Dejó que le surcaran las mejillas; después de todo, nadie podía verla. Estaba sola. Siempre sola. Era probable que estuviera sola el resto de los días yermos que le restaran en esta vida, una renuente inquilina de los monjes cistercienses de Beaulieu.
Los cuervos chillaron, riñendo entre sí. Los miró sin verlos; hollaba una senda mental ya conocida, siguiendo paso a paso los acontecimientos de los últimos dos años, reviviendo sus lamentaciones.
Al principio no había sido así. En aquel primer verano de asilo, no había cavilado demasiado; estaba aturdida, tan agobiada que sólo podía llorar por la muerte de su esposo y por su propia situación. Pero había vuelto a la realidad cuando su hija Ana desapareció del Herber.
El amor de Nan por su gallardo y ambicioso marido había sido excesivo y exclusivo. No se proponía desairar a sus hijas; pero no le quedaba amor suficiente para ellas. A su manera, sentía afecto por Ana e Isabel. A fin de cuentas, eran suyas. Ella les había dado la vida, les había perdonado que no fueran varones, se había enorgullecido de su hermosura, ansiaba concertar matrimonios brillantes para ellas. Y ahora eran todo lo que tenía.
Su temor por Ana era genuino, y también su alivio cuando se enteró de que Ana estaba a salvo. Pero su gratitud pronto dio paso a la euforia. Parecía un milagro que Ana se casara con Ricardo. Su hija tendría por esposo al primo moreno que adoraba desde la infancia, y ella tendría alguien que la defendiera, tendría como yerno al único hombre con poder suficiente para oponerse a Jorge.
Nan estaba segura de que sus problemas habían terminado, y se desmoronó cuando Ana le escribió que Eduardo se había negado a permitirle abandonar su asilo. Se sentía tan confiada que no había tenido en cuenta la posibilidad de que Eduardo se negara, de que prefiriese aplacar a Jorge a expensas de ella.
Ana había manifestado su confianza en que Eduardo se retractara, le había prometido que Ricardo seguiría tratando de convencerlo. Era sólo cuestión de tiempo, le aseguraba a su madre.
Eso no significaba nada para Nan. Meras palabras, hueras y fáciles de olvidar. Tal como la habían olvidado y abandonado a ella.
Impulsivamente, le había enviado a Ana una carta incoherente e insultante. Si Dickon no lograba persuadir a Ned, era porque no había puesto todo su empeño. Al igual que Jorge, prefería que ella permaneciera aislada. Tal vez Ana deseaba lo mismo. Isabel sin duda lo deseaba. A sus hijas no les importaba lo que fuera de ella. Su pluma se aceleraba, cubriendo una página empapada de lágrimas tras otra, acusando a Ana de indiferencia, a Ricardo de perfidia, volcando todas las congojas y aflicciones del último año.
Se arrepintió de esa carta el mismo día que la despachó a Middleham, pero ya era demasiado tarde. Durante un mes no tuvo noticias. Y cuando llegó la respuesta, no era de Ana sino de Ricardo.
Nan miró pasmada el sello de su yerno, temiendo romperlo. ¡Santo Dios, Ana no le habría mostrado esa carta!
Con las primeras palabras, comprobó que sí se la había mostrado. Era una misiva concisa y amable, pero cortante. Él negaba las acusaciones tan envaradamente que Nan supo que estaba enfadado y ofendido. Sostenía que había intercedido de buena fe ante su hermano, decía que seguiría hablando a favor de ella. Nan sabía que era mentira. Si había tenido alguna oportunidad de ganar su respaldo, la había perdido irremediablemente en cuanto Ana le mostró esa carta. Nunca se lo perdonaría a Ana, jamás. Garrapateó una breve esquela acusatoria para Ana, diciendo sólo eso, y trató de ahogar su desesperación en la indignación que le causaba la traición de su hija.
Después no recibió más mensajes de Middleham. Y al distanciarse de Ana, no le quedaba nadie, pues Isabel no había respondido sus cartas. Había perdido a Isabel, y al parecer ahora también a Ana.
