes. En aquella época, Eugénie estaba junto a él, en la parte de atrás de su vehículo, y dormía tranquilamente, acurrucada en el asiento posterior. Sharko no se atrevía a pensar que ahora todo iba mejor, que el fantasma había desaparecido definitivamente de su cabeza desde la noche en que se acostó con Lucie. ¿Había logrado por fin cerrar la puerta tanto tiempo abierta a los rostros de Éloïse y de Suzanne? ¿Había conseguido eliminar de sus labios la miel de su duelo inacabado? Por primera vez en muchos años, así lo esperaba.