«¡Pero por qué no me hablan estas gentes de su sobrina! -pensaba-. Si me hablaran de ella yo les pondría atención; si me hablaran de ella yo les diría que no tuvieran pena, que no se está complicando a don Juan en asesinato alguno; si me hablaran de ella… ¡Pero qué necio soy! De Camila, que yo quisiera que dejara de ser Camila y que se quedara aquí con ellos sin yo pensar más en ella; yo, ella, ellos… ¡Pero qué necio! Ella y ellos, yo no, yo aparte, aparte, lejos, yo con ella no…»
Doña Judith -como ella firmaba- tomó asiento en el sofá y restregóse un pañuelito de encajes en la nariz para darse un compás de espera.
– Decían ustedes… Les corté su conversación. Perdonen…
– ¡De…!
– ¡Sí…!
– ¡Han…!
Los tres hablaron al mismo tiempo, y después de unos cuantos «siga usted, siga usted» de lo más gracioso, don Juan, sin saber por qué, se quedó con la palabra. («¡Qué animal!», le gritó su esposa con los ojos.)
– Le contaba yo aquí al amigo que contigo nosotros nos indignamos cuando, en forma puramente confidencial, supimos que mi hermano Eusebio era uno de los asesinos del coronel Parrales Sonriente…
– ¡Ah, sí, sí, sí!… -apuntaló doña Judith, levantando el promontorio de sus senos-… ¡Aquí, con Juan, hemos dicho que el general, mi cuñado, no debió jamás manchar sus galones con semejante barbaridad, y lo peor es que ahora, para ajuste de penas, nos han venido a decir que quieren complicar a mi marido! -Por eso también le explicaba yo a don Miguel, que estábamos distanciados desde hacía mucho tiempo con mi hermano, que éramos como enemigos…, sí, como enemigos a muerte; ¡él no me podía ver ni en pintura y yo menos a él!
– No tanto, verdá, cuestiones de familia, que siempre enojan y separan -añadió doña Judith dejando flotar en el ambiente un suspiro.
– Eso es lo que yo he creído -terció Cara de Ángel-; que don Juan no olvide que entre hermanos hay siempre lazos indestructibles…
– ¿Cómo, don Miguel, cómo es eso?… ¿Yo cómplice?
– ¡Permítame!
– ¡No crea usted! -hilvanó doña Judith con los ojos bajos-. Todos los lazos se destruyen cuando median cuestiones de dinero; es triste que sea así, pero se ve todos los días; ¡el dinero no respeta sangre!
– ¡Permítame!… Decía yo que entre los hermanos hay lazos indestructibles, porque a pesar de las profundas diferencias que existían entre don Juan y el general, éste, viéndose perdido y obligado a dejar el país contó…
– ¡Es un pícaro si me mezcló en sus crímenes! ¡Ah, la calumnia!…,»
– ¡Pero si no se trata de nada de eso!
– ¡Juan, Juan, deja que hable el señor!
– ¡Contó con la ayuda de ustedes para que su hija no quedara abandonada y me encargó que hablara con ustedes para que aquí, en su casa…!
Esta vez fue Cara de Ángel el que sintió que sus palabras caían en el vacío. Tuvo la impresión de hablar a personas que no entendían español. Entre don Juan, panzudo y rasurado, y doña Judith, metida en la carretilla de mano de sus senos, cayeron sus palabras en el espejo para todos ausentes.
– Y es a ustedes a quienes corresponde ver lo que se debe hacer con esa niña.
