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Cara de Ángel guardó silencio. ¿Quién era aquella mujer vendida? ¿Quién aquel niño muerto?

Doña Chón enseñó el diente de oro para amenazar:

– ¡Ah, pero lo que es yo me voy a ir a dar una repasiada en él que no se la ha dado ni su madre…! ¡Por algo me meten presa! Sabe Dios lo que a uno le cuesta ganar el medio para que se lo deje robar así. ¡Viejo embustero, cara de india envuelta, maldito! Ya esta mañana mandé que le echaran tierra de muerto en la puerta de su casa. Ái me va a contar si hace huesos viejos…

– Y al niño, ¿lo enterraron?

– Aquí en casa lo velamos; las muchachas son muy embelequeras. Hubieron tamales…

– Fiesta…

– ¡Vaya por allá!

– Y la policía, ¿qué hace…?

– Por pisto se consiguió la licencia. Al día siguiente nos fuimos a enterrarlo a la isla, en una caja preciosa de raso blanco.

– ¿Y no teme usted que haya familia que le reclame el cadáver, al menos el aviso…?

– Sólo eso me faltaba; y ¿quién va a reclamar? Su padre está preso en la penitenciaría por político; es de apellido Rodas, y la madre, ya lo sabe usté, en el hospital.

Cara de Ángel sonrió interiormente, libre de un peso enorme. No era de la familia de Camila…

– Aconséjeme usté, don Miguelito, usté que es tan de a sombrero, qué debo hacer para que ese viejo chelón no se quede con mi dinero. ¡Son diez mil pesos, acuérdese…! ¿Acaso son frijoles?

– A mi juicio debe usted ver al Señor Presidente y quejarse a él. Solicítele audiencia y vaya confiada, que él se lo arreglará. Está en su mano.

– Es lo que yo había pensado y es lo que voy a hacer. Mañana le pongo un telegrama doble urgente pidiéndole audiencia. Vale que con él somos viejas amistades; cuando no era más que ministro tuvo pasión por mí. De eso ya hace rato. Yo era joven y bonita; parecía una lámina, como en aquella fotografía, vea… Recuerdo que vivíamos por El Cielito con mi nana, que en paz descanse, ya quien, vea usté lo que es la torcidura, me la dejó tuerta un loro de un picotazo; excuso decirle que tosté al loro -dos que hubieran sido- y se lo di a un chucho que por chucán se lo comió y le dio rabia. Lo más alegre que me acuerdo de ese tiempo es que por la casa pasaban todos los entierros. Va de pasar y va de pasar muertos… Y que por esa singraciada quebramos para siempre jamás con el Señor Presidente. A él le daban miedo los entierros, pero yo qué culpa tenía. Era muy lleno de cuentos y muy niño. Con nadita que fuera contra él creiba lo que se le contaba, o cuando era para darle el pase de su talento. Al principio, yo, que estaba bien gas por él, le borraba a puros besos largos aquel interminable pasar de muertos en cajones de todos colores. Después me cansé y lo dejé estar. Su mero cuatro era que uno le lamiera la oreja, aunque a veces le sabía a difunto. Como si lo estuviera viendo, ahí donde usté está sentado: su pañuelo de seda blanco amarrado al cuello con un nudito, el sombrero limeño, los botines con orejas rosadas y el vestido azul…

– Y después, lo que son las cosas; ya de Presidente, debe haber sido su padrino de matrimonio…

– Nequis… Al difunto de mi marido, que en paz descanse, no le venían esas cosas. «Sólo los chuchos necesitan de padrinos y testigos que los estén mirando cuando se casan», decía, y ái andan con racimo de chuchos detrás, todos con la lengua fuera y la baba caída… A la fotografía, sí fuimos, para que vea. Nos retrataron al ladito de un tremol, entre palomas disecadas. En el suelo había una alfombra muy tres piedras y un pellejo de tigre. Yo quedé de medio lado y mi marido echándome el brazo. Media vida el viejito que sacó el retrato, era bigotudo y algo curcucho; pero, eso sí, no sólo la máquina volaba lente, sino él también, al verme tan galanota. «Una sonrisita y entrelácense», decía con la voz muy hueca. Pero ésas si son viejadas, hablar de lo que pasó…

XXV El paradero de la muerte

El cura vino a rajasotanas. Por menos corren otros. «¿Qué puede valer en el mundo más que un alma?», preguntó… Por menos se levantan otros de la mesa con ruido de tripas… ¡Tri paz!… ¡Tres personas distintas y un solo Dios verdadero-de-verdad!… El ruido de las tripas, allá no, aquí, aquí conmigo migo, migo, migo, en mi barriga, en mi barriga, barriga… de tu vientre, Jesús… Allá la mesa puesta, el mantel blanco, la vajilla de porcelana limpiecita, la criada seca…

Al entrar el sacerdote -seguíanle vecinas amigas de andar en últimos trances-, Cara de Ángel se arrancó de la cabecera de Camila con pasos que sonaban a raíces destrozadas. La fondera arrastró una silla para el Padre y luego se alejaron todos.

– … Yo, pecador, me confieso a Dios to… -se fueron diciendo.

– In Nomine Pater, et Filis et… Hijita: ¿cuánto hace que no te confiesas?…

– Dos meses…

– ¿Cumpliste la penitencia?

– Sí, Padre…

– Di tus pecados…

– Me acuso, Padre, que he mentido…

– ¿En materia grave?

– No…, que he desobedecido a mi papá y…

(… tic-tac, tic-tac, tic-tac).

– y me acuso, Padre…

(… tic-tac).

– … que he faltado a misa…

Enferma y confesor hablaban como en una catacumba. El Diablo, el Ángel Custodio y la Muerte asistían a la confesión. La Muerte vaciaba, en los ojos vidriosos de Camila, sus ojos vacíos; el Diablo escupía arañas, instalado en la cabecera de la cama, y el Ángel lloraba en un rincón a moco tendido.

– Me acuso, Padre, que no he rezado al acostarme y al levantarme y… me acuso, Padre, que…

(… tic-tac, tic-tac).

– ¡que he peleado con mis amigas!

– ¿Por cuestiones de honra?

– No…

– Hijita, has ofendido a Dios muy gravemente.

– Me acuso, Padre, que monté a caballo como hombre…

– ¿Y había otras personas presentes y fue motivo de escándalo?

– No, sólo estaban unos indios.

– Y tú te sentiste por eso capaz de igualar al hombre y por lo mismo en grave pecado, ya que si Dios Nuestro Señor hizo a la mujer, mujer, ésta no debe pasar de ahí, para querer ser hombre, imitando al Demonio, que se perdió porque quiso ser Dios.

En la mitad de la habitación ocupada por la fonda, frente a la estantería, altar de botellas de todos colores, esperaban Cara de Ángel, la Masacuata y las vecinas, sin chistar palabra, consultándose temores y esperanzas con los ojos, respirando a compás lento, orquesta de resuellos oprimidos por la idea de la muerte. La puerta medio entornada dejaba ver en las calles luminosas el templo de la Merced, parte del atrio, las casas y a los pocos transeúntes que por allí pasaban. Cara de Ángel sufría al ver a esas gentes que iban y venían sin importarles que Camila se estuviera muriendo; arenas gruesas en cernidor de sol fino; sombras con sentido común; absurdo contrasentido de los cinco sentidos; fábricas ambulantes de excremento…

Por el silencio arrastraba cadenitas de palabras la voz del confesor. La enferma tosió. El aire rompía los tamborcitos de sus pulmones.

– Me acuso, Padre, de todos los pecados veniales y mortales que he cometido y que no recuerdo.

Los latines de la absolución, la precipitada fuga del Demonio y los pasos del Ángel que, como una luz, se acercaba de nuevo a Camila con las alas blancas y calientes, sacaron al favorito de su cólera contra los transeúntes, de su odio inexplicable por todo lo que no participaba de su pena, odio infantil, teñido de ternura, y le hicieron concebir -la gracia llega por ocultos caminos- el propósito de salvar a un hombre que estaba en gravísimo peligro de muerte; Dios, en cambio, tal vez le daba la vida de Camila, lo que, según la ciencia, ya era imposible.