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Me incorporé pegado a la pared. Eran dos: por ese motivo pudieron esperar tanto. Me resultaba muy difícil respirar y notaba cómo bombeaba sangre mi corazón en el centro del pecho. No moriré de un disparo, un día de éstos sufriré un paro cardíaco.

Aspiré profundas bocanadas de aire. En el bolsillo derecho de la pechera de mi chaqueta Levi de pana azul guardaba doce cartuchos adicionales. Abrí el tambor del revólver y quité los cartuchos vacíos. Sólo quedaba una bala. Me palpé la parte posterior de la pierna izquierda. Aunque aún no me dolía, estaba caliente y sabía que sangraba. Los disparos habían sonado estentóreamente en el pasillo, lo que provocaría la llegada inmediata de algunos polis.

Me acerqué a la figura en penumbras que tenía un pie sobre la silla. Le busqué el pulso y no lo encontré. Me incorporé y caminé con dificultad hacia la puerta. El primer hombre al que le había disparado estaba tendido tal como había caído. La pistola de tiro de cañón largo se encontraba a treinta centímetros de su mano inerte. Tenía las rodillas encogidas. Había sangre en la moqueta del pasillo. Guardé mi pistola en la funda y me acerqué. Él también estaba muerto. Regresé a mi habitación. Empezaba a dolerme el muslo. Me senté en la cama y descolgué el teléfono, pero en ese preciso instante oí pisadas en el pasillo. Algunas se detuvieron a cierta distancia de mi habitación y otras llegaron hasta la puerta. Colgué el teléfono.

– Muy bien, quienquiera que esté ahí, que salga con las manos en alto. Somos de la policía.

– Está todo controlado -dije-. Aquí dentro hay un hombre muerto y yo estoy herido. Entren, estoy de su parte.

Un joven de impermeable ligero entró rápidamente en la habitación y me apuntó con su revólver. Tras él apareció un hombre mayor de pelo canoso, que también me apuntó con su arma.

– Tenga la amabilidad de ponerse de pie -dijo el hombre más joven-. Y de colocar las manos encima de la cabeza, con los dedos cruzados.

– Bajo el brazo izquierdo llevo un revólver en su funda -informé.

Varios policías uniformados y otros dos vestidos de paisano se apiñaron en la habitación. Uno de ellos se dirigió directamente al teléfono y empezó a hablar. El hombre canoso me palpó, agarró mi revólver, sacó del bolsillo las siete balas que quedaban y retrocedió.

El joven se dirigió al que hablaba por teléfono:

– Está sangrando, necesitará atención médica -el que hablaba por teléfono asintió con la cabeza. El policía joven se dirigió a mí-: Le agradecería que nos lo contara todo.

– Soy un buen chico -aseguré-. Soy un investigador estadounidense y he venido a resolver un caso. Si se pone en contacto con el inspector Downes, de su departamento, verá cómo responde de mí.

– ¿Y estos caballeros? -señaló con la cabeza el cadáver tendido en el suelo y, con un giro de la barbilla, incluyó al que yo había dejado frito en el pasillo.

– No tengo la menor idea. Supongo que querían jugármela porque estoy trabajando en este caso. Cuando regresé a mi habitación, descubrí que me estaban esperando.

El poli canoso preguntó:

– ¿Mató a los dos?

– Sí.

– ¿Ésta es el arma?

– Sí.

– Por favor, identifíquese.

Le entregué mis papeles, incluido el permiso para llevar armas expedido por las autoridades británicas.

El poli canoso se dirigió al que hablaba por teléfono:

– Dígales que se pongan en contacto con Phil Downes. Tenemos a un investigador estadounidense apellidado Spenser que dice conocerlo.

El policía que estaba al teléfono asintió con la cabeza. Mientras hablaba se introdujo un cigarrillo entre los labios y lo encendió.

Apareció un hombre pequeño con un maletín negro de médico. Vestía un traje de seda oscuro y una camisa azul lavanda cuyo cuello asomaba por encima de las solapas de la chaqueta. Alrededor de su cuello divisé una gargantilla de pequeñas cuentas de color turquesa.

