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Salí, entré en un pub de Shepherd's Market, cerca de la calle Curzon, almorcé, bebí cerveza, luego subí hasta Trafalgar Square y entré en la Galería Nacional. Pasé la tarde allí, mirando los cuadros, contemplando en su mayoría retratos de personas de otra época y dejándome llevar por el impacto de su verismo. El perfil de la mujer del siglo xv, cuya nariz parecía rota. El autorretrato de Rembrandt. Noté que me esforzaba por comprenderlos. Me marché después de las cinco y, en medio de una lacerante sensación de aislamiento, me zambullí en Trafalgar Square y la viva realidad de las palomas. Me habían dicho que el anuncio aparecería por la mañana. Esa noche nada tenía que hacer. Como no me agradaba cenar solo en un restaurante, regresé a mi habitación, pedí que me subieran una bandeja de bocadillos con varias cervezas y comí mientras leía mi libro.

Tal como me habían informado, el anuncio apareció a la mañana siguiente. Por lo que sabía, yo era el único que lo había visto. Nadie se presentó ese día ni al siguiente. El anuncio siguió publicándose. Me quedaba en el hotel esperando hasta que no aguantaba más, entonces salía y me hacía la ilusión de que dejarían un mensaje. A lo largo de los cinco días siguientes visité el Museo Británico y contemplé las esculturas griegas; también recorrí la Torre de Londres y contemplé las iniciales grabadas en las paredes de las celdas. Presencié el cambio de la guardia e hice jogging regularmente por Hyde Park, a lo largo de la Serpentine.

Seis días después de que comenzara a publicarse el anuncio, regresé al hotel con la camiseta empapada en sudor, los pantalones azules de hacer ejercicio elegantemente usados con las cremalleras de los tobillos abiertas y mis zapatillas Adidas aún con apariencia de recién estrenadas. Como de costumbre, pregunté si había algún mensaje y el recepcionista contestó afirmativamente, sacó un sobre blanco de mi casilla y me lo entregó. Estaba cerrado con lacre y sólo decía «Spencer».

– ¿Fue entregado en mano? -pregunté.

– Sí, señor.

– ¿No fue enviado por teléfono? ¿No es un sobre del hotel?

– No, señor. Tengo entendido que fue entregado por un caballero joven, hace alrededor de media hora.

– ¿Sigue aquí? -inquirí.

– Lo dudo, señor, no lo veo. Puede probar en la cafetería.

– Muchas gracias.

¿Por qué no habían enviado el mensaje por teléfono? Tal vez porque querían ver quién era yo, lo que lograrían si dejaban un sobre y apostaban a alguien para que viera quién lo abría. Entonces ellos sabrían quién era yo y yo no sabría quiénes eran ellos. Me dirigí a uno de los sillones del vestíbulo, donde todas las tardes servían el té. La pared de enfrente estaba revestida de paneles de cristal y, para vigilar, me senté de cara a ella. Llevaba puestas gafas de sol y, con esta protección, abrí el sobre espiando a través del espejo improvisado. Era una carta delgada que no resultaba sospechosa. Dudaba de que se tratara de una carta bomba. Por lo que sabía, podía tratarse de una nota de Flanders, en la que me invitaba a una merienda cena en el Connaught. Pero no era una invitación: era exactamente lo que yo quería.

La nota decía: «Preséntese mañana, a las diez de la mañana, en la punta de la cafetería del túnel este, cerca de la puerta de entrada norte del zoo londinense de Regent's Park.»

Fingí releerla y, dentro de lo que me permitían los paneles de cristal, escudriñé el vestíbulo amparado tras mis gafas de sol. No vi nada sospechoso, pero tampoco lo esperaba. Intentaba memorizar todos los rostros presentes para que, si volvía a ver alguno, pudiera recordarlo. Guardé la nota en el sobre y giré pensativo en el sillón, golpeándome los dientes con una esquina del sobre. Pensativo, ensimismado, observando descaradamente el vestíbulo del hotel. Nadie llevaba una Sten. Salí por la puerta principal y caminé hacia Green Park.

No es fácil seguir a alguien sin que te descubra, sobre todo si ese alguien intenta pescarte mientras lo haces. La vi cuando cruzaba Piccadilly. Había estado comprando postales en el vestíbulo del hotel y ahora cruzaba Piccadilly hacia Green Park, media calle más abajo. Yo aún vestía ropa deportiva y no iba armado. Puesto que me habían descubierto, tal vez quisieran despacharme rápidamente.

Me detuve en Green Park, hice varias flexiones y ejercicios de estiramiento para guardar las apariencias y luego inicié un trote moderado rumbo al Malí. Si ella quería alcanzarme, tendría que correr. Si echaba a correr para alcanzarme, yo sabría que no le importaba que la viera, lo que significaba que probablemente me dispararía o me señalaría para que me viera otra persona que me dispararía. En ese caso daría la vuelta en U y correría hacia Piccadilly en busca de un poli.

La mujer no echó a correr. Me dejó partir y, cuando llegué al Malí, ella se había esfumado. Regresé a Piccadilly por el sendero Queen's, crucé la calle y descendí hasta el Mayflair. No la vi y tampoco estaba en el vestíbulo. Subí a mi habitación y me duché con el revólver encima de la cisterna del inodoro. Me sentía bien. Por fin volvía a trabajar después de contemplar durante una semana cómo se ponía el sol en el Imperio británico. Además, tenía un punto de ventaja sobre alguien que creía tener un punto de ventaja sobre mí. Si la mujer formaba parte de Libertad, ellos suponían que me habían identificado y que yo no los conocía. Si nada tenían que ver con ese grupo, si sólo deseaban comprobar si podían birlarme mil libras y me estaban estudiando, nos manteníamos empatados. Yo los conocía, ellos creían que no sabía quiénes eran y, además, suponían que ésa era la situación. Existían algunos inconvenientes. Ellos me conocían perfectamente y yo sólo conocía a uno de sus miembros. Por otro lado, yo era profesional y ellos aficionados. Claro que si alguno me ponía una bomba, probablemente el estallido no haría diferencias entre aficionados y profesionales.

Me puse tejanos, camisa Levi blanca y zapatillas Adidas blancas con tiras azules. No quería que los malditos británicos pensaran que un detective estadounidense no sabía combinar colores. Saqué de la maleta una funda de hombro negra, de cuero trenzado, y me la puse. No es tan cómoda como la funda de cadera, pero quería ponerme una chaqueta Levi corta y la funda de cadera se vería. Guardé el revólver en la funda, me puse la chaqueta Levi y la dejé desabrochada. Era de pana azul marino. Me miré en el espejo que había encima del tocador. Levanté el cuello. Elegante. Recién afeitado, recién duchado y con un corte de pelo reciente. Era la viva imagen del aventurero internacional. Desenfundé dos veces a toda velocidad para asegurarme de que todo estaba en su sitio, hice una perfecta imitación de Bogart ante el espejo, «Muy bien, Louis, suelta el arma», y me preparé para la acción.

Como ya habían arreglado la habitación, no era necesario que la camarera volviera a entrar. Cogí un bote de talco y, de pie en el pasillo, lo esparcí minuciosa y uniformemente encima de la alfombra de delante de la puerta. Cualquiera que entrara dejaría huellas en el interior y pisadas fuera, al salir. Si se trataba de alguien observador, tal vez lo notara y borrara las pisadas, pero tendría dificultades para cubrir las huellas del interior, a menos que llevara consigo un bote de talco.