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– Esos poderes no son místicos -replicó Filipe con una sonrisa irónica-. Son míticos.

Sintiéndose incómodo, Tomás se movió sobre el tronco colocado en el suelo, junto a los pies de Nadezhda, en busca de una postura mejor.

– Nadia, explícame eso.

Ella hizo un gesto amplio, abarcando la noche que rodeaba el yurt.

– ¿Te acuerdas que te dije, cuando llegamos aquí, que esta isla es mágica?

– Sí.

– Oljon es uno de los principales polos chamánicos del mundo. Conocí al Jamagan cuando anduve por Siberia haciendo aquellas mediciones meteorológicas para Filhka. Vine a esta isla porque oí decir que la temperatura de aquí es más calurosa que en el resto de la región, y fue entonces cuando me presentaron al Jamagan. Llegué a descubrir que él es uno de los chamanes más importantes que existen.

– Pero ¿qué hace él de especial?

– Cura a las personas.

– ¿De qué?

– Qué se yo, de las enfermedades que tengan.

– ¿Como los hechiceros tribales?

La mano de ella flotó en el aire, balanceándose rápidamente.

– Más o menos -dijo, no muy satisfecha con la comparación-. El chamán utiliza sus poderes místicos para viajar por otras dimensiones y comunicarse con los espíritus, con el fin de conseguir un equilibrio entre los dos mundos, el físico y el espiritual.

– ¿Está poseído por los espíritus?

– No, no. El Jamagan controla los espíritus.

– ¿Y quiénes son ellos?

– Bien, son las almas de los muertos, además de los demonios y los espíritus de la naturaleza.

Tomás hizo una mueca.

– Todo eso parece un poco fantasioso, ¿no crees?

– Admito que, planteadas así las cosas, tal vez parezca fantasioso, sí -reconoció ella-. Pero la verdad es que funciona.

– ¿Cómo sabes que funciona?

– Lo sé porque lo he visto.

– ¿Qué es lo que has visto?

– He visto al Jamagan curar a personas recurriendo al trance.

El historiador frunció el ceño, escéptico.

– ¿No podrá haber sido sugestión?

– Tal vez. Pero no hay duda de que esas personas se curaron.

Filipe se agitó, impaciente. Ya conocía esa historia y no la quería incentivar. Estiró el cuerpo, flexionó los brazos para combatir el frío que le entumecía las articulaciones, e hizo una seña hacia el incitante interior del yurt.

– ¿Qué tal un té?

El interruptor hizo un clic, pero la tienda se mantuvo a oscuras, sólo iluminada por la claridad del farol de petróleo colgado de la mano de Nadezhda.

– Mierda -exclamó Filipe-. El generador debe de estar otra vez bajo de potencia.¡Qué asco!

– ¿El campamento está iluminado por un generador? -se sorprendió Tomás.

– No sólo el campamento -le explicó su amigo-, sino toda la isla.

– ¿Qué? ¿La isla no tiene red eléctrica?

– No. Todo funciona mediante el generador.

Tomás se rio.

– Pero ¿dónde he venido a meterme?

– Oljon es la naturaleza en estado puro, Casanova. Esto es tan salvaje que, en tiempos de la Unión Soviética, la isla, a pesar de ser muy bonita, fue integrada en el sistema de los gulags. Vinieron muchos deportados, sobre todo lituanos, y gran parte de ellos murieron aquí.

– ¿Tan dura resulta la vida en este lugar?

– No, el clima de Oljon es incluso moderado si se lo compara con el resto de Siberia. El problema es que no existen infraestructuras suficientes. Por ejemplo, no hay conexiones telefónicas ni red de electricidad.

– ¿Y los móviles?

– No tienen cobertura en esta zona.

– ¿En serio? Entonces, ¿cómo hago si necesito hablar con el exterior?

– Existen dos teléfonos vía satélite. Uno aquí, en el campamento; el otro en la pensión de Bencharov, en Juzhir. Si te hace falta hablar, dímelo. Cuesta cien rublos el minuto.

