– ¿Te sientes tan mal como aparentas?
– No bromees, Will. Hoy no es oportuno. No estoy de humor.
Will pidió vino y ordenó a los sirvientes que se marcharan. Sirviendo en la copa de Eduardo, dijo:
– Deduzco que Clarence aún se muestra intransigente.
– ¿Alguna vez actuó de otra manera? Y como si él no fuera bastante fastidio, ahora también tengo dificultades con Dickon.
Eduardo frunció el ceño. Will esperó.
– Tuve una acalorada discusión con él esta mañana… con Dickon. Está convencido de que he sido demasiado tolerante con Jorge, y amenaza con casarse con la muchacha de inmediato, en cuanto regrese a Londres, al margen de lo que diga Jorge.
– Vaya arrogancia -murmuró Will, y sintió una punzada de vergüenza. Aunque concedía que Gloucester le despertaba envidia, no debía permitir que ésta lo dominara. No sólo era mezquino, sino imprudente. En compensación, añadió con más generosidad-: Pero él ha sido paciente, Ned. Tienes que reconocerlo.
– Lo reconozco, pero no entiendo por qué no puede ser paciente un tiempo más. -Eduardo bajó la copa con brusquedad, la alejó con nerviosismo-. Te aseguro, Will, que estoy hasta la coronilla de esta reyerta continua. Jorge no atendería a razones aunque se tropezara con ellas, pero esperaba más de Dickon. ¡Maldición, sabe que estoy en un dilema! No puedo lidiar con Jorge como si él dominara plenamente sus facultades, porque no es así.
»No, Will, no es tan simple como cree Dickon. Él quiere que lo amenace con reclamar las fincas de Devon si Jorge no acepta el matrimonio. Pero si despojo a Jorge de lo que le pertenece legítimamente, me arriesgo a impulsarlo a otro levantamiento. Hoy por hoy es bastante amigo de Jorge Neville, y hace tiempo que sospecho de Neville, como bien sabes. Aún no tengo pruebas, pero apostaría una generosa suma a que Neville está en comunicación secreta con su cuñado Oxford. No puedo hacer nada contra Oxford mientras permanezca en Francia, pero mi primo el arzobispo es mucho más vulnerable, y si mis sospechas son ciertas lo pagará caro. En cuanto a mi hermano Jorge, vale la pena vigilarlo. Para él la traición es tan natural como el agua para los peces y el aire para las aves.
»Con Jorge tengo una opción. Puedo destruirlo o puedo aguantarlo; una cosa o la otra, Will. Lo que me irrita es que Dickon lo sabe. Pero está tan emperrado en casarse con esa muchacha y llevarla a Middleham que no se fija en otra cosa.
»Sospecho que ahora Jorge sólo desea evitarse una humillación. Pero si Dickon se casa con Ana sin dar a Jorge la oportunidad de rescatar su orgullo dando un renuente consentimiento… Bien, será como acercar el pedernal a la leña.
– A mi entender, sólo puedes actuar de un modo, Ned. Si necesitas más tiempo para persuadir a Clarence, Gloucester debe darte ese tiempo. ¿Por qué no le prohíbes casarse hasta que hayas sometido a Clarence?
– Porque a él nunca se le ocurrió que yo podría hacerlo -dijo agriamente Eduardo-. Dickon da por hecho que nunca se me pasaría por la cabeza, sabiendo cuánto significa Ana para él. -Había un irritado afecto en su rostro cuando miró a Will-. Y lo peor de una fe semejante, Will, es que te sientes obligado a no traicionarla.
– Así son las cosas, Jorge. Dickon no está dispuesto a esperar más. Se propone casarse con Ana aunque no des tu consentimiento, y sospecho que no puedo hacer nada al respecto.
– Podrías prohibirlo -rugió Jorge, y Eduardo sonrió.
– ¿Tal como te prohibí casarte con Isabel? -sugirió, y Jorge se sonrojó.
– Yo amaba a Bella -dijo defensivamente, y lo lamentó de inmediato, previendo la réplica de su hermano.
– Y Dickon ama a Ana.
– ¡Sin duda Dickon ama las tierras que ella le daría!