Pero en marzo recibió una carta de una vieja amiga, Alison, lady Scrope de Bolton Castle, una carta dicharachera y alegre llena de noticias sobre Henry, el hijastro de Alison, y su esposo John, que ahora representaba a Ricardo en sus negociaciones con los escoceses. En medio de los chismorreos sobre la familia Scrope, dos temas llamaron la atención de Nan.
El primero se relacionaba con el cuñado de Nan, el arzobispo de York, a quien Eduardo había arrestado once meses atrás acusándolo de mantener una correspondencia traicionera con su cuñado lancasteriano, el conde de Oxford. La salud de Jorge Neville no era óptima, comentaba Alison, y Ricardo había accedido a interceder en su nombre ante el rey. En el mismo párrafo, mencionaba al pasar el embarazo de Ana.
Nan no durmió esa noche. Alison era chismosa, pero sus chismes eran fiables. Si decía que Ricardo procuraba obtener la liberación de Jorge Neville, era verdad. Nan sabía que Ricardo no esperaba nada del arzobispo. Aun así, estaba dispuesto a defenderlo ahora que estaba enfermo. Porque era el tío de Ana. Como habría estado dispuesto a defenderla a ella si no lo hubiera distanciado imperdonablemente con esa carta precipitada y ofensiva.
Y Ana estaba embarazada. Ana llevaba en el vientre a su primer nieto. Un niño que quizá no viera nunca. Ni siquiera se había enterado de que Ana estaba encinta.
Nan no era una mujer introspectiva, pero ahora su única ocupación era cavilar, pues tenía tiempo, soledad y aflicciones. Con renuente detallismo, reflexionó sobre su relación con sus hijas, comenzó a comprender que si ahora le fallaban era porque ella les había fallado con frecuencia. Recordó Amboise, recordó cuán indiferente había sido a los temores de Ana, cuán impaciente con la persistente depresión de Isabel después de la muerte de su hijo. Con un rubor de vergüenza, recordó que había permitido que se enterasen de la muerte de su padre a través de Margarita de Anjou.
Trató de escribirle a Ana, pero no le salían las palabras. Siempre había tomado el amor de Ana como algo que se le debía, y pedirle perdón a su hija parecía atentar contra el orden natural de las cosas. Al margen de los errores que hubiera cometido, era su madre. Ana e Isabel no tenían derecho a juzgarla. Pero el hecho de tener razón no le ayudaba a sobrellevar su desdicha.
En el claustro, los monjes salían del refectorio, el edificio de piedra gris que albergaba el comedor. Comenzaron a alinearse ante las cubas destinadas a lavarse las manos después de las comidas. Nan se levantó para marcharse cuando oyó que la llamaban.
– ¡Milady!
Se volvió, vio que uno de los monjes de hábito blanco corría hacia ella por la vereda oeste de los claustros.
Como de costumbre, la recepción de la Gran Casa de Guardia estaba atestada de mendigos, pero Nan se puso rígida al ver a los soldados yorkistas que merodeaban por la entrada, y sintió un helado hormigueo de alarma en la espalda. ¿Por qué estaban allí? ¿La presencia de ellos se relacionaba con la convocatoria del abad?
No se tranquilizó cuando el monje la guió por la sala interior hacia la escalera que conducía a la capilla. ¿Qué debía decirle el abad que requiriese tanta intimidad?
Él le salió al encuentro, pero Nan sólo tenía ojos para el hombre envuelto en las sombras de la tarde, un individuo alto y elegante con la cara tostada por el sol e impávidos ojos azules.
– Madame, quiero presentaros…
– James Tyrell -concluyó ella, y Tyrell se inclinó para besarle la mano.
– Ahora es sir James Tyrell, madame -corrigió cortésmente-. Tuve el honor de recibir el espaldarazo del rey después de la batalla de Tewkesbury.
– Mi enhorabuena -dijo Nan automáticamente. Conocía a Tyrell. Pertenecía a la aristocracia rural de Suffolk, y su lealtad a la Casa de York era incuestionable. ¿Qué misión le habría encomendado Ned?
– Parece que nos abandonaréis, madame.
Ella se volvió boquiabierta hacia el abad.
– ¡Abandonaros!
Él asintió, sonrió.
– Sir James ha venido a escoltaros hasta…