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– Muchas cosas, pero sobre todo presión sobre el tercer gran freno al cambio, los Estados Unidos. La economía estadounidense es el mayor consumidor mundial de energía, y cualquier intento de enfrentar los combustibles fósiles es encarado como una amenaza a la estabilidad del país. Los legisladores y presidentes estadounidenses, a través del tiempo, han adoptado políticas que defienden el statu quo energético y las industrias de combustibles fósiles.

– Pero ¿es tan amenazadora para la economía estadounidense una alteración del modelo energético?

Filipe esbozó una mueca vacilante.

– Tal vez no.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Claro.

– El problema son las elecciones.

Tomás dejó momentáneamente de masticar.

– ¿Las elecciones?

– La industria petrolera contribuye con centenares de millones de dólares a las campañas electorales de los candidatos al Congreso o a la Casa Blanca. Por ello, siempre que se plantean cuestiones ambientales, los gobernantes estadounidenses defienden la industria de los combustibles fósiles. No están haciendo más que retribuir el favor de las contribuciones a sus campañas.

– Pero ¿eso es realmente así?

– Es peor que eso. Una de las maneras de enfrentar el problema del calentamiento del planeta es limitar con impuestos el consumo de energía. Si la gasolina fuese más cara, el consumidor quemaría menos.

– Es lógico.

– Pues la cuestión llegó hasta tal punto que el código fiscal estadounidense subsidió la industria de los combustibles fósiles. -Hizo una pausa y repitió la palabra decisiva-. Ellos subsidian esa industria. Como si al petróleo le hicieran falta subsidios.

– ¡No puede ser!

– No sólo puede serlo, sino que lo es. Toda la industria estadounidense paga una media del dieciocho por ciento de impuestos. ¿Sabes cuánto paga la industria petrolera? Once por ciento. Eso representa un ahorro de miles de millones de dólares por año.

– Es increíble.

– Otra de las formas de afrontar el calentamiento del planeta es exigir que los fabricantes de automóviles inventen tecnología que consuma combustible de un modo más eficiente. Por ejemplo, en vez de gastar diez litros en cien kilómetros, gastar cinco litros. Eso significaría reducir a la mitad la emisión de carbono en la atmósfera. ¿Sabes por qué razón esa exigencia no existe en los Estados Unidos?

– No.

– Porque los fabricantes de automóviles, que gastan centenares de millones de dólares en contribuciones electorales, se opusieron, temiendo que tal exigencia beneficiase a los constructores europeos y japoneses, cuyos coches son mucho más eficientes en el consumo de combustible.

Tomás meneó la cabeza.

– Es increíble.

– Pues mira, no es más que el resultado de la forma en que está montado el sistema en los Estados Unidos. Las petroleras y la industria automovilística pagan las campañas electorales, los políticos devuelven el favor cuando son elegidos. Es así como funcionan las cosas. Si el mundo avanza hacia el precipicio por ello, mala suerte.

– Por tanto, si no lo entiendo mal, lo que estás diciendo es que todo el planeta se encuentra convertido en rehén del sistema electoral estadounidense.

– En el fondo, es eso -asintió Filipe-. Las políticas energéticas de la antigua Administración Bush, por ejemplo, no fueron más que la defensa de los intereses de la industria petrolera. Por otra parte, la familia Bush viene del negocio del petróleo y fue la industria del petróleo la que contribuyó con la partida más importante de sus fondos electorales. En esas condiciones, ¿qué estábamos esperando? ¿Que él tomase medidas contra los intereses fundamentales de la industria que lo alimentaba, sólo para defender el planeta?

– Pero, concretamente, ¿qué hizo?

Filipe se rio.

– Lo que hizo la antigua Administración Bush para proteger la industria del petróleo va más allá de lo imaginable. Mira, para empezar: adulteración de documentos.

– ¿Cómo?

– Los tipos falsificaron informes con el único objetivo de salvaguardar el negocio de las industrias fósiles.

– ¿Cómo puedes afirmar eso?