– Verás, Jorge, Dickon me sugirió que se podía llegar a un acuerdo en lo concerniente a las tierras. Yo espero que lleguemos a una componenda si…
– ¡No!
– Me temía que dijeras eso. Una lástima… Habría preferido zanjar esta cuestión amistosamente, pero la zanjaré de un modo u otro. Con franqueza, Jorge, se me agotó la paciencia. Hace tres meses que Dickon y tú no me dejáis en paz, y estoy harto.
Jorge entornó los ojos, contrayendo las pupilas como adaptándose a un súbito resplandor del sol.
– ¿Qué te propones?
– Es muy sencillo. -Eduardo hurgó entre sus papeles, le entregó uno a Jorge-. Tu suegra me envió otra carta desde Beaulieu. Sin duda adivinarás lo que me pide. Quiere abandonar su asilo y pide que le devuelvan sus tierras.
Jorge se quedó rígido en la silla. Eduardo agitó la carta entre el pulgar y el índice, la envió volando sobre el mármol de la mesa; chocó contra el borde, cayó al suelo. Jorge la siguió con los ojos.
– He pensado mucho en ello, Jorge, y cuanto más lo pienso, más inclinado estoy a acceder a su requerimiento. Si devuelvo sus tierras a la condesa, pongo fin a todos estos escarceos entre Dickon y tú acerca de lo que le corresponde a Ana. Si no hay tierras que reclamar, el problema desaparece.
Jorge se levantó bruscamente, pero permaneció indeciso. Tendría que haber previsto esto. Al final Ned siempre se salía con la suya. Se adueñaría de todo fingiendo que hacía justicia al devolver las fincas de los Beauchamp a la madre de Bella. El castillo de Warwick, las fincas del sudoeste, el Herber. Todo iría a la viuda de Warwick. Pero no Middleham. Dickon y Ana aún tendrían las tierras que Ned le había dado en junio, pero él y Bella no tendrían nada.
– No quiero que hagas eso, Ned -graznó.
Eduardo no dijo nada, sólo lo miró con ojos tranquilos y expectantes. Jorge tragó aire, se sentó.
El invierno se aplacó inesperadamente, y los cielos se despejaron mostrando un azul frágil y brillante, los vientos amainaron y el aire frío era crudo sin ser brutal.
Ricardo calmó a la criatura tensa que tenía sobre la muñeca. El ave irguió la cabeza encapuchada hacia un cielo invisible pero atrayente, clavó las garras en el guantelete de cuero, y soltó un graznido ávido, sordo pero estridente.
Hasta ahora nunca había tenido un halcón de Groenlandia, pues prefería el peregrino, más pequeño y menos arisco. Pero éste era un regalo del conde de Northumberland, no tanto un acto de generosidad como de deferencia al hombre con quien Northumberland compartiría el poder al norte del Trent. Al margen de la motivación del conde, Ricardo estaba muy complacido con el halcón; era un ave hermosa, de color níveo y de vuelo majestuoso. Le había visto matar: era rápida, silenciosa y eficaz.
Desabrochó la correa y le quitó la capucha. El halcón se elevó como disparado por una ballesta, batiendo las alas blancas que lo elevaban hacia el radiante resplandor que aureolaba el sol. Ascendió raudamente y de pronto se dirigió a tierra, y Ricardo maldijo, viendo la presa que había salido de su escondrijo y emprendía una fuga sinuosa y aterrada por el campo nevado. No podía hacer nada salvo observar de mal humor mientras el conejo huía del halcón que lo perseguía. El fin llegó con previsible celeridad, en un súbito remolino de nieve, pelambre y garras penetrantes.
Ricardo lanzó otro juramento y le hizo un gesto a un criado. El hombre se dirigió hacia el matorral para tratar de recobrar el halcón errante. Pero cuando lo encontrara, como bien sabía Ricardo, el ave estaría demasiado ahíta para interesarse en su verdadera presa. En la práctica, la cacería había concluido. Ricardo procuró calmar a su palafrén, que se encabritó y resopló, moviendo los belfos mientras el viento le llevaba el inquietante olor de la sangre caliente.