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Lo que siguió fue un espectáculo muy ameno, pues uno de los hermanos de Eduardo parecía empeñado en una sutil seducción, y el otro apenas podía tragar el malvasía porque tenía un nudo en la garganta.

Era habitual que una pareja compartiera una copa de vino y un plato y los buenos modales requerían que un caballero se ocupara del placer de su dama a la mesa antes que del propio, así como un joven bien criado que compartiera un plato con una persona mayor escogería los bocados más tiernos para los dientes del anciano. Pero Will nunca había visto la cortesía elevada a tales alturas de galantería, y mientras Ricardo era tan solícito con Ana Neville que apenas probaba bocado, la tez de Jorge cobraba un interesante matiz del verde, para gran satisfacción de Will.

Una vez que concluyó la comida y se volcaron las sobras en platos destinados a los pobres, una vez que Eduardo envió ocho chelines para que los distribuyeran entre los cocineros del priorato, y se llevaron lavamanos con agua perfumada para los comensales, todos se desperdigaron para continuar con sus asuntos. Tras cerciorarse de que Eduardo no lo necesitaba, Will siguió a Ricardo y Ana a la cámara de audiencias del prior, pues Jorge había hecho lo mismo y Will se sentía irresistiblemente atraído por el imán de una trifulca inminente.

Jorge estaba con los hermanos Stanley, pues Thomas, lord Stanley, se había apresurado a someterse a Eduardo en Coventry, para negar toda lealtad a Warwick y para remendar su raída lealtad a York. Mientras Will se acercaba, se cruzó con John Howard. Jack (como llamaban a Howard) se apresuraba a alejarse de los hombres que Will buscaba.

– Jack, he ahí una trinidad diabólica -murmuró Will, y Howard hizo un mohín al mirar a Stanley y a Jorge.

– El necio regresa a su necedad como un perro regresa a su vómito -murmuró mordazmente-. Cualquier otro hombre ayunaría para agradecer a Dios Todopoderoso la buena fortuna de tener un hermano dispuesto a perdonar su traición. Pero éste parece empecinado en provocar su propia destrucción.

– ¡Eso espero! -Will sonrió, le hizo un guiño a Howard y se acercó discretamente para escuchar.

– A fe mía que si ella se le sienta más cerca, se le pondrá sobre las piernas… o algo peor -jadeó Jorge.

Will miró a la pareja que estaba sentada en el asiento del mirador. Había oído las risas de Ricardo, que no reparaba en la furia de su hermano. Nadie que los viera juntos podía dudar que Gloucester estaba prendado de la hija de Warwick. Y si Gloucester la defendía, Will pensó, Ned no permitiría que Clarence la despojara de su herencia.

William Stanley soltó una risotada, pero Thomas Stanley asintió, y con una frase conciliadora alabó la preocupación de Clarence por el honor de su hermana política.

– Precisamente, milord Stanley. -Jorge pareció hallar un modo aceptable de desquitar su furia, pues dijo con indignación-: Después de todo, esa muchacha es la hermana de mi esposa. Es mi deber procurar que nadie se aproveche de ella ni mancille su nombre. No permitiré que ningún hombre la trate como una cualquiera, ni siquiera mi hermano.

Will soltó una carcajada, y ellos se giraron para ver quién era, y él retrocedió deprisa, hacia el salón, donde podría reírse sin trabas. Sin duda sería un verano interesante.

El alcalde de Coventry le explicaba a Eduardo por qué la ciudad había unido su suerte a la de Warwick. Tal como él lo contaba, parecía tratarse de un gran malentendido en que los crédulos ciudadanos eran engatusados por un conde hambriento de poder.

Ricardo pronto perdió interés y volvió los ojos hacia la ventana, donde el cielo se enrojecía en un resplandor de luz moribunda, en un ocaso bello y memorable. Suspiró, se enderezó de mala gana en la silla cuando Eduardo le dirigió una mirada que era admonitoria e irónica a la vez. ¡Qué pérdida de un tiempo súbitamente precioso! Si el hombre desembuchara de una vez, podría escapar a los jardines con Ana para contemplar con ella el final del día.