– Es la verdad. Mira, en el verano de 2003, precisamente ni el mismo momento en que Europa hervía bajo una ola de calor nunca vista, que desencadenó incendios inauditos por todas partes, la principal agencia ambiental estadounidense, la Invironmental Protection Agency, recibió órdenes de la Casa Blanca para borrar una serie de referencias que constaban de un informe sobre el medio ambiente en el planeta. -Adoptó un semblante irónico-. ¿Sabes cuáles fueron las partes tachadas?

– Dime.

– Fueron las referencias a un estudio que mostraba cómo las temperaturas del planeta habían subido más entre 1990 y 2000 que en cualquier otro periodo en los últimos mil años. Pero la Casa Blanca quiso sobre todo que se eliminase la conclusión de que el calentamiento se debe a la acción humana. Es decir, a los combustibles fósiles: petróleo, carbón, gas.

– ¿En serio?

– Tuvieron que eliminar eso, fíjate. Y la Casa Blanca ordenó a la agencia que añadiese una referencia a un nuevo estudio que cuestionaba la relación entre los combustibles fósiles y el calentamiento del planeta. Y ¿sabes quién financió parcialmente este nuevo estudio? El American Petroleum Institute.

– Es de juzgado de guardia.

– Pero la adulteración de informes fue sólo lo más inocente que hizo la antigua Administración Bush, sobre todo si se compara con otros de sus actos. Llegaron hasta el punto de declarar guerras, fíjate.

El rostro de Tomás se contrajo en una mueca incrédula.

– ¿Guerras? Estás exagerando un poco, ¿no crees?

– ¿Qué piensas que fue la invasión de Iraq en 2003? ¿Una guerra para instaurar la democracia en Bagdad? ¿Una guerra para eliminar las armas de destrucción masiva que Saddam Hussein, por otra parte, no poseía? ¿Una guerra para derrotar a Al Qaeda, que no estaba en Iraq y ni siquiera tenía relaciones con el régimen de Saddam? -Dejó que se asentaran los interrogantes-. La invasión de Iraq fue una guerra por el petróleo. Punto final. Ni más ni menos.

– Bien, pero sólo fue posible en el contexto de los atentados del 11-S…

– Estás equivocado -intervino Filipe-. Hay indicios de que Iraq hubiera sido invadido incluso sin el pretexto del 11-S.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por lo que ocurría en la Casa Blanca. No era sólo el presidente quien venía del negocio del petróleo. Sus dos personas de mayor confianza también. La consejera de Seguridad Nacional, Condoleeza Rice, desempeñó funciones de dirección en la Chevron Oil, y el vicepresidente, Dick Cheney, estaba ligado a una importante multinacional de explotación y producción petrolera, una empresa llamada Halliburton. Esto por no hablar del secretario de Comercio, Donald Evans, que también dirigió una compañía de explotación de petróleo.

– ¿Entonces?

– Nada de eso es mera coincidencia, querido amigo.

– Pero tampoco es ningún crimen.

– No estamos hablando de crímenes, Casanova -dijo el geólogo con un tono de infinita paciencia-. Aunque, bajo cierta perspectiva, todos esos actos sean crímenes. Pero de lo que estamos hablando es de los intereses instalados que dictaminan la perpetuación de nuestra dependencia en relación con los combustibles fósiles. Mira, ¿quieres un ejemplo? -Se inclinó hacia Tomás, como si fuese a contarle un secreto-. Ocho meses antes del 11-S, el entonces vicepresidente Dick Cheney creó una comisión de política energética cuyos objetivos y trabajos quedaron sometidos al más riguroso sigilo. Algunos miembros del Congreso quisieron conocer a los miembros de la comisión y el contenido de los trabajos, pero Cheney se negó a revelar hasta el menor detalle. Hasta que dos organizaciones privadas de interés público llevaron el asunto ante los tribunales y consiguieron obtener una orden judicial para saber lo que se hacía en esa comisión secreta. Así se divulgaron unos pocos documentos, pero entre ellos había tres mapas. ¿Sabes cuáles?