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– La culpa es mía -dijo-. Nunca debí haber respondido a tu e-mail.

– Pero ¿cómo lo habrán sabido?

Su amigo consideró la pregunta.

– ¿Tú no fuiste a Viena?

– Sí. Me acerqué a la OPEP para intentar entender lo que estabas investigando el día en que mataron al estadounidense y al español.

– Entonces ha sido ahí. Los tipos te descubrieron y pusieron a alguien detrás de ti para ver adonde los llevabas.

Tomás meneó la cabeza, irritado.

– Francamente, soy un estúpido.

– La culpa es mía -repitió Filipe-. Debería haber sido más listo.

Oyeron pasos y se callaron, los tres muy alarmados, intentando identificar la amenaza. Un bulto se materializó junto al grupo, haciéndolos estremecer del susto. Era Boris, que había vuelto de la sombra. El ruso susurró algunas palabras y los llevó por las calles dormidas de la aldea hacia un edificio que les pareció un establo.

– Borka quiere saber si estás en forma -dijo Filipe.

– ¿Yo? Sí, creo que sí -repuso Tomás-. ¿Por qué?

Boris encendió una linterna y la apuntó hacia la pared del establo. Los focos bailaron por la madera hasta localizar lo que buscaban.

– Porque vamos a tener que usarlas.

Eran bicicletas.

Pedalearon por un sendero, con los faros encendidos, y fueron a dar a una calle de tierra apisonada, donde se detuvieron. Los tres que iban delante se pusieron a discutir en ruso y a apuntar en varias direcciones: había un desacuerdo visible en el grupo.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Tomás, interrumpiendo la algarabía eslava.

– Estamos decidiendo adónde vamos -explicó Filipe, hablando en inglés para mantener a los rusos al tanto de la conversación-. Borka quiere llevarnos a Juzhir, pero a mí me parece arriesgado. Seguro que los tipos armados van para allá.

– Entonces, ¿cuál es la alternativa?

– Pues ése es el problema observó Filipe-. No lo sé.

– Yo tengo una solución -dijo Nadezhda.

– Dila.

– El viejo Jamagan.

– No digas disparates.

– Escúchame, Filhka -imploró-. Fui hoy a visitarlo a la Shamanka. Tiene una forma de sacarnos de aquí si vamos a verlo.

– ¿A la Shamanka?

– Sí.

Se hizo un silencio mientras Filipe consideraba la opción. Interrogó a Boris en ruso y, después de oír su opinión, puso el pie en el pedal y asintió con la cabeza.

– Vamos allá.

Se internaron por la carretera y pedalearon hacia el oeste. El lago estaba próximo y vislumbraron una tenue claridad más adelante: eran las luces escasas de Juzhir centelleando en la noche. Decidieron arriesgarse y atravesar el pueblo, pero, cuando se acercaban a las primeras cosas, avanzando con mucha cautela, oyeron el sonido de motores detrás de ellos. Boris hizo una señal, salieron de la carretera y se apartaron en el arcén.

Creció el rumiar de los motores, la carretera quedó de repente iluminada por faros y vieron que dos jeeps pasaban con gran fragor. Tomás estiró el cuello y observó el interior de los dos vehículos: iban llenos de hombres.

– Son ellos -murmuró Filipe-. Nos están buscando.

Los jeeps pararon unos metros más adelante y se quedaron allí, con los faros encendidos, como si estuviesen evaluando la situación: parecían felinos al acecho de la presa. Se mantuvieron así unos segundos, hasta que se encendieron las luces traseras de marcha atrás del coche que iba delante y, acto seguido, las del que se encontraba detrás.

– ¡Vienen para aquí! -se asustó Tomás.

Igualmente alarmado por la posibilidad de que los jeeps volviesen a pasar junto al lugar donde estaban escondidos, Boris susurró algo en ruso y Filipe le hizo una seña a Tomás para que lo siguiese.

– Esto se está poniendo realmente muy peligroso -dijo-. Borka va a llevarnos por un atajo.

