Perdidos en el rumor del bosque, lejos uno del otro, se encontraban extraños. Un espejo partido por la mitad veía desnudarse a Cara de Ángel con prisa juvenil. ¡Ser hombre, cuando mejor sería ser árbol, nube, libélula, burbuja o burrión!… Camila dio de gritos al tocar el agua fría con los pies, en la primera grada del baño, nuevos chillidos a la segunda, más agudos a la tercera, a la cuarta más agudos y… ¡chiplungún! El güipil abombóse como traje de crinolina, como globo, mas casi al mismo tiempo el agua se lo chupó y en la tela de colores subidos, azul, amarillo, verde, se fijó su cuerpo: senos y vientre firmes, ligera curva de las caderas, suavidad de la espalda, un poco flacuchenta de los hombros. Pasada la zambullida, al volver a la superficie, Camila se desconcertó. El silencio fluido de la cañada daba la mano a alguien que estaba por allí, a un espíritu raro que rondaba los baños, a una culebra color de mariposa: la Siguemonta. Pero oyó la voz de su marido que preguntaba a la puerta si se podía entrar, y se sintió segura.
El agua saltaba con ellos como animal contento. En las telarañas luminosas de los reflejos colgados de los muros se veían las siluetas de sus cuerpos grandes como arañas monstruosas. Penetraba la atmósfera el olor del suquinay, la presencia ausente de los volcanes, la humedad de las pancitas de las ranas, el aliento de los terneros que mamaban praderas transformadas en líquido blanco, la frescura de las cascadas que nacían riendo, el vuelo inquieto de las moscas verdes. Los envolvía un velo impalpable de haches mudas, el canto de un guardabarranca y el revoloteo de un shara.
El bañero asomó a la puerta preguntando si eran para los señores los caballos que mandaban de Las Quebraditas. El tiempo de salir del baño y de vestirse. Camila sintió un gusano en la toalla que se había puesto sobre los hombros, mientras se peinaba, para no mojarse el vestido con los cabellos húmedos. Sentirlo, gritar, venir Cara de Ángel y acabar con el gusano, todo fue uno. Pero ella ya no tuvo gusto: la selva entera le daba miedo, era como de gusanos su respiración sudorosa, su adormecimiento sin sueño.
Los caballos se espantaban las moscas con la cola al pie de un amate. El mozo que los trajo se acercó a saludar a Cara de Ángel con el sombrero en la mano.
– ¡Ah, eres tú; buenos días! ¿Y qué andas haciendo por aquí?…
– Trabajando, dende que usté me hizo el favor de sacarme del cuartel que ando por aquí, ya va para un año.
Creo que nos agarró el tiempo…
– Así parece, pero yo más creyo, patrón, que es al sol al que le está andando la mano más ligero, y no han pasado los azacuanes.
Cara de Ángel consultó Camila si se marchaban; se había detenido a pagar al bañero.
– A la hora que tú digas…
– Pero ¿no tienes hambre? ¿No quieres alguna cosa? ¡Tal vez aquí el bañero nos puede vender algo!
– ¡Unos huevitos! -intervino el mozo, y de la bolsa de la chaqueta, con más botones que ojales, sacó un pañuelo en el que traía envueltos tres huevos.
– Muchas gracias -dijo Camila-, tienen cara de estar muy frescos.
– ¡De usté son las gracias, niña, y en cuanto a los huevitos, son puro buenos; esta mañana los pusieron las gallinas y yo le dije a mi mujer: «Dejármelos por ái aparte, que se los pienso llevar a don Ángel»!
Se despidieron del bañero, que seguía moqueando con el mal de ojo y comiendo frijoles.
– Pero yo decía -agregó el mozo- que bien bueno sería que la señora se bebiera los huevitos, que de aquí pa allá está un poco retirado y puede que le dé hambre.
– No, no me gustan crudos y me puede hacer mal -contestó Camila.
– ¡Yo porque veyoque la señora está un poco desmandada!