Hubo iluminación dentro de la tienda gracias al farol de petróleo de Nadezhda. Allí nada funcionaba, salvo el samovar: era un viejo cilindro calentado a carbón, que debía de remontarse a la época de Stalin. Sacaron del grifo el agua hirviendo que necesitaban para el té. Se sentaron en las dos camas del yurt con las tazas humeantes en las manos y sorbieron un trago caliente que les confortó las entrañas.

– Hace poco me dijiste algo que me ha dejado confundido -observó Tomás en portugués, retomando la conversación del bar-. Me dijiste que vosotros hicisteis un descubrimiento que pone en entredicho la industria del petróleo.

– Sí.

– ¿Qué descubrimiento fue ése?

Filipe fijó los ojos en el vapor que se elevaba de la taza y sopló con suavidad el té, para enfriarlo.

– No te lo puedo decir -murmuró.

– ¿Por qué?

– Por varios motivos. Uno de ellos es que, si te lo contase, tu vida también correría peligro.

– No te preocupes por mi vida. Yo aquí represento a la Interpol.

El geólogo se rio.

– Tendría que valerte de mucho.

Tomás ignoró el sarcasmo.

– Pero ¿no te parece importante contar eso?

– Sí -coincidió-. Pero en el momento apropiado.

– ¿Y cuándo será el momento apropiado?

El rostro de Filipe adoptó una expresión ambigua.

– Pronto.

Nadezhda, enfadada por verlos dialogar en portugués, cortó la conversación y disparó una ráfaga de ruso furioso que hizo sonreír a Filipe. El geólogo respondió en ruso y después se volvió a Tomás.

– Nadia se está sintiendo excluida de la conversación -explicó-. Como no hablas ruso y ella no entiende portugués, es mejor que sigamos hablando en inglés.

– Es mejor -asintió la muchacha.

– Confieso que estoy atónito con tu ruso -observó Tomás-. ¿Dónde lo aprendiste?

– Aquí en Rusia, claro.

– ¿Vives aquí hace mucho tiempo?

– Viví aquí hace mucho tiempo.

– ¿Viviste?

– Sí. ¿No te acuerdas de que mis padres eran del Partido Comunista?

– ¡Cómo no acordarme! -sonrió Tomás-. Ellos representaban todo un escándalo en Castelo Branco. Votaban a candidatos con nombres extraños, como Octavio Pato y otros de ese tipo.

– Gracias a mis padres, cuando terminé el instituto conseguí una beca y fui a estudiar Geología en la Universidad de Leningrado. Fue en la época de la Unión Soviética, claro.

– ¿Leningrado? San Petersburgo, quieres decir.

– Leningrado era el nombre que tenía la ciudad en aquel entonces.

– ¿Y? ¿Te gustó?

– La ciudad es espectacular -dijo-. Pero, como era de prever, al cabo de dos semanas ya me había convertido en un.anticomunista primario.

– Te marchaste enseguida.

– No. Me quedé cuatro años.

– ¿Cuatro años?

Filipe se encogió de hombros.

– Fueron las rusas las que hicieron que me quedara -dijo, con una expresión entre impotente y resignada-. El país era una mierda, las personas antipáticas, el sistema comunista no funcionaba, hacía un frío increíble en invierno, pero aun así no pude irme. -Suspiró-. Las chicas de aquí fueron mi perdición, no había nada que hacer.

– ¿Qué tienen ellas de tan especial?

– ¿Acaso no lo ves? -contestó, tras mirar a Nadezhda como si exhibiese la prueba.

Intercambiaron miradas cohibidas a la hora de irse a acostar. El yurt sólo tenía dos camas y ellos eran tres. Tomás supuso inicialmente que Filipe disponía de su propia tienda, donde pasaría la noche, pero fue en el momento en que decidieron acostarse cuando entendió que aquélla era la tienda de su amigo.

En la situación embarazosa que siguió, varios pensamientos cruzaron su mente. El primero, casi instintivo, fue el de que Nadezhda y él irían a una cama y Filipe a la otra. Le parecía una solución natural, teniendo en cuenta la relación que había desarrollado con la rusa los últimos días. Pero, momentos después, lo reconsideró. Quedaría mal irse a dormir con la muchacha en la tienda de su amigo. Acaso la mejor opción, y la más caballerosa, era que ellos se acostasen en la misma cama y ella fuese a la otra. Una especie de segregación sexual.