Se deslizaron por el arcén y zigzaguearon a oscuras por la estepa. El suelo estaba cubierto de hierbas y plantas aromáticas que exhalaban una fragancia fuerte y agradable. Algunos centenares de metros más adelante tomaron un nuevo sendero, montaron en las bicicletas, rodearon Juzhir muy despacio, avanzando con sumo cuidado, con los faros apagados y el camino hecho a ciegas, y pedalearon hasta que las piernas les pesaron como plomo.

– La Shamanka.

La voz de Boris anunció su destino. Habían llegado. Los ojos de Tomás ya se habían habituado a la oscuridad, pero lo primero que notó al llegar al lugar no fue una imagen ni un olor, sino un sonido.

El rumor tranquilo de las aguas.

La ensenada tenía una pequeña playa de arena, curva como una U ancha, y un bulto oscuro se alzaba en la punta izquierda de la U, como un castillo gótico sumergido en la noche. Los cuatro se apearon de las bicicletas y bajaron hasta la playa caminando en dirección al macizo sombrío.

– ¿Qué es aquello? -preguntó Tomás señalando un bulto que le daba la impresión de vigilar el lago.

– Es la Piedra Chamán -dijo Filipe-. La llaman Shamanka.

– ¿Una piedra chamán?

– No es una piedra chamán -corrigió el geólogo-. Es la «Piedra» Chamán -dijo subrayando lo de «la piedra»-. Este peñasco es uno de los nueve lugares más sagrados de Asia.

Tomás analizó con atención la sombra hacia la cual caminaban.

– ¿Qué tiene este sitio de tan especial?

– Cuéntaselo, Nadia.

La rusa, que iba delante caminando en silencio, disminuyó el paso y se dejó alcanzar por Tomás.

– Fue aquí, en la Shamanka, donde nació el primer chamán -explicó-. Dice la tradición que ese chamán era un hombre y que, al cabo de un tiempo, comenzó a sentirse muy solo. Fue entonces cuando creó a la primera mujer chamán.

La sombra creció delante del grupo, enorme, amenazadora, tan próxima que Tomás ya podía desentrañar sus formas. Era un peñasco escarpado con dos picos, y presentaba una superficie agreste, cubierta de ángulos cortantes como un erizo; daba la impresión de que la playa hacía un esfuerzo por extenderse, estirándose hasta tocar este monstruo de piedra, como una fiera de espaldas vueltas hacia la tierra, un centinela de guardia de las aguas del Baikal. Había algo de irreal en su esencia, como si fuese un trozo de la Luna atraído hacia el lago, un cuerpo extraño tumbado en la playa, una escultura extraña extraída de otra dimensión.

Una luz amarilla y roja centelleó en la ladera del peñasco, tenue y oscilante.

– ¿Qué es aquello?

– Es el Jamagan -lo tranquilizó Nadezhda-. Ha encendido una hoguera.

Llegaron hasta la base del peñasco y escalaron la cuesta acantilada en dirección a las llamas que temblequeaban en un rincón. Tomás se dio cuenta de que la piedra era una especie de mármol cristalizado, cubierto por líquenes rojos. Todo allí era natural, primitivo, con excepción de una placa con letras que, esculpidas en la piedra, le parecieron propias del sánscrito.

Nadezhda llamó al Jamagan en voz alta. El nombre resonó por la pequeña ensenada y oyeron que una voz débil respondía. Se encontraron con el viejo chamán envuelto en mantas y acostado en una gruta abierta en la piedra, con la hoguera encendida justo a la entrada. Era un hombre de rostro ancho y trigueño, con los ojos negros almendrados y los pómulos salientes, como la faz de los mongoles; sus cabellos blancos asomaban por el gorro azul como hebras de paja gastada.

Después, los recién llegados y el chamán conversaron en ruso, con Boris y Filipe gesticulando mucho, como si ésa fuese la única forma de enfatizar la urgencia de lo que tenían que decirle. Pero el Jamagan parecía resistir, nada impresionado con lo que le decían los recién llegados, e intervino Nadezhda. La rusa comenzó a hablar con calma y pausadamente con el viejo chamán. Este la escuchó en silencio, absorbiendo todo lo que ella le decía; era evidente que la respetaba.