– Es que aquí, como me ve, me estoy levantando de la cama…
– Sí -dijo Cara de Ángel-, estuvo muy enferma.
– ¡Pero ahora se va a alentar -observó aquél, mientras apretaba las cinchas de los galápagos-; a las mujeres, como a las flores, lo que les hace falta es riesgo; galana se va a poner con el casamiento!
Camila bajó los párpados ruborosa, sorprendida como la planta que en lugar de hojas parece que le salen ojos por todos lados, pero antes miró a su marido y se desearon con la mirada, sellando el tácito acuerdo que entre los dos faltaba.
XXXV Canción de canciones
– Si el azar no nos hubiera juntado… -solían decirse. Y les daba tanto miedo haber corrido este peligro, que si estaban separados se buscaban, si se veían cerca se abrazaban, si se tenían en los brazos se estrechaban y además de estrecharse se besaban y además de besarse se miraban y al mirarse unidos se encontraban tan claros, tan dichosos, que caían en una transparente falta de memoria, en feliz concierto con los árboles recién inflados de aire vegetal verde, y con los pedacitos de carne envueltos en plumas de colores que volaban más ligero que el eco.
Pero las serpientes estudiaron el caso. Si el azar no los hubiera juntado, ¿serían dichosos?… Se sacó a licitación pública en las tinieblas la demolición del inútil encanto del Paraíso y empezó el acecho de las sombras, vacuna de culpa húmeda, a enraizar en la voz vaga de las dudas y el calendario a tejer telarañas en las esquinas del tiempo.
Ni ella ni él podían faltar a la fiesta que esa noche daba el Presidente de la República en su residencia campestre.
Se encontraron como en casa ajena, sin saber qué hacer, tristes de verse juntos entre un sofá, un espejo y otros muebles, fuera del mundo maravilloso en que habían transcurrido sus primeros meses de casados, con lástima uno del otro, lástima y vergüenza de ser ellos.
Un reloj sonó horas en el comedor, mas le parecía encontrarse tan lejos que para ir allí tuvieron la impresión de que había que tomar un barco o un globo. Y estaban allí…
Comieron sin hablar siguiendo con los ojos el péndulo que les acercaba la fiesta a golpecitos. Cara de Ángel se levantó a ponerse el frac y sintió frío al enfundar las manos en las mangas, como el que se envuelve en una hoja de plátano. Camila quiso doblar la servilleta; la servilleta le dobló las manos a ella, presa entre la mesa y la silla, sin fuerzas para dar el primer paso. Retiró el pie. El primer paso estaba ahí. Cara de Ángel volvió a ver que hora era y regresó a su habitación por sus guantes. Sus pasos se oyeron a lo lejos como en un subterráneo. Dijo algo. Algo. Su voz se oyó confusa. Un momento después vino de nuevo al comedor con el abanico de su esposa. No sabía qué había ido a traer a su cuarto y buscaba por todos lados. Por fin se acordó, pero ya los tenía puestos.
– Vean que no se vayan a quedar las luces encendidas; las apagan y cierran bien las puertas; se acuestan luego… -recomendó Camila a las sirvientas, que les veían salir desde la boca del pasadizo.
El carruaje desapareció con ellos al trote de los caballos corpulentos en el río de monedas que formaban los arneses. Camila iba hundida en el asiento del coche bajo el peso de una somnolencia irremediable, con la luz muerta de las calles en los ojos. De vez en cuando, el bamboleo del carruaje la levantaba del asiento, pequeños saltos que interrumpían el movimiento de su cuerpo que iba siguiendo el compás del coche. Los enemigos de Cara de Ángel contaban que el favorito ya no estaba en el candelero, insinuando en el Círculo de los amigos del Señor Presidente que en vez de llamarle por su nombre, le llamaran Miguel Canales. Mecido por el brincoteo de las llantas, Cara de Ángel saboreaba de antemano el susto que se iban a llevar al verlo en la fiesta.