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Aunque las luces estaban apagadas, brillaba el sol de la tarde y por la habitación se filtraba algo de luz hasta el pasillo. Di unos pocos pasos por el pasillo para quedar mejor colocado con relación a la puerta y crucé. Si alguien salía disparando, esperaría encontrarme donde había estado, a la derecha de la puerta, contra la pared. Volví a cruzarme de brazos para esconder el revólver, me recosté contra la pared, vigilé la puerta abierta y esperé.

El ascensor se detuvo a mi derecha y bajó un hombre con chaleco a cuadros de colores acompañado por una señora con traje de pantalón color rosa. Él era calvo y el pelo de ella gris azulado. Miraron hacia delante, tratando de no parecer curiosos al pasar por mi lado. También tuvieron la amabilidad de no mirar por la puerta abierta de la habitación. Los observé mientras caminaban. No parecían terroristas, pero nadie puede distinguir a un terrorista por su aspecto. De todos modos, hay que desconfiar un poco de alguien que usa un chaleco a cuadros de colores. Entraron en una habitación situada diez puertas más abajo. Todo volvió a quedar inmóvil.

Me sentiría como un imbécil redomado si mi habitación estaba vacía y yo pasaba varias horas apostado allí, como el agente X-15. Pero también sería un imbécil redomado si entraba, la encontraba llena de asesinos y así ganaba mi parcela en la Alegre Gran Bretaña por no haber tenido paciencia. Me tocaba esperar.

Evidentemente, él también estaba dispuesto a esperar. Confiaba en que la tensión le haría mella. La puerta abierta se abriría cada vez más a medida que la mirara. Si había dos, llevaría más tiempo. Un solo individuo se asusta más que dos. Yo no tenía que ir a sitio alguno hasta la diez de la mañana siguiente y estaba seguro de que podría resistir más tiempo.

Una india de uniforme blanco pasó delante de mí arrastrando el carrito de la lavandería, miró con curiosidad la puerta abierta y no me hizo el más mínimo caso. Últimamente había descubierto que era cada vez mayor el número de mujeres que no me hacían el menor caso. Tal vez los gustos ya no se centraban en el héroe de la pantalla.

La luz procedente de mi habitación se desvaneció. No aparté la vista porque sabía que, en cuanto el asesino decidiera hacer su jugada, vería una sombra. Quizás él también lo sabía y esperaba que anocheciera.

Dos africanos bajaron del ascensor y pasaron junto a mí. Ambos vestían traje gris de hombre de negocios, con solapas muy finas. Los dos llevaban corbatas delgadas y oscuras y camisas de popelín blanco con las puntas del cuello ligeramente vueltas hacia arriba. El que se encontraba más cerca de mí tenía cicatrices de marcas tribales en las mejillas. Su compañero llevaba gafas redondas con montura dorada. Cuando pasaron delante de mí, oí que hablaban inglés con acento británico. No me prestaron la menor atención ni se fijaron en la puerta. Los observé de soslayo mientras vigilaba la puerta. Cualquiera podía ser cómplice.

El teléfono se encontraba cerca de la puerta y, dado el apestoso silencio que reinaba, me convencí de que el asesino no podría hablar sin que lo oyera. Podía haber recibido alguna señal a través de la ventana o acordado de antemano que, si a cierta hora no telefoneaba, su apoyo subiría a ver qué pasaba.

Resultaba difícil vigilar simultáneamente la puerta y el tráfico del pasillo. Me había cansado de sujetar el revólver. Mi mano estaba rígida y, como había amartillado el arma, debía sujetarla con cuidado. Pensé en pasarla a la mano izquierda. Pero no era tan bueno con la zurda y cabía la posibilidad de que repentinamente tuviera que ser muy bueno. Pero tampoco me serviría de mucho si se me dormía la mano con que empuñaba el revólver. Pasé el arma a la izquierda e hice ejercicios con la derecha. Me sentía incómodo. Debería practicar más con la zurda. No había previsto que se me durmiera la mano con que empuñaba el revólver. Spenser, ¿cómo te dispararon? Bueno, San Pedro, de la siguiente manera: estaba apostado en el pasillo de un hotel y se me durmió la mano. Un rato después todo mi cuerpo empezó a dar cabezadas, Spenser, ¿a Bogie o a Kerry Drake alguna vez se les durmió la mano? No, señor. Spenser, no creo que podamos dejarte entrar en el Cielo de los Detectives Privados.