– ¡Sí, desde luego!… -Tan pronto como don Juan supo que Cara de Ángel no venía a capturarlo, recobró su aplomo de hombre formal-… ¡No sé qué responder a usted, pues, la verdad, esto me agarra tan de sorpresa!… En mi casa, desde luego, ni pensarlo… ¡Qué quiere usted, no se puede jugar con fuego!… Aquí, con nosotros ya lo creo que esa pobre infeliz estaría muy bien, pero mi mujer y yo no estamos dispuestos a perder la amistad de las personas que nos tratan, quienes nos tendrían a mal el haber abierto la puerta de un hogar honrado a la hija de un enemigo del Señor Presidente… Además, es público que mi famoso hermano ofreció…, ¿cómo dijéramos?…, sí, ofreció a su hija a un íntimo amigo del Jefe de la Nación, para que éste a su vez…
– ¡Todo por escapar a la cárcel, ya se sabe! -interrumpió doña Judith, hundiendo el promontorio de su pecho en el barranco de otro suspiro-. Pero, como Juan decía, ofreció a su hija a un amigo del Señor Presidente, quien a su vez debía ofrecerla al propio Presidente, el cual, como es natural y lógico pensar, rechazó propuesta tan abyecta, y fue entonces cuando el Príncipe de la milicia, como le apodaban desde aquel su famosísimo discurso, viéndose en un callejón sin salida, resolvió fugarse y dejarnos a su señorita hija. ¡Ello…, qué podía esperarse de quien como la peste trajo el entredicho político a los suyos y el descrédito sobre su nombre! No crea usted que nosotros no hemos sufrido por la cola de este asunto. ¡Vaya que nos ha sacado canas, Dios y la Virgen son testigos!
Un relámpago de cólera cruzó las noches profundas que llevaba Cara de Ángel en los ojos.
– Pues no hay más que hablar…
– Lo sentimos por usted, que se molestó en venir a buscarnos. Me hubiera usted llamado…
– Y por usted -agregó doña Judith a las palabras de su marido-, si no nos fuera del todo imposible, habríamos accedido de mil amores.
Cara de Ángel salió sin volverse a mirarlos ni pronunciar palabra. El perro ladraba enfurecido, arrastrando la cadena por el suelo de un punto a otro.
– Iré a casa de sus hermanos -dijo en el zaguán, ya para despedirse.
– No pierda su tiempo -apresuróse a contestar don Juan-; si yo, que tengo fama de conservador porque vivo por aquí, no la acepté en mi casa, ellos, que son liberales… ¡Bueno, bueno!, van a creer que usted está loco o simplemente que es una broma…
Estas palabras las dijo casi en la calle; luego cerró la puerta poco a poco, frotóse las manos gordezuelas y se volvió después de un instante de indecisión. Sentía irresistibles deseos de acariciar a alguien, pero no a su mujer, y fue a buscar al perro, que seguía ladrando.
– Te digo que dejes a ese animal si vas a salir -le gritó doña Judith desde el patio, donde podaba los rosales aprovechando que ya había pasado la fuerza del sol.
– Sí, ya me voy…
– Pues apúrate, que yo tengo que rezar mi hora de guardia, y no es hora de andar en la calle después de las seis.
XVI En la Casa Nueva
A un salto de las ocho de la mañana (¡buenos días aquéllos de la clepsidra, cuando no había relojes saltamontes, ni se contaba el tiempo a brincos!) fue encerrada Niña Fedina en un calabozo que era casi una sepultura en forma de guitarra, previa su filiación regular y un largo reconocimiento de lo que llevaba sobre su persona. La registraron de la cabeza a los pies, de las uñas a los sobacos, por todas partes -registro enojosísimo- y con más minuciosidad al encontrarle en la camisa una carta del general Canales, escrita de su puño y letra, la carta que ella había recogido del suelo en la casa de éste.
Fatigada de estar de pie y sin espacio en el calabozo para dos pasos, se sentó -después de todo era mejor estar sentada-, mas al cabo de un rato volvió a levantarse. El frío del piso le ganaba las asentaderas, las canillas, las manos, las orejas -la carne es heladiza-, y en pie estuvo de seguida otro rato, si bien más tarde tornó a sentarse, y a levantarse y a sentarse y a levantarse…
En los patios se oía cantar a las reclusas que sacaban de los calabozos a tomar el sol, tonadas con sabor de legumbres crudas, a pesar de tanto hervor de corazón como tenían. Algunas de estas tonadas, que a veces quedábanse tatareando con voz adormecida, eran de una monotonía cruel, cuyo peso encadenador rompían, de repente, gritos desesperados… Blasfemaban…, insultaban…, maldecían…