Su Excelencia perseguía una mosca.
– Miguel, ¿tú conoces el juego de la mosca…?
– No, Señor Presidente…
– ¡Ah, es verdad que túuuUUU…, en artículo de muerte…! ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!… ¡Ji! ¡ji! ¡ji! ¡ji!… ¡Jó! ¡jó! ¡jó! ¡jó!… ¡Jú! ¡jú! ¡jú! ¡jú!…
Y carcajeándose continuó persiguiendo la mosca que iba y venía de un punto a otro, la falda de la camisa al aire, la bragueta abierta, los zapatos sin abrochar, la boca untada de babas y los ojos de excrecencias color de yema de huevo.
– Miguel -se detuvo a decir sofocado, sin lograr darle caza-, el juego de la mosca es de lo más divertido y fácil de aprender; lo que se necesita es paciencia. En mi pueblo yo me entretenía de chico jugando reales a la mosca.
Al hablar de su pueblo natal frunció el entrecejo, la frente calmada de sombras; volvióse al mapa de la República, que en ese momento tenía a la espalda, y descargó un puñetazo sobre el nombre de su pueblo.
Un columbrón a las calles que transitó de niño, pobre, injustamente pobre, que transitó de joven, obligado a ganarse el sustento en tanto los chicos de buena familia se pasaban la vida de francachela en francachela. Se vio empequeñecido en el hoyo de sus coterráneos, aislado de todos y bajo el velón que le permitía instruirse en las noches, mientras su madre dormía en un catre de tijera y el viento con olor de carnero y cuernos de chiflón topeteaba las calles desiertas. Y se vio más tarde en su oficina de abogado de tercera clase, entre marraneas, jugadores, cholojeras, cuatreros, visto de menos por sus colegas que seguían pleitos de campanillas.
Una tras otra vació muchas copas. En la cara de jade le brillaban los ojos entumecidos y en las manos pequeñas las uñas ribeteadas de medias lunas negras.
– ¡Ingratos!
El favorito lo sostuvo del brazo. Por la sala en desorden paseó la mirada llena de cadáveres y repitió:
– ¡Ingratos! -añadió, después, a media voz-. Quise y querré siempre a Parrales Sonriente, y lo iba a hacer general, porque potreó a mis paisanos, porque los puso en cintura, se repaseó en ellos, y de no ser mi madre acaba con todos para vengarme de lo mucho que tengo que sentirles y que sólo yo sé… ¡Ingratos!… Y no me pasa -porque no me pasa- que lo hayan asesinado, cuando por todos lados se atenta contra mi vida, me dejan los amigos, se multiplican los enemigos y… ¡No!, ¡no!, de ese Portal no quedará una piedra…
Las palabras tonteaban en sus labios como vehículos en piso resbaloso. Se recostó en el hombro del favorito con la mano apretada en el estómago, las sienes tumultuosas, los ojos sucios, el aliento frío, y no tardó en soltar un chorro de caldo anaranjado. El Subsecretario vino corriendo con una palangana que en el fondo tenía esmaltado el escudo de la República, y entre ambos, concluida la ducha que el favorito recibió casi por entero, le llevaron arrastrando a una cama. Lloraba y repetía:
– ¡Ingratos!… ¡Ingratos!…
– Lo felicito, don Miguelito, lo felicito -murmuró el Subsecretario cuando ya salían-; el Señor Presidente ordenó que se publicara en los periódicos la noticia de su casamiento y él encabeza la lista de padrinos.
Asomaron al corredor. El Subsecretario alzó la voz.
– Y eso que al principio no estaba muy contento con usted. Un amigo de Parrales Sonriente no debía haber hecho -me dijo- lo que este Miguel ha hecho; en todo caso debió consultarme antes de casarse con la hija de uno de mis enemigos. Le están haciendo la cama, don Miguelito, le están haciendo la cama. Por supuesto; yo traté de hacerle ver que el amor es fregado, lamido, belitre y embustero.
– Muchas gracias, general.