Buscando un sirviente que le llenara la copa de vino, Ricardo vio con sorpresa que Rob Percy aguardaba en la entrada, tratando de llamarle la atención. Ricardo se escabulló discretamente, se acercó a su amigo.

Rob le cogió el brazo, lo llevó aparte.

– ¡Ve al salón, deprisa! -exclamó-. Ana te necesita, y también Francis.

Bajaron a la carrera por la sinuosa escalera, mientras Rob se explayaba sobre el motivo de su jadeante llamada. Estaban hablando con Ana, resolló, cuando el duque de Clarence se aproximó y, sin siquiera saludar, le dijo a Ana que debía partir a Londres de inmediato. Cuando ella se opuso, él le aferró el brazo, dispuesto a sacarla a rastras del salón. Fue entonces cuando Francis intentó detenerlo. A Rob le temblaba la voz, y era muy comprensible. Era peligroso oponerse a Jorge; Francis podía pagar un alto precio por su temerario heroísmo.

Obviamente Francis había pensado lo mismo.

– No es mi propósito, Vuestra Gracia, inmiscuirme en vuestros asuntos -murmuraba con voz conciliadora-. Pero creo que vuestro hermano de Gloucester deseará hablar con lady Ana antes de que ella…

A diferencia de Francis, que tenía la cara blanca como nieve, Ana estaba tan arrebolada que parecía afiebrada. Al ver a Ricardo, gritó de alegría, soltó el brazo de Francis y fue a recibirlo. Ricardo se reunió con ella antes de que Jorge reparase en su presencia, y al mirarle la cara, sintió un impulso protector tan fuerte que borró todo lo demás de su cerebro.

– ¡Ricardo, gracias a Dios que has venido! Tu hermano dice que debo ir a Londres, que debo someterme a sus órdenes.

– Calma, querida. Todo está bien. Nadie te obligará a actuar contra tus deseos, nunca más. Te lo prometo, Ana.

– ¡No hagas promesas que no puedes cumplir, Dickon!

Ana se amilanó un instante, antes de recordar que ahora no tenía motivos para temer las amenazas de Jorge. Irguió la cabeza, miró a Jorge con ojos desafiantes.

Ricardo también miraba a su hermano, pero reparando en los demás. Will Hastings observaba con circunspecto interés, aunque sus ojos risueños delataban su satisfacción. John Howard no podía ocultar sus sentimientos y sólo mostraba reprobación. Más allá de Howard, Ricardo vio a los dos Stanley y, en la puerta, al conde de Northumberland, que miraba con el distante desdén que un Percy reservaba a los meros mortales.

– Sugiero que hablemos de esto a solas, Jorge -murmuró Ricardo, y señaló la cámara de audiencias con la cabeza.

– No hay nada de qué hablar. Ana es mi cuñada, y si decido que vaya a acompañar a mi esposa, no te concierne.

– Ana me concierne, y mucho, y ella no quiere ir a Londres.

Un destello verdoso titiló en los ojos de Jorge.

– ¡Te digo que se irá a Londres esta noche y tú no tienes nada que opinar sobre ello!

– ¿No? ¡Será mejor que recapacites, Jorge!

La voz de Ricardo había cambiado, y delataba su creciente furia. No sabía por qué a Jorge se le había metido en la cabeza armar semejante escándalo en una habitación llena de testigos atentos, ni le importaba. Sólo le importaba la expresión demudada de Ana, el modo en que ella le aferraba el brazo. Se adelantó para interponerse entre ella y Jorge.

– ¡Dickon, no te entrometas!

Ricardo perdió toda su paciencia.

– ¡No recibo órdenes de ti, Jorge!

Se volvió hacia Ana con la intención de sacarla del salón. En eso Jorge le agarró el brazo, tironeó brutalmente para obligarlo a girarse, y Ricardo sintió un aguijonazo de dolor, una sensación abrasadora que nunca había experimentado. Le quitó el aliento, le provocó náuseas, y durante varios espasmódicos segundos sólo hubo dolor en el mundo. A través del rugido de sus oídos, oyó la acalorada protesta de Francis: