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Muy bien. Entro en la máquina. Crispados, intercambiamos instrucciones a través del intercomunicador. ¿Determinación de fecha? Cinco de mayo del 2500 d.C… un salto de casi tres siglos y medio. ¿Nivel de energía? ¿Alimentación de energía? Adelante.

Adelante. ¿Activada la dislocación del circuito? Sí. Todos los sistemas funcionando. ¡Bon voyage!

El panel de control enloquece. Los cuadrantes giran. Las luces parpadean. Todo se arremolina inmediatamente. Doy un salto hacia adelante en el tiempo, ¡marchando, marchando, marchando!

Cuando todo vuelve a recuperar la calma, inicio los procesos rutinarios de emergencia. La cápsula del tiempo debe abrirse así, sin precipitación alguna. Mis manos tiemblan de expectación ante el extraño nuevo mundo que me espera. Mil y una hipótesis cruzan agitadamente por mi mente. Por fin, se abre la escotilla.

—Hola —me saluda Richards.

—¿Qué tal? —dice Halleck.

Seguimos estando en el laboratorio.

—No entiendo —digo—. Mis cálculos y manómetros indican una transferencia temporal definitiva.

—La ha habido —me dice Richards—. Te dirigiste hacia el año 2500 d.C., tal y como planeamos. Pero sigues estando aquí.

—¿Dónde?

Aquí.

Halleck se echó a reír.

—¿Sabes lo que ha pasado, Mike? Tú viajaste en el tiempo. Diste un salto de tres siglos y medio. Pero te llevaste contigo todo el presente. Arrastraste contigo todo nuestro tiempo hacia el futuro. Es como arrastrar un buñuelo a través de su propio agujero, ¿comprendes? Nuestro trabajo ha fracasado, Mike. Hemos obtenido nuestra respuesta. El presente está siempre con nosotros, independientemente de lo lejos que podamos ir.

Una vez, hace aproximadamente unos cinco años, tomé algo de ácido, una pequeña pastilla púrpura que un amigo mío me envió desde Nuevo México. Había leído bastante acerca de las drogas psicodélicas, y no sentía el menor miedo; en realidad, sentía ansiedad, verdadera sed por la experiencia. Iba a flotar en el cosmos, abarcándolo todo. Iba a convertirme en una parte de las nebulosas y de las supernovas, y ellas se iban a convertir en parte de mí mismo; o, más bien, por fin iba a darme cuenta de que habíamos formado parte las unas del otro y viceversa durante todo el tiempo. En otras palabras, imaginé que el LSD sería como una absorción de quinientas novelas de ciencia ficción, todo ello en un instante: una carga mental de imágenes, emoción, extrañeza y transporte a lugares increíblemente irreconocibles. La droga tardó aproximadamente una hora en causarme efecto; vi cómo las paredes empezaban a fluir y a ondularse, y cascadas de luz entraron a torrentes por el techo. El tiempo se convirtió en algo confuso y pensé que habían transcurrido tres horas, pero sólo fueron unos veinte minutos. Holly estaba conmigo.

—¿Cuáles son tus sensaciones? —me preguntó—. ¿Es algo místico? -me hizo un montón de preguntas así.

—No lo sé —le contesté—. Es muy bonito, pero no lo sé.

Los efectos de la droga desaparecieron en unas siete horas, pero mi sistema nervioso estaba emocionado y las luces seguían explotando tras de mis ojos cuando traté de irme a dormir. Y así, permanecí sentado toda la noche y leí las novelas de Llama Estelar de Marcus, las dos, antes del amanecer.

No hay imperio galáctico. No existirá nunca un imperio galáctico. Todo es caos. Todo se produce al azar. Los imperios galácticos son pueriles fantasías de poder. ¿Creo realmente en esto? Si no es así, ¿por qué lo digo? ¿Acaso disfruto abatiéndome a mí mismo?

—¡Mira allí! —susurró el mutante.

Carter miró. Toda una esquina de la habitación había desaparecido, fundido, como si se hubiera borrado. Carter podía ver la calle en el exterior, el tráfico, el propio interior del edificio.

—¡Mira allá! —dijo el mutante—. ¡Mira!

La silla había desaparecido.

—¡Mira!

El techo se esfumó.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!

La cabeza de Carter giró de un lado a otro. Todo se iba esfumando y desapareciendo, ante la orden del inexorable mutante de ojo dorado.