– ¡Vean, pues, al cimarrón! -continuó el Subsecretario en tono jovial y, entre risa y risa, empujándolo a su despacho con afectuosas palmaditas, remató-. ¡Venga, venga a estudiar el periódico! El retrato de la señora se lo pedimos a su tío Juan. ¡Muy bien, amigo, muy bien!
El favorito enterró las uñas en el papelote. Además del Supremo Padrino figuraban el ingeniero don Juan Canales y su hermano don José Antonio.
«Boda en el gran mundo. Ayer por la noche contrajeron matrimonio la bella señorita Camila Canales y el señor don Miguel Cara de Ángel. Ambos contrayentes… -de aquí pasó los ojos a la lista de los padrinos-… boda que fue apadrinada ante la Ley por el Excelentísimo Señor Presidente Constitucional de la República, en cuya casa-habitación tuvo lugar la ceremonia, por los señores Ministros de Estado, por los generales (saltó la lista) y por los apreciables tíos de la novia, ingeniero don Juan Canales y don José Antonio del mismo apellido. El Nacional, concluía, ilustra las sociales de hoy con el retrato de la señorita Canales y augura a los contrayentes, al felicitarles, toda clase de bienandanzas en su nuevo hogar.» No supo dónde poner los ojos. «Sigue la batalla de Verdún. Un desesperado esfuerzo de las tropas alemanas se espera para esta noche…» Apartó la vista de la página de cables y releyó la noticia que calzaba el retrato de Camila. El único ser que le era querido bailaba ya en la farsa en que bailaban todos.
El Subsecretario le arrancó el periódico.
– Lo ve y no lo cree, ¿verdá, dichosote…?
Cara de Ángel sonrió.
– Pero, amigo, usted necesita mudarse; tome mi carruaje…
– Muchas gracias, general…
– Vea, allí está; dígale al cochero que lo vaya a dejar en una carrerita y que vuelva después por mí. Buenas noches y felicidades. ¡Ah, vea! Llévese el periódico para que lo estudie la señora, y felicítela de parte de un humilde servidor.
– Muy agradecido por todo, y buenas noches.
El carruaje en que iba el favorito arrancó sin ruido, como una sombra tirada por dos caballos de humo. El canto de los grillos techaba la soledad del campo desnudo, oloroso a reseda, la soledad tibia de los maizales primerizos, los pastos mojados de sereno y las cercas de los huertos tupidas de jazmines.
– … Sí; si se sigue burlando de mí lo ahorc… -có su pensamiento, escondiendo la cara en el respaldo del vehículo, temeroso de que el cochero adivinara lo que veían sus ojos: una masa de carne helada con la banda presidencial en el pecho, yerta la cara chata, las manos envueltas en los puños postizos, sólo la punta de los dedos visibles, y los zapatos de charol ensangrentados.
Su ánimo belicoso se acomodaba mal a los saltos del carruaje. Habría querido estar inmóvil, en esa primera inmovilidad del homicida que se sienta en la cárcel a reconstruir su crimen, inmovilidad aparente, externa, necesaria compensación a la tempestad de sus ideas. Le hormigueaba la sangre. Sacó la cara a la noche fresca, mientras se limpiaba el vómito del amo con el pañuelo húmedo de sudor y llanto. ¡Ah! -maldecía y lloraba de la rabia-, ¡si pudiera limpiarme la carcajada que me vomitó en el alma!
Un carruaje ocupado por un oficial los pasó rozando. El cielo parpadeaba sobre su eterna partida de ajedrez. Los caballos huracanados corrían hacia la ciudad envueltos en nubes de polvo. ¡Jaque a la Reina!, se dijo Cara de Ángel, viendo desaparecer la exhalación en que iba aquel oficial en busca de una de las concubinas del Señor Presidente. Parecía un mensajero de los dioses.
En la estación central se revolcaba el ruido de las mercaderías descargadas a golpes, entre los estornudos de las locomotoras calientes. Llenaba la calle la presencia de un negro asomado a la baranda verde de una casa de altillo, el paso inseguro de los borrachos y una música de carreta que iba tirando un hombre con la cara amarrada, como una pieza de artillería después de una derrota.