– No estoy loco, no crea, y daría la vida porque no fuera usted a exponerse a un desprecio, y si he mentido es porque… no sé… Mentía por ternura, por querer ahorrarle hasta el último momento el dolor que ahora va a sufrir… Yo pensaba volver a suplicarles mañana, menear otras pitas, pedirles que no la dejaran en la calle abandonada, pero eso ya no es posible, ya usted va andando, ya no es posible…
Las calles alumbradas se ven más solas. La fondera salió con la candela que ardía ante la Virgen para seguirles los primeros pasos. El viento se la apagó. La llamita hizo movimiento de santiguada.
XVIII Toquidos
¡Ton-torón-ton! ¡Ton-torón-ton!
Como buscaniguas corrieron los aldabonazos por toda la casa, despertando al perro que en el acto ladró hacia la calle. El ruido le había quemado el sueño. Camila volvió la cabeza a Cara de Ángel -en la puerta de su tío Juan ya se sentía segura- y le dijo muy ufana:
– ¡Ladra porque no me ha conocido! ¡Rubí! ¡Rubí! -agregó llamando al perro que no dejaba de ladrar-. ¡Rubí! ¡Rubí!, ¡soy yo! ¿No me conoce, Rubí? Corra, vaya a que vengan luego a abrir.
Y volviéndose otra vez a Cara de Ángeclass="underline"
– ¡Vamos a esperar un momentito!
– ¡Sí, sí, por mí no tenga cuidado, esperemos!
Este hablaba con desmigado decir, como el que lo ha perdido todo, a quien todo le da igual.
– Tal vez no han oído, será menester tocar más duro.
Y levantó y dejó caer el llamador muchas veces; un llamador de bronce dorado, que tenía forma de mano.
– Las criadas deben estar dormidas; aunque ya era tiempo que hubiesen salido a ver. Por algo mi papá, que padece de no dormir, dice siempre que pasa mala noche: «¡Quién con sueño de criada!»
Rubí era el único que daba señales de vida en toda la casa. Su ladrar se oía cuándo en el zaguán, cuándo en el patio. Correteaba incansable tras los toquidos, piedras lanzadas contra el silencio que a Camila se le iba haciendo tranca en la garganta.
– ¡Es extraño! -observó sin separarse de la puerta-. ¡Indudablemente están dormidos; voy a tocar más duro a ver si salen! ¡Ton-torón-ton-ton… Ton-ton-torontón!
– ¡Ahora vendrán! Es que sin duda no habían oído…
– ¡Primero están saliendo los vecinos! -dijo Cara de Ángel; aunque no se veía en la neblina, se oía el ruido de las puertas. -Pero no tiene nada, ¿verdad?
– ¡Más que fuera, toque, toque, no tenga cuidado!
– Vamos a aguardar un ratito a ver si ahora vienen…
Y mentalmente Camila fue contando para hacer tiempo: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veintitrés, veintitrés…, veinticuatro…, ve in ti cinco…
– ¡No vienen!
– … veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, tre in ta…, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro…, treinta y cinco… -le daba miedo llegar a cincuenta-… treinta y seis… treinta y siete, treinta y ocho…
Repentinamente, sin saber por qué, había sentido que era verdad lo que Cara de Ángel le afirmara de su tío Juan, y con ahogo y alarma aldabeó una y muchas veces más. ¡Ton-tororón! Ya no quitaba la mano del tocador… ¡Tororón-ton, tororón-ton! ¡No podía ser! Ton-ton-ton- ton-tontontontontonton tontontontontontontontontonton…
La respuesta fue siempre la misma; el interminable ladrar del perro. ¿Qué les hizo ella, que ella ignoraba, para que no le abrieran la puerta de su casa? Llamó de nuevo. Su esperanza renacía a cada aldabonazo. ¿Qué iba a ser de ella si la dejaban en la calle? De sólo pensarlo se le dormía el cuerpo. Llamó y llamó. Llamó con saña, como si diera de martillazos en la cabeza de un enemigo. Sentía los pies pesados, la boca amarga, la lengua como estropajo y en los dientes la bullidora picazón del miedo.
Una ventana hizo ruido de rasguño y hasta se adivinaron voces. Todo su cuerpo se recalentó. ¡Ya salían, bendito sea Dios! Le agradaba separarse de aquel hombre cuyos ojos negros despedían fosforescencias diabólicas, como los de los gatos; de aquel individuo repugnante a pesar de ser bello como un ángel. En ese momentito, el mundo de la casa y el mundo de la calle, separados por la puerta, se rozaban como dos astros sin luz. La casa permite comer el pan en oculto -el pan comido en oculto es suave, enseña la sabiduría-; posee la seguridad de lo que permanece y apareja la consideración social, y es como retrato familiar, en el que el papá se esmera en el nudo de la corbata, la mamá luce sus mejores joyas y los niños están peinados con Agua Florida legítima. No así la calle, mundo de inestabilidades, peligroso, aventurado, falso como los espejos, lavadero público de suciedades de vecindario.
¡Cuántas veces había jugado de niña en aquella puerta! ¡Cuántas otras, en tanto su papá y su tío Juan conversaban de sus asuntos, ya para despedirse, ella se había entretenido en mirar desde allí los aleros de las casas vecinas, recortados como lomos escamosos sobre el azul del cielo!
– ¿No oyó usted que salieron por esa ventana? ¿Verdad que sí? Pero no abren. O… nos equivocaríamos de casa… ¡Tendría gracia!
Y soltando el tocador se bajó del andén para verle la cara a la casa. No se había equivocado. Sí que era la de su tío Juan «Juan Canales. Constructor», decía en la puerta una placa de metal. Como un niño, hizo pucheros y soltó el llanto. Los caballitos de sus lágrimas arrastraban desde lo más remoto de su cerebro la idea negra de que era verdad lo que afirmó Cara de Ángel al salir de El Tus-Tep. Ella no quería creerlo, aunque fuera cierto.
La neblina vendaba las calles. Estuquería de natas con color de pulque y olor a verdolaga.
– Acompáñame a casa de mis otros tíos; vamos primero a ver a mi tío Luis, si le parece.
– Adonde usted diga…
– Véngase, pues… -el llanto le caía de los ojos como una lluvia-; aquí no me han querido abrir…
Y echaron adelante. Ella volviendo la cabeza a cada paso -no abandonaba la esperanza de que por último abrieran- y Cara de Ángel, sombrío. Ya vería don Juan Canales; era imposible que él dejara sin venganzas semejante ultraje. Cada vez más lejos, el perro seguía ladrando. Pronto desapareció todo consuelo. Ni el perro se oía ya. Frente al Cuño encontraron un cartero borracho. Iba arrojando las cartas a mitad de la calle como dormido. Casi no podía dar un paso. De vez en vez alzaba los brazos y reía con cacareo de ave doméstica, en lucha con los alambres de sus babas enredados en los botones del uniforme. Camila y Cara de Ángel, movidos por el mismo resorte, se pusieron a recogerle las cartas y a ponérselas en la mochila, advirtiéndole que no las botara de nuevo.
– ¡Mu… uchas gra… cias…; le es… digo… que mu… uchas… gra… cias!- deletreaba las palabras, recostado en un bastión del Cuño. Después, cuando aquéllos le dejaron, ya con las cartas en el bolso, se alejó cantando:
¡Para subir al cielo
se necesita,
una escalera grande
y una chiquita!
Y mitad cantando, mitad hablando, añadió con otra música:
¡Suba, suba, suba,
la Virgen al cielo,