– Me llamo Kensy y soy el médico del hotel -se presentó.

– Los formales médicos británicos son todos iguales -comenté.

– No me cabe la menor duda. Le agradecería que se bajara los pantalones y se tendiera en la cama, boca abajo.

Obedecí. Ahora la pierna me dolía mucho y sabía que la parte posterior de la pernera estaba empapada en sangre. «No es fácil conservar la dignidad -pensé-, pero siempre puede intentarse.» El médico se dirigió al cuarto de baño para lavarse.

El poli de impermeable ligero me preguntó:

– Señor Spenser, ¿conoce a alguno de estos hombres?

– Aún no he tenido tiempo de verlos.

El médico regresó. Aunque no podía verlo, lo oía revolver en su maletín.

– Tal vez escueza un poco.

Olí a alcochol y me ardió hasta el alma mientras el médico desinfectaba la zona.

– ¿La bala sigue alojada en mi pierna? -quise saber.

– No, pasó rozando. Es una herida limpia. Aunque ha perdido sangre, creo que no hay de qué preocuparse.

– Me alegro. No me gustaría acarrear una posta en la parte superior del muslo -comenté.

– Llámelo como quiera -respondió el médico- pero, si quiere saber la verdad, le han disparado en el culo.

– A eso le llamo buena puntería -aseguré-. Y, por añadidura, a oscuras.

Capítulo 8

El médico aplicó un vendaje de compresión en mi… bueno, en mi «muslo» y me dio unos sedantes para el dolor.

– Durante unos días caminará de un modo extraño, pero pronto se pondrá bien. Sin embargo, a partir de ahora tendrá un nuevo hoyuelo en las cachas.

– Me reconforta la existencia de la medicina socializada -comenté-. Sólo lamento que no esté acompañada por el voto de silencio.

Downes llegó justo cuando se iba el médico. Entre los dos explicamos mi situación al policía canoso y al joven. Aparecieron dos individuos con bolsas para cadáveres y estudiamos los cuerpos antes de que se los llevaran. Saqué mis retratos robot y ambos figuraban en los dibujos. Ninguno de los dos superaba los treinta años ni llegaría a cumplirlos.

Downes observó el retrato robot y al joven caído y asintió con la cabeza.

– ¿Cuánto le pagan por él?

– Veinticinco mil dólares.

– ¿Qué puede comprar con esa suma en su país?

– La mitad de un coche.

– ¿De un coche de lujo?

– No.

Downes volvió a mirar al muchacho. Llevaba el pelo rubio largo y tenía las uñas recién cortadas y limpias. Sus manos inmóviles se veían muy vulnerables.

– La mitad de un coche barato -comentó Downes.

– Me tendió una emboscada -dije-. Yo no estaba al acecho de ninguno de los dos.

– ¡Ni que lo diga!

– Venga, Downes, ¿me cree capaz de actuar así?

El inspector se encogió de hombros. Contemplaba los restos de talco que aún quedaban delante de la puerta. El suelo de la habitación estaba lleno de huellas blancas incompletas.

– Entalcó el suelo de la habitación antes de salir -afirmó.

– Así es.

– ¿Y si uno de ellos no hubiera dejado huellas?

– Habría abierto la puerta con suma lentitud y cuidado, y revisado el suelo antes de entrar -respondí.

– Pero los esperó fuera. Abrió la puerta de par en par y esperó en el pasillo hasta que ellos decidieron actuar.

– Sí.

– Hay que reconocer que es usted bastante audaz.

– Yo lo definiría exactamente con la misma palabra.

– El problema consiste en que no podemos permitir que pasee por Londres abatiendo al azar a presuntos anarquistas y cobrando la recompensa -opinó Downes.

– No es ése mi plan, Downes. No me dedico a disparar contra aquellos que no es necesario. He venido a cumplir un trabajo que hay que hacer y que ustedes están demasiado ocupados para terminar. Recuerde que estos dos desgraciados intentaron matarme. No los abatí porque fueran presuntos anarquistas, sino para impedir que me hicieran el viaje.