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Sin embargo, ¿qué sucede con la ciencia ficción, que trata de situaciones irreales, desarrolladas en lugares que no existen y en épocas que no se han producido todavía? ¿Podemos considerar las aventuras del capitán Zap en el siglo 80 como un anteproyecto de autodescubrimiento? ¿Podemos aceptar la colisión de federaciones estelares en la nebulosa de Andrómeda como una interpretación de la relación de los Estados Unidos y la Unión Soviética hacia 1950? Supongo que sí, siempre y cuando podamos aceptar una historia de ciencia ficción en un rarificado nivel metafórico, como una serie de estructuras simbólicas generadas de alguna forma por la experiencia del autor en el mundo real. Pero es mucho más fácil quedarse ahí, con el capitán Zap, a su propio nivel, disfrutando simplemente del placer de hacerlo así. Y eso es material para jóvenes.

En consecuencia, tenemos dos posibles evaluaciones de la ciencia ficción:

que se trata de una literatura simplista de evasión, a la que le falta la relevancia de la vida diaria y que sólo es útil como diversión independiente;

que su valor es sutil y elusivo, únicamente accesible a aquellos que son capaces y tienen la voluntad necesaria para penetrar en la subestructura de experiencias oculta tras esas grandes metáforas de imperios galácticos y de poderes supranormales.

Yo oscilo entre las dos actitudes. A veces, abarco las dos simultáneamente. Se trata de un truco que aprendí casualmente de la propia ciencia ficción: «lógica multi-extensible», según se denominó en la famosa novela de Zenger, La Planicie Mental. Al héroe de la obra le costó veinte años de estudio ascético en los claustros de los Hermanos de Aldebarán, el llegar a dominar el truco. Yo lo he conseguido en veinte años de leer Nova, Espacio profundo y Trimestral Solar. Sí, la lógica multi-extensible. Sí. El arte de aceptar tesis contradictorias. Quizás «esquizofrenia dinámica» sería un término más expresivo, no lo sé.

¿Es esto el centro? ¿Estoy ahí? Lo dudo. ¿Lo sabré cuando llegue, o lo negaré como hago con frecuencia, diciéndome qué más hay ahí, hacia dónde más he de mirar.

El extraño era una cosa repelente, con todas las líneas y ángulos, con todos los tendones estremeciéndose amenazadoramente, con sus ojos rasgados y abiertos revelando una sombría y sangrienta curiosidad. Mortenson fue incapaz de enfocar claramente su mirada sobre la criatura; se le seguía deslizando por los bordes hacia algún otro plano del ser, con un extraño efecto de rizo que le resultó mórbidamente inquietante. Ahora no estaba a más de cincuenta metros de distancia, y avanzaba continua y firmemente. Cuando llegue a diez metros de distancia, pensó, le voy a disparar, no importe lo que pase.

Cinco pasos más; y entonces, una fantástica metamorfosis. En lugar de esa cosa amenazadora duramente angulosa, allí estaba un sonriente y feliz golkón. La pequeña y rolliza criatura movió sus gordinflones tentáculos y le envió un alegre saludo.

—Yo soy amor —declaró el golkón—. ¡Soy el portador de la felicidad! ¡Te doy la bienvenida a este mundo, querido amigo!

¿Qué es lo que temo? Temo al futuro. Temo las infinitas posibilidades que se encuentran adelante. Me fascinan, y me aterrorizan. No creí que llegara nunca a admitirlo, ni siquiera ante mí mismo, pero ¿qué otra interpretación puedo hacer de mi sueño? Esa multitud de túneles, esa infinidad de seres extraños, todos ellos desplazándose hacia mí a medida que yo continúo y continúo mi camino. Eso es la personificación de mi temor básico. De ahí se deriva mi lectura compulsiva de obras de ciencia ficción: coloco señales en los caminos. Deseo disponer de un mapa del territorio en el que tengo que entrar. En el que todos tenemos que entrar. Sin embargo, los propios mapas son aterrorizadores. Quizás, en lugar de hacerlo así, tendría que mirar hacia atrás. Sería menos terrorífico leer novelas históricas. No obstante, me alimento de estas fantasías que me obsesionan y aterrorizan. Obtengo energía de ellas. Si renunciara a ellas, ¿de qué me alimentaría?

Los recogedores de sangre estuvieron fuera esta noche, deambulando en grupos sedientos por la tierra destruida. Desde la seguridad de la pared de piedra de su celda, les pudo escuchar aullando, y también pudo escuchar los terribles gritos de las víctimas, las viejas mujeres, los niños dispersos. Cuatro, cinco noches, hace ya una semana, se desataron los monstruos con colmillos y se dedicaron al merodeo, y cada noche quedaban menos seres humanos para contener la marea. Eso ya era bastante malo, pero aún había cosas peores: su propia ansia. ¿Durante cuánto tiempo más podría mantenerse encerrado aquí, por su propia voluntad? ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que él también saliera de aquí, en busca de presas, sediento de sangre?

Cuando acudí al quiosco a la hora del almuerzo para recoger el último número de Mañana, me encontré con el primer número de una nueva revista: Mundos de maravilla. Eso me asombró. Hacia ya nueve o diez años que nadie se arriesgaba a editar un nuevo título de ciencia ficción. Disponemos de nuestro puñado de títulos establecidos desde hace tiempo, la mayoría de ellos fundados en la década de los treinta, e incluso en la de los veinte, los que parecen continuar para siempre. Pero el fracaso de todas las nuevas revistas aparecidas en los años cincuenta fue tan enfático que supongo llegué a estar convencido de que ya nunca aparecerían nuevos títulos. Y, sin embargo, aquí está hoy Mundos de maravilla. No hay nada de extraordinario en ello. Excepto por el nombre, podría tratarse perfectamente de Espacio profundo o de Solar. El formato es el habitual, el mismo tamaño que The Reader’s Digest. Sin que me sorprendiera mucho, la cubierta estaba dibujada por Greenstone. Las historias, escritas por Aschenbach, Marcus y algunos otros nombres de menor importancia. El editor es Roy Schaefer, a quien recuerdo como un escritor competente pero poco espectacular de los años cincuenta y sesenta. Supongo que me debería sentir encantado por disponer de otros seis números anuales para entretenerme. Pero, de hecho, me siento vagamente amenazado, como si el túnel de mis sueños se hubiese encontrado con una bifurcación inesperada.

La máquina del tiempo se encuentra suspendida ante mí, en el laboratorio, como un brillante y lustroso ovoide suspendido sobre puntales de ébano. Richards y Halleck sonríen nerviosamente cuando me acerco a ella; éste, después de todo, es el momento culminante de nuestros años de investigación, y hay tanta emoción depositada en el éxito del viaje que estoy a punto de emprender, que cada uno de los momentos parece sobrecargado de una pesada importancia simbólica. Nuestros experimentos con ratas y conejos parecieron tener éxito, pero ¿cómo podemos saber lo que significa viajar en el tiempo hasta que los seres humanos hayan hecho el viaje?