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León, desde luego, es muy poco probable que haya encontrado un culto que se extienda por la galaxia; pero posee buena parte de la intensidad que yo asocio con Darkdawn. Extrañamente, es bastante alto —yo diría que un metro ochenta y cinco—, y tiene un buen aspecto convencional; las personas de su tipo no suelen poseer un elevado voltaje interno, según he observado. Pero, a pesar de sus ventajas físicas naturales, algo debe haber comprimido y redirigido el alma de León cuando era joven, porque es un triste meditador, un soñador, alguien que respira fuego, saliendo siempre con planes visionarios para la reorganización de nuestro despacho, de nuestro personal y cosas así. Suele ser él quien deja las revistas de ciencia ficción sobre mi mesa, como regalos; pero también es quien me lanza los más divertidos aguijonazos por leer lo que él considera no es más que basura. En eso mismo se puede observar su naturaleza contradictoria. Es timido y agresivo, tenaz y vulnerable, confidencial y vacilante; tiene en él toda la loca mezcla humana, todo está en él.

El pasado martes cené en su casa. Acudo allí a menudo; su esposa Helene es una cocinera excelente. Ella y yo tuvimos un asunto amoroso hace cinco años, que duró seis meses. León lo supo después de nuestro tercer encuentro, pero nunca me ha dicho una sola palabra. A juzgar por el desesperado ardor de Helene, ella y León no deben tener una relación sexual muy buena; cuando estaba conmigo en la cama, parecia quererlo todo inmediatamente, cada posición, cada clase de sensación, como si hubiera estado privada de todo ello durante demasiado tiempo. Posiblemente León hasta se sintiera agradecido por el hecho de que yo le quitara una parte de la presión sexual que se ejercía sobre él, y lamentó silenciosamente que ya no siguiera acostándome con su esposa. Terminé el asunto porque ella me estaba quitando demasiada energía, y porque estaba teniendo dificultades para encontrarme con la mirada franca y abierta de León.

El pasado martes, justo antes de la cena, Helene se dirigió a la cocina para comprobar la marcha del horno. León se disculpó y se dirigió al cuarto de baño. Solo, permanecí un momento ante una estantería de libros, comprobando, de acuerdo con mi forma automática de hacer las cosas, si tenían algo de ciencia ficción, y después seguí a Helene a la cocina para llenar mi vaso de la jarra de martini preparado que había en el refrigerador. De repente ella se acercó a mí, apretándome estrechamente, buscando mis labios. Susurró mi nombre; introdujo las puntas de sus dedos en mi espalda.

—¡Eh! —dije, blandamente—. Espera un momento… ¡Acordamos que no volveríamos a empezar otra vez con lo mismo!

—¡Te deseo!

—No, Helene —rogué con suavidad, tratando de liberarme—. No compliques las cosas, por favor.

Logré zafarme. Ella se apartó de mí bajando la cabeza y de mal humor regresó al horno. Al volverme, vi a León en el umbral de la puerta. Tuvo que haber sido testigo de toda la escena. Sus ojos oscuros brillaban con lágrimas medio contenidas; sus labios se estremecían. Sin decir una sola palabra, me cogió la jarra, se llenó su vaso de martini y lo bebió de un trago. Después se dirigió hacia la sala de estar… y diez minutos después estábamos hablando de asuntos de la oficina, como si nada hubiera ocurrido.

Sí, León, tú eres un Henry Darkdawn hasta el último centímetro de tu cuerpo. Los profetas fueron creados de la misma materia que tú, León. De la misma materia que tú están hechos los mártires cósmicos.

Ya nadie pudo decir cuál era la diferencia. El lustroso y viscoso androide había absorbido por completo la personalidad de su creador.

Permanecí al borde del acantilado, contemplando con horror aquella cosa roja e hinchada que había sido el sol otorgador de vida de la Tierra.

La horda de robots…

La nave espacial extraña, hundiéndose en una frenética espiral…

Riendo, ella abrió su puño. La bomba Q estaba en el centro de la palma de su mano.

—Diez segundos —dijo ella.

¡Qué calor hace esta noche! Un malsano guante de humedad me envuelve. Sé que no podré dormir. Noto una terrible presión a mi alrededor. ¡Sí! ¡El haz de luz verde! ¡Al fin, al fin, al fin! Meciéndome, elevándome, haciéndome flotar a través de las ventanas abiertas. Muy alto, sobre la ciudad a oscuras. Adelante, adelante, a través del vacío, fuera del espacio y del tiempo. Hacia el túnel. Dejándome abajo. Aquí. Aquí. Sí, exactamente como yo había imaginado que sería: las paredes de ónice, el brillo apagado sin fuente, la bóveda curvada muy por encima de mi cabeza, las silenciosas figuras extrañas pasando junto a mí. Aquí. El túnel, por fin. Doy el primer paso hacia adelante. Y otro. Y otro. Estoy lanzado en mi viaje.