—¿Ves las estrellas? —preguntó el mutante, chasqueando los dedos.

—¡No! —gritó Carter—. ¡Eso no!

Pero ya era demasiado tarde. Las estrellas también habían desaparecido.

A veces, me deslizo hacia lo que considero como la experiencia de la ciencia ficción en la vida cotidiana. Quiero decir que puedo estar sentado ante mi mesa mecanografiando un informe, o esperando el metro mientras termina la larga fila de gente sudorosa, cuando siento de pronto un zumbido, una precipitación, un movimiento ascendente del alma, similar al que sentí la vez en que tomé la droga y, bruscamente, me veo a mí mismo desde una perspectiva completamente nueva… como un visitante procedente de algún otro tiempo, de algún otro lugar, aislado en un mundo de seres extraños, conocido como Tierra. Todo me parece extraño y desconcertante. Noto entonces esa sensación de doblez, de déja vu, como si ya hubiese leído algo sobre esta estación de metro en alguna novela de ciencia ficción, como si ya hubiera visto este despacho descrito en una lejana historia de fantasía, hace muchísimo tiempo. De este modo, el mundo real se transforma para mí en algo de ciencia ficción durante veinte o treinta segundos, en cualquier momento. La textura se desliza; lo sólido se tensa. En ocasiones, cuando me ha sucedido eso, pienso que es mucho más excitante que el conseguir que un mundo de fantasía se convierta en algo «real» mientras leo. Y, a veces, pienso que me estoy separando en varios componentes.

Mientras estábamos durmiendo se había producido una tragedia a bordo de nuestra poderosa nave estelar. Nuestro capitán, nuestro líder, nuestro guía durante dos generaciones completas, ¡había sido asesinado en su cama!

—¡Permíteme verlo de nuevo! —insistí, y Timothy me tendió el holograma.

¡Sí! ¡No cabía la menor duda! Podía ver las manchas de sangre en su espeso pelo blanco. Podía contemplar la helada máscara de angustia sobre su rostro de rasgos fuertes. ¡Muerto! ¡El capitán estaba muerto!

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté—. ¿Qué ocurrirá?

—La guerra civil ya ha comenzado en el puente E —me informó Timothy.

Quizás lo que temo realmente no es tanto una mareante multiplicidad de futuros como la ausencia de futuros. Cuando yo termine, ¿terminará conmigo el universo? La nada, la vaciedad, la nulidad que nos espera a todos, el túnel que conduce no a todas partes sino a ninguna… ¿es ése el único destino? Si es así, ¿hay alguna razón para sentir temor? ¿Por qué iba a tenerlo? “La nada es paz. Nuestra nada que tiene su arte en la nada, cuyo nombre es la nada, tu reino de la nada, tu voluntad será nada, en la nada, como es en la nada. No grites nunca de nada, porque nada está contigo”. Ése es Hemingway; él sintió la nada presionándole desde todas partes. Hemingway no escribió nunca una palabra de ciencia ficción. Finalmente, se desplazó cariñosamente a sí mismo hacia la gran nada con un tiro de escopeta.

Mi amigo León me recuerda de alguna forma a Henry Darkdawn en la clásica trilogía Cosmos, de De Soto. Si hubiera dicho que me recordaba a Stephen Dedalus, o a Raskolnikov o a Julien Sorel, no habrían necesitado, naturalmente, mayores descripciones para saber lo que quiero decir; pero Henry Darkdawn se halla probablemente fuera de su experiencia literaria. La trilogía de De Soto trata sobre la formación, expansión y ocaso de un movimiento casi religioso que abarcó varias galaxias entre los años 30.000 a 35.000 d.C., y Darkdawn es un profeta carismático, humano pero inmortal -o, en cualquier caso, de una extraordinaria longevidad-, que combina en sí mismo las funciones de Moisés, Jesús y San Pablo: profeta, intermediario con elevados poderes, organizador, líder, y finalmente mártir. Lo que hace que la serie sea tan hermosa es la forma en que De Soto se introduce en el interior del carácter de Darkdawn, de modo que no es simplemente un alejado bajorrelieve —el Profeta—, sino un ser humano cálido, que respira como nosotros. O sea, se le ve con verrugas y todo: un concepto sofisticado para la ciencia ficción, que tiende a presentarnos pesadas estatuas marmóreas en lugar de protagonistas vivos.