Empezaba a relajarme mientras montaba guardia en el pasillo. Había recuperado la sensibilidad de la mano derecha y volví a agarrar el revólver. Ya no se filtraba luz a través de la puerta abierta de mi habitación. Una familia de cuatro miembros, incluidos bolsos de bandolera e Instamatics, salió del ascensor y pasó junto a mí por el pasillo. Los chicos miraron hacia la puerta abierta y el padre dijo:

– ¡Seguid caminando!

Tenía acento yanqui y su voz denotaba cansancio. La mamá poseía un trasero despampanante. Torcieron a la derecha en el pasillo transversal y desaparecieron. Se hacía tarde. Estaba trabajando horas extras. Horas extras para una muerte súbita. Vaya, Spenser, cómo manejas las palabras. Horas extras para una muerte súbita. Dinamita.

Me dolían los pies. Llevaba tanto tiempo así que empezaba a sentir dolores en la región lumbar. ¿Por qué te cansas más de pie que caminando? Es un imponderable. También resulta agotador esperar que alguien se asome desde un umbral a oscuras y te pegue un tiro. Presta atención. No desvaríes. Dejaste de estar atento unos instantes cuando pasó la mamá del espléndido trasero. Chico, si hubiera sido el momento de verse cara a cara, ya no estarías presente.

Vigilé atentamente la puerta. El asesino tendría que aparecer por la derecha. La puerta abierta estaba apoyada en la pared de la izquierda. Se asomaría por la pared de la derecha, buscándome pasillo abajo. Tal vez no, tal vez se asomaría boca abajo, pegado al suelo. Eso es lo que haría yo. ¿O no? Tal vez yo saldría lanzado por la puerta, buscaría un buen ángulo al otro lado del pasillo e intentaría ser más rápido que el sujeto que había montado guardia allí, dejándose hipnotizar por la puerta.

Tal vez yo ni siquiera estaría allí. Tal vez yo sería una habitación vacía y un tonto nervioso montaría guardia afuera y contemplaría el vacío durante infinidad de horas. Podría llamar al servicio de seguridad del hotel y decir que había encontrado mi puerta abierta. Sin embargo, si dentro había alguien, la primera persona que franqueara el umbral volaría por los aires. El asesino llevaba demasiado tiempo ahí dentro para hacer sutiles distinciones. Además, si era miembro de Libertad, no le importaría demasiado a quién mataba. No podía pedirle a alguien que entrara en la habitación por mí. Esperaría. Podía esperar. Era una de las cosas para las que yo servía: resistir.

En el pasillo apareció un camarero del servicio de habitaciones, un hombre de piel morena y de traje blanco, que sacó del ascensor de servicio una mesa de ruedas llena de platos tapados y en el recodo torció a la derecha. Percibí un débil olor a patatas al horno. Después del pastel de ternera y riñones había pensado en un ayuno prolongado, pero ese aroma me hizo cambiar de idea.

El asesino salió a gatas e hizo un disparo pasillo abajo, hacia el ascensor, en la pared contraria a la que me encontraba, sin darse cuenta de que yo no estaba allí. Fue rápido y giró a medias para volver a disparar cuando le apunté al pecho, con el brazo estirado y el cuerpo semigirado, sin respirar mientras accionaba el gatillo. A tan corta distancia mi proyectil lo obligó a dar media vuelta. Volví a dispararle cuando cayó de lado, con las rodillas encogidas. El arma se le escapó de la mano al desplomarse. Calibre corto. Cañón largo. Un arma de tiro. Salté, me zambullí por la puerta abierta de la habitación, aterricé sobre un hombro y rodé más allá de la cama. Había un segundo hombre y el primer proyectil que disparó arrancó un fragmento del marco de la puerta que daba a mis espaldas. El segundo me alcanzó con una brusca sacudida en la parte posterior del muslo izquierdo. Acuclillado, disparé tres veces hacia el centro de su forma oscura, que se perfilaba débilmente contra la ventana. Trastabilló hacia atrás, chocó con una silla y cayó boca arriba, con un pie sobre